ProstituciĆ³n del ego

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La principal dificultad para detectar a un adulador es que todos creemos merecernos siempre los elogios de los demĆ”s y, por lo tanto, nos negamos a reconocer que puedan ser falsos o interesados. Si las relaciones humanas son una lucha a muerte por el reconocimiento, como creĆ­a Hegel, nadie que se haya esforzado por obtenerlo quiere poner en duda su autenticidad. SerĆ­a intolerable dudar sistemĆ”ticamente de cualquier alabanza o atribuirle segundas intenciones a quien la profiere, cuando es tan cĆ³modo creer que somos maravillosos y nos hemos ganado a pulso esos homenajes. Desde luego, los elogios hiperbĆ³licos pueden despertar mĆ”s recelos que un elogio mesurado, pero la egolatrĆ­a no es del todo incompatible con la inteligencia, o su efecto narcĆ³tico la obnubila, y suele ocurrir que incluso las personas brillantes se traguen hinchadas de orgullo los cumplidos de un falso admirador.

En 1945, Orson Welles vino a MĆ©xico acompaƱado de Rita Hayworth y visitĆ³ a Salvador Novo en su casa de CoyoacĆ”n. Semanas atrĆ”s habĆ­a asistido a una importante reuniĆ³n de cancilleres en San Francisco, en la que surgiĆ³ la idea de crear las Naciones Unidas, y al ver en la palestra al canciller mexicano Ezequiel Padilla, opositor de Miguel AlemĆ”n en la contienda presidencial del aƱo siguiente, descubriĆ³ de inmediato su vanidad. Welles le contĆ³ a Novo que habĆ­a realizado con Padilla ā€œla investigaciĆ³n, un poco de laboratorio, de probar hasta quĆ© extremo su vanidad serĆ­a permeable al elogio desmesurado, suponiendo que al excederse demasiado en sus loas, llegarĆ­a un momento en que Padilla descubrirĆ­a el engaƱo. Aunque sus alabanzas rayaron en lo grotesco, ese momento nunca llegĆ³. Los empeƱos investigadores de Orson se estrellaron con la infinita capacidad de absorciĆ³n de elogios del cancillerā€ (vĆ©ase La vida en MĆ©xico en el periodo presidencial de Manuel Ɓvila Camacho).

En teorĆ­a, los polĆ­ticos deberĆ­an estar vacunados contra la adulaciĆ³n y oponerle una tenaz resistencia, pues la mayorĆ­a de la gente que los rodea quiere sacarles algo. Como buena parte de ellos son hipĆ³critas profesionales que han escalado peldaƱos gracias a su eficaz lambisconerĆ­a, serĆ­a lĆ³gico pensar que tienen mejores anticuerpos para defenderse de sus congĆ©neres. Sin embargo, el ejemplo de Padilla y la experiencia cotidiana demuestran lo contrario. QuizĆ” no crean en la sincera admiraciĆ³n de sus colegas, pero la consideran un gesto de buena voluntad, el preĆ”mbulo necesario para un beneficioso trueque de favores. En el reino de valores entendidos donde se mueven, probablemente nadie aspire a escuchar elogios desinteresados. Como Ɓlvaro Carrillo, que no daba crĆ©dito a las mentiras de sus amantes mercenarias y a pesar de todo las disfrutaba, ellos tambiĆ©n le piden a sus allegados: ā€œmiĆ©nteme mĆ”sā€, entornando los ojos de placer cada vez que alguien les quema incienso. ĀæSe puede mantener la autoestima a sabiendas de que los demĆ”s nos dan coba? ĀæQuĆ© tipo de satisfacciĆ³n engendra esa retorcida componenda? ĀæCĆ³mo deforma el carĆ”cter la prostituciĆ³n del ego?

En las relaciones amorosas, las alabanzas forman parte de un ritual codificado en el que, por lo general, el amante rinde pleitesĆ­a a la amada y el interĆ©s por conquistarla despeja cualquier duda sobre la veracidad de sus elogios. Pero ese mundo tampoco estĆ” libre de la adulaciĆ³n interesada y astuta. Mucha gente no entiende por quĆ© el prĆ­ncipe Carlos de Inglaterra, cuando estuvo casado con la hermosa y rutilante lady Diana, preferĆ­a amar en secreto a la desangelada Camila Parker. En el documental The story of Diana, el periodista Jess Cagle ofrece una explicaciĆ³n: ā€œCamila sabĆ­a exactamente cĆ³mo traspasar el corazĆ³n de Carlos, adulĆ”ndolo, diciĆ©ndole cuĆ”nto admiraba su brillantez y esa fue la principal razĆ³n por la cual el prĆ­ncipe la encontrĆ³ irresistible.ā€ ĀæConjetura malĆ©vola? Tal vez, pero bien fundada en la observaciĆ³n de la flaqueza humana. La entrega a una mujer de cuya admiraciĆ³n no estamos seguros entraƱa un riesgo que muchos hombres no quieren correr. Con tal de ir a la segura, prefieren a la aduladora que tal vez no satisfaga sus fantasĆ­as erĆ³ticas, pero les reafirma el amor propio. Ni Diana con todo su glamur pudo vencer la inseguridad de un prĆ­ncipe acomplejado que necesitaba chorros de miel para sentirse menos pequeƱo. ~

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(ciudad de MĆ©xico, 1959) es narrador y ensayista. Alfaguara acaba de publicar su novela mĆ”s reciente, El vendedor de silencio.Ā 


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