¿Qué pueden aprender de Kazuo Ishiguro los escritores españoles?

El Nobel de Literatura "es un maestro en la invención y en el desarrollo de 'formas' que permiten expresar problemas políticos complejos", piensa Gonzalo Torné.
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En un pasaje que no llegó a ser famoso, pero que debería serlo, Milan Kundera relataba el entusiasmo con el que algunos lectores le animaban a escribir una novela sobre el auge y la caída del comunismo en Praga, al estilo de las grandes sagas “realistas” de Balzac. A Kundera la idea le parecía estupenda pero no se prestaba al proyecto por una convicción que nos ayuda a distinguir a los escritores y redactores de los artistas (sean buenos o malos): “aquello ya estaba hecho, ya lo había hecho antes Balzac”.

Kundera se exigía una originalidad formal que entretanto (la anécdota tiene casi veinte años) ha ido perdiendo interlocutores a medida que se imponía una “literatura internacional” salida de los “cursos de escritura creativa” anglosajones, codiciada por los agentes literarios, recibida acríticamente por decenas de editores, y asumida en el resto del mundo. El modelo es sencillo de reconocer: se trata de desenvolver una secuencia lineal de anécdotas y diálogos, sin marcas de estilo ni densidad local, que suele resolver los conflictos (políticos, morales, estéticos…) en el teatrillo de la sentimentalidad personal o, si hay suerte, familiar. El bombardeo de esta clase de ficciones liofilizadas ha repercutido sobre la crítica que demasiadas veces confunde su oficio con la taxonomía o se entrega a señalar cuando una frase o un pasaje se desvían de lo previsible, de lo ajustado. Una alteración ocular que induce a censurar las disposiciones y formas originales sin las que a Kundera le daba apuro ponerse a escribir.

Uno de los mayores méritos que puede arrogarse el Premio Nobel es su insistencia en premiar artistas cuyas novelas desarrollan formas originales (entendida la “forma” como una suerte de principio activo que no solo articula la narración, sino que la anima y la constituye; sin la que la novela, contando lo mismo sería otra), su sensibilidad hacia la ambición artística de escritores que (como Naipaul, Morrison o Modiano) no renuncian a vehicular en su obra prolongadas meditaciones e impugnaciones políticas. Este preámbulo sirve para señalar que Ishiguro es un maestro en la invención y en el desarrollo de “formas” que permiten expresar problemas políticos complejos. Una de ellas (la ensayada en Los restos del día y Un artista del mundo flotante) hubiese resultado ideal para que un novelista español explicase el paso del franquismo a la democracia.

En estas dos novelas Ishiguro da cuenta de cómo se invierten los valores y honores cuando la atmósfera social donde vive el protagonista pasa de ser elogiada y motivo de orgullo a revelarse como algo agusanado y vergonzoso. Con una adecuada gradación de claros y luces la forma de esta novela se ajusta como un guante a lo que exige el relato novelesco de la Transición, mucho más sugestivo, en cualquier caso, que el galdosismo de baja intensidad que anima la ya celebérrima Patria de Fernando Aramburu.

Cierto que si uno tiene vocación de artista carece de sentido venir a copiar dos libros tan logrados, pero si un día alguien aborda los así llamados problemas territoriales o nacionalistas que tanto nos ocupan estos días le recomendaría que antes leyese con mucha atención El gigante enterrado, novela notable, que tiene la inmensa ventaja de ser la única de Ishiguro (desde la casi juvenil Pálida luz en las colinas) donde el desarrollo formal de la obra titubea un poco. Lo que aquí se explica es una especie de pugna (situada en la Inglaterra de la Edad Media) entre un grupo de hombres que quieren matar a un dragón que emite un humo amnésico para recuperar sus recuerdos y exigir justicia si es que fueron (como sospechan) injuriados; y otro grupo de hombres encargados de proteger al dragón para impedir que ese olvido sobre el que se asienta la estabilidad presente disemine una reclamación de justicia que abra de nuevo las heridas y nos conduzca a un baño de sangre.

La novela (que supuestamente Ishiguro pensaba situar en los Balcanes) sufre un pequeño desajuste al desarrollarse en el “espacio mítico” de la literatura artúrica, con vetas de género fantástico. El siempre delicado verosímil de los libros de Ishiguro se desequilibra cuando el autor se ve arrastrado por las imposiciones de “género”: dragones, heridas mágicas, combates de espada… No solo nos despistamos un poco con estas dosis de prolijidad insulsa, sino que la fuerza ejemplar de la alegoría (ciertamente, era más sencillo pasar de los Balcanes a cualquier otra situación similar) se dispersa y debilita en la impresión de que el autor se ha entretenido demasiado en el pastiche. Pese a todo, si algún escritor con vocación de artista me ha seguido hasta aquí estoy seguro de que estará relamiéndose.

Todos aquellos que sientan una pereza insuperable ante la eventualidad de narrar en orden cronológico y como si fuese una crónica decimonónica con su personajes principales, sus descripciones y diálogos, sus episodios y sus insoportables secundarios campechanos… pueden acogerse a la intuición genial de Ishiguro y sostener la novela sobre el esqueleto de un sofisticado juego metafórico donde se intente calcular el equilibrio entre lo que debemos olvidar para seguir adelante y lo que debemos reconocer (y restituir) para que el olvido no equivalga una rendición intolerable que reavive la urgencia de los agravios. Una indagación novelesca sobre la posibilidad o el colapso de un relato que integre las distintas visiones de nuestra reciente historia común y sus tensiones.

Buena suerte a todos, me encantaría leer esa novela.

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