La propagación de liderazgos o gobiernos del espectro de las derechas, que apelan a un discurso o emprenden programas políticos tradicionalmente entendidos como populistas, suscita una revisión de las coordenadas ideológicas de América Latina en el primer cuarto del siglo XXI. Denunciar las oligarquías, renegar de tradiciones liberales o socialistas, confundir el nacionalismo con el nativismo o acusar a opositores de enemigos de la patria nunca han sido gestos privativos de las izquierdas. Pero cuando todo eso se mezcla con la demagogia, el caudillismo o la militarización pareciera que la plataforma antiprogresista está girando sobre su eje.
Desde las aproximaciones al populismo de gobiernos que, a fines del siglo XX, impulsaban reformas neoliberales como los de Carlos Saúl Menem en Argentina, Alberto Fujimori en Perú o Carlos Salinas de Gortari en México, quedó clara aquella capacidad de desplazamiento del estilo populista. Esa maleabilidad ideológica, sin embargo, podría conducir a pensar el populismo como un gen de la historia latinoamericana y caribeña, reemplazando el lugar que antes se ha concedido al caudillismo o el autoritarismo. La mayor dificultad para ese enfoque, como advirtiera hace dos décadas Guy Hermet y ha recordado recientemente Kurt Weyland, proviene de una larga historia en la que el populismo ha sido muy diversamente adoptado o repelido por las izquierdas y las derechas, las democracias y las dictaduras.
Anota Pierre Rosanvallon en El siglo del populismo (2020) que, a pesar de su inasible polisemia, el concepto de populismo es inevitable por su gran capacidad de identificación de fenómenos históricos y contemporáneos de la política moderna. Lo mismo podría decirse del concepto de revolución, cuyos muy disímiles usos latinoamericanos y caribeños entre los siglos XIX y XX generan distorsiones y manipulaciones retóricas, que en modo alguno justifican una renuncia al término. Las revoluciones y los populismos como experiencias históricas, y también como reservas simbólicas, están adheridos a los discursos y las prácticas de la izquierda contemporánea latinoamericana, a pesar de que desde hace tres décadas predomina la forma democrática de gobierno en la región.
Es interesante explorar esa memoria afectiva de la tradición revolucionaria y populista, en la izquierda latinoamericana, como una modalidad de la melancolía política estudiada por Enzo Traverso. Pero más pertinente tal vez sea contrastar o contrapuntear las representaciones ideológicas que parten del duelo de la izquierda, por sus derrotas en la Guerra Fría, con el ejercicio real del poder en las izquierdas gobernantes, sobre todo, en las dos primeras décadas del siglo XX. Un enfoque de ese tipo arroja que la melancolía ideológica sustenta un proceso de desideologización que avanza por medio de la entronización de elementos autoritarios en la política doméstica y de una racionalidad neorrealista y geopoliticista en la política exterior.
Como el de revolución, el concepto de populismo en América Latina ha vivido un itinerario zigzagueante desde mediados del siglo XX. Tras las primeras experiencias de gobierno del peronismo en Argentina y el varguismo en Brasil comenzaron a producirse visiones contradictorias sobre su significado. En publicaciones del humanismo antifascista, como la revista mexicana Cuadernos Americanos, que dirigía Jesús Silva Herzog, aparecieron artículos de los argentinos Sergio Bagú y Risieri Frondizi que presentaban el populismo como una versión latinoamericana del fascismo.
El intelectual argentino Ezequiel Martínez Estrada, ya instalado en Cuba, incluyó apuntes sumamente críticos sobre el peronismo en su libro Diferencias y semejanzas entre los países de América Latina (1962). Según Martínez Estrada, la Revolución cubana y su radicalización socialista hacían evidente el continuismo colonial y oligárquico de proyectos populistas como el peronismo. En la Argentina de Perón, “el Estado se reorganizaría como un cuartel, adoptando públicamente el catecismo de los teóricos de la guerra total, Clausewitz, Bernhardi y Schlieffen”. Sin escatimar adjetivos, Martínez Estrada calificaba los populismos latinoamericanos como “Estados totalitarios”, basados en “apotegmas bárbaros” y en la “línea tradicional” y la “formación mental” de los “ultramontanos”.
Aunque la crítica a los populismos desde las izquierdas socialistas o marxistas se mantuvo durante buena parte de la Guerra Fría, en los años cincuenta y sesenta surgieron visiones más matizadas como la de Gino Germani, que destacaban las dinámicas de inclusión social de aquellas experiencias. Carlos de la Torre ha documentado ese desplazamiento semántico que desemboca en los estudios de Torcuato Di Tella y Octavio Ianni en los años setenta. Pero, tal vez, la más clara línea de apropiación del legado populista desde la izquierda latinoamericana arrancó con la relectura del siglo XX argentino y brasileño que propusieron autores como Vânia Bambirra, Theotônio dos Santos y Marcos Kaplan en la antología de Pablo González Casanova América Latina: historia de medio siglo (1977).
Cuando se publicaron aquellos textos, América Latina se encontraba en plena consolidación de las dictaduras militares del Cono Sur y de intensificación de las revoluciones de Centroamérica. El contexto de la Guerra Fría, en el que Cuba se afincaba dentro de la órbita soviética y México perfeccionaba su política de triangulación y compensación de sus vínculos cada vez más absorbentes con Estados Unidos, favorecía una visión comprensiva de la experiencia populista, alejada de la tradicional descalificación comunista del populismo como fascismo o demagogia pequeñoburguesa.
Dos Santos y Bambirra llamaban “revolución” al ascenso de Getúlio Vargas al poder, en 1930, y destacaban las políticas de inclusión social, proteccionismo e industrialización, sustitución de importaciones, dilatación del mercado interno y crecimiento de las clases medias del Estado Novo. Kaplan, por su parte, regresaba a la formulación del populismo como “bonapartismo”, legible en Marx y en Trotski, y definía el proyecto peronista como una contradicción entre la preservación de la hegemonía clasista de las élites agroindustriales y la extensión de derechos laborales y cooptación del movimiento obrero. Con todo, la definición de Kaplan del peronismo como un “movimiento esencialmente conservador y gatopardista” estaba todavía en deuda con la vieja crítica de las izquierdas socialistas y comunistas al populismo.
El desplazamiento analítico sobre los populismos, que emergió entonces entre círculos de la izquierda cercana a las tesis de la Cepal y la teoría de la dependencia, había tenido un antecedente relevante en la visión de algunos trotskistas como el argentino Jorge Abelardo Ramos. En su Historia de la nación latinoamericana (1973), Ramos había valorado positivamente el nacionalismo y la industrialización del Estado Novo y observado cierta dimensión de izquierda en el varguismo, como contraposición al avance del estalinismo burocrático en Luís Carlos Prestes y el comunismo brasileño. En el mismo sentido, Ramos consideró que, “a pesar de sus limitaciones de clase, el régimen peronista llevó adelante una política de amplia progresividad histórica”.
Las transiciones a la democracia desde diversos regímenes autoritarios, durante los años ochenta y noventa, fueron desventajosas para la revaloración del populismo desde las izquierdas. La reconstitución del pacto democrático, el sistema de partidos y los procesos legislativos y electorales produjeron una automática reactivación de orientaciones liberales, democratacristianas y socialdemócratas que hicieron girar el espectro ideológico al centro. La negociación del espacio político de las transiciones, en muchos países, suscitó una moderación, por la cual, las derechas e izquierdas más radicales, ligadas a los polos de confrontación de la Guerra Fría, perdieron protagonismo.
La evolución intelectual y política de algunas figuras, como Celso Furtado y Fernando Henrique Cardoso en Brasil, impulsores de las tesis de la Cepal y la teoría de la dependencia, que se sumaron a los gobiernos de la transición, o Juan Carlos Portantiero y José Aricó en Argentina, defensores de una democratización socialista inspirada en Antonio Gramsci, que se volverían referentes del socialismo democrático en los años ochenta y noventa, es muy reveladora de ese proceso.
Conforme las transiciones se adentraron en la última década del siglo XX, tras la caída del Muro de Berlín y la descomposición del campo socialista en Europa del Este, comenzaron a rearmarse izquierdas y derechas que miraban al pasado de las revoluciones y los populismos aprovechando el contexto de la post-Guerra Fría. Un autor como el venezolano Carlos Rangel sería precursor de una visión del siglo XX latinoamericano y caribeño donde las revoluciones y los populismos se hacían indistinguibles en una suerte de magma programático común. Su ensayo Del buen salvaje al buen revolucionario (1976) sería el punto de partida de otras versiones más difundidas del mismo relato, en los años noventa y 2000, como el Manual del perfecto idiota latinoamericano (1996) de Plinio Apuleyo Mendoza, Álvaro Vargas Llosa y Carlos Alberto Montaner.
En aquellos ensayos, lo mismo que en otros posteriores de Carlos Raúl Hernández, se funden el populismo y el comunismo como corrientes de la izquierda revolucionaria latinoamericana, hermanadas antes y, sobre todo, después de la caída del Muro de Berlín. La historia intelectual y política de la izquierda regional, sin embargo, registra más conflictos que armonías entre los populismos clásicos y los diversos socialismos, sin excluir al comunismo prosoviético, sobre todo, antes de la Guerra Fría. En coyunturas específicas como la Revolución boliviana de Paz Estenssoro y el Movimiento Nacionalista Revolucionario, la guatemalteca de Juan José Arévalo y Jacobo Árbenz y la cubana de Fidel Castro y el Che Guevara, las tres fundamentales de la Guerra Fría, entre los años cincuenta y sesenta, se produjeron eventuales alianzas entre todas las izquierdas posibles, populistas, nacionalistas revolucionarias, socialistas, comunistas e, incluso, católicas.
La gran difusión de las guerrillas, como efecto de la influencia de la Revolución cubana, en los años sesenta y setenta, profundizó aquellas alianzas, no exentas de purgas y conflictos internos tanto en el Cono Sur, los Andes o Centroamérica. En contra de una visión estereotipada de las guerrillas, que opera lo mismo desde la izquierda que desde la derecha, las guerrillas latinoamericanas, según estudios recientes de historiadores como Aldo Marchesi, Vera Carnovale, Eugenia Palieraki o Arturo Taracena, estuvieron muy lejos de seguir mayoritariamente el modelo del foco revolucionario rural, defendido por el Che Guevara y Régis Debray. Hubo debates intensos y ajustes de cuentas entre partidarios de uno u otro modelo dentro de los proyectos guerrilleros.
Lo que también concluyen estos autores es que, doctrinalmente, llegó a producirse un desplazamiento mayoritario hacia diversas modalidades de marxismo. La aproximación, ya fuera al marxismo-leninismo ortodoxo de la urss y Europa del Este, al maoísmo chino, al guevarismo o a variantes más complejas de la guerrilla urbana, se dio desde coordenadas nacionalistas revolucionarias, como las de México, el Caribe y Centroamérica, peronistas o goulartistas, como las de Argentina y Brasil, o católicas posteriores al Concilio Vaticano II y próximas a la teología de la liberación, que tuvo presencia en casi todos los países de la región.
De esa mezcla, en que se diluían los perfiles del populismo anterior a la Guerra Fría, salió la rearticulación de las izquierdas latinoamericanas después de la caída del Muro de Berlín. Cuando el pt impulsó la creación del Foro de São Paulo a principios de los años noventa, era difícil advertir sobrevivencias directas del populismo clásico en aquella alianza. Los movimientos sociales antineoliberales de los noventa, como los Sin Tierra brasileños, las Madres y Abuelas de la Plaza de Mayo en Argentina, el Sindicato Cocalero de la región de Cochabamba en Bolivia o el Ejército Zapatista de Liberación Nacional en México, no se presentaban como continuación o reformulación de los populismos clásicos.
Fue con la llegada de Hugo Chávez al poder a fines de la década y, sobre todo, con la radicalización ideológica que siguió al fracasado golpe en su contra en 2002, que comienza una reformulación del populismo clásico, dentro de la izquierda latinoamericana. Para 2006 o 2007, cuando gobiernan Lula da Silva en Brasil, Néstor Kirchner en Argentina, Evo Morales en Bolivia y Rafael Correa en Ecuador ya han sido creadas Unasur y el Alba, ya están circulando, al menos, varios flancos teóricos que avanzan en una reapropiación del populismo clásico desde la izquierda. Por un lado, están las tesis de Ernesto Laclau en su influyente libro La razón populista (2005); por otro, los ensayos más ideológicos de Heinz Dieterich Steffan sobre el “socialismo del siglo XXI”; y, finalmente, los estudios del vicepresidente boliviano Álvaro García Linera sobre el comunitarismo socialista y la potencia plebeya.
En esos tres flancos paralelos, pero sobre todo en el abierto por Laclau y García Linera, tuvo lugar una reapropiación del populismo clásico. Algunos elementos como la economía mixta, el control de recursos estratégicos por el Estado y la diversificación de relaciones internacionales fueron explícitamente asumidos por las nuevas izquierdas. El constitucionalismo, que también fue una constante en el populismo clásico, reapareció como un horizonte común en las izquierdas bolivarianas. Teóricos del nuevo constitucionalismo, como Roberto Viciano Pastor, Rubén Martínez Dalmau, Roberto Gargarella o Pedro Salazar, encontraron en las nuevas perspectivas orgánicas y dogmáticas de las constituciones de Venezuela, Ecuador y Bolivia, aciertos e interrogantes muy parecidos a los planteados por el viejo populismo.
Después de aquella reinvención del populismo en la izquierda bolivariana de la primera década del siglo XXI, los más recientes gobiernos progresistas, en la mayor parte de los países latinoamericanos, han evitado extremos autoritarios. Los tres sistemas políticos que, por diversas vías, cruzaron el umbral de la normatividad democrática, el cubano, el venezolano y el nicaragüense, siguen incólumes. La pregunta es si alguna otra izquierda o una nueva derecha podrían lograr una transgresión de la democracia de gran calado. Cualquier respuesta, sin embargo, seguirá refutando la pretensión de definir el populismo como código genético de la historia latinoamericana y caribeña. ~
(Santa Clara, Cuba, 1965) es historiador y crítico literario.