Petare, en el municipio Sucre del estado de Miranda, en la periferia de Caracas, es uno de los barrios más grandes, pobres y violentos de América Latina. Medio millón de personas se hacinan en las laderas de los cerros en casas de ladrillos sin terminar. El pasado 30 de julio, en cuanto los medios oficiales dieron a conocer la supuesta reelección de Nicolás Maduro, sus vecinos salieron a protestar y se enfrentaron a los motorizados maduristas.
Desde cadenas televisivas de los poderosos medios oficiales, Nicolás Maduro, Diosdado Cabello y Jorge Rodríguez, dirigentes máximos de la llamada “Revolución bolivariana”, sostuvieron que aquellas protestas estuvieron protagonizadas por “vándalos”, “delincuentes”, “criminales”, “drogadictos” y “terroristas”, a las órdenes de Edmundo González Urrutia y María Corina Machado, líderes de la oposición, que participaron en las elecciones del 28 de julio.
A pesar de que esa cúpula madurista respaldó los protocolos de una larga y difícil negociación entre el gobierno y la oposición, que logró su mayor claridad en los acuerdos de Barbados de octubre de 2023, con el fin de ofrecer garantías para la realización de comicios relativamente equitativos, desde semanas previas a la jornada del 28 de julio Maduro y sus aliados decidieron que en Venezuela estaba en curso un golpe de Estado, del cual las elecciones eran un capítulo más.
Según esta narrativa, que reprodujeron con constancia y sistematicidad medios como Telesur, Granma, Cubadebate, Página/12 y La Jornada, González Urrutia y Machado eran “conservadores” y “fascistas” que, de acuerdo con un plan de Estados Unidos, utilizaban bandas criminales para derrocar a Maduro. Las elecciones, que el propio gobierno venezolano acordó, programó y ejecutó, formaron parte de ese plan, destinado a provocar una guerra civil y un “baño de sangre”.
Desde días antes del 28 de julio, la agresividad de este lenguaje dejó ver las pocas posibilidades de unos comicios transparentes y verificables en Venezuela. A la criminalización de las protestas, en un sentido muy parecido al que aplicó el gobierno de Miguel Díaz-Canel en Cuba, cuando el estallido social del 11 de julio de 2021, se sumó la abierta amenaza de procesamiento judicial y orden de arresto contra González y Machado, y la detención de algunos de sus partidarios, como el exdiputado Freddy Superlano.
Durante los días y semanas siguientes a la elección, Maduro, Cabello y Rodríguez mantuvieron el mismo tono, delatando una sensación de derrota. No es que siguieran hablando como políticos en campaña sino que hablaban como políticos de oposición, como si se defendieran de una nueva hegemonía ya establecida en Venezuela. Una hegemonía que, naturalmente, ligaban al poder mundial de Estados Unidos.
Desde la época de Hugo Chávez, los dirigentes de la “Revolución bolivariana” se acostumbraron a hablar como parte de un bastión que resistía el liberalismo global. Pero Chávez hablaba también como poder, es decir, como líder en posesión de una probada popularidad y una compacta mayoría. Esa fuerza política, construida con votos en sucesivos ejercicios de sufragio, lo mismo elecciones que referéndums, dependía de una oposición competitiva, siempre y cuando no creciera demasiado.
Los herederos de Chávez, desde que perdieron la mayoría de la Asamblea Nacional en 2015, dejaron de hablar así. Se convirtieron en un grupo que resistía dentro y fuera a la vez, que distorsionaba por la vía autocrática los elementos distintivos de la economía, la política y la geopolítica del chavismo. Existe un marco interpretativo en el análisis sobre Venezuela que da por descontada la continuidad entre chavismo y madurismo. El politólogo y periodista argentino José Natanson no lo piensa así y asocia la actual “desdemocratización” de Venezuela a un colapso interno del chavismo en la última década.
En su más reciente libro, Venezuela. Ensayo sobre la descomposición (Debate, 2024), Natanson describe Petare como un microcosmos de la nación venezolana. Allí conviven los múltiples sujetos de la implosión del chavismo: cárteles de la droga, bandas urbanas, colectivos maduristas, grupos paramilitares, asociaciones de mujeres… El barrio más peligroso de la ciudad más peligrosa del planeta es un caótico laboratorio de la crisis terminal del chavismo.
A la vez que criminalizaba a sus contendientes en unas elecciones pacíficas, Maduro arreciaba la penalización de las protestas populares. Tras el estallido del 30 de julio en Petare y otras localidades del país, anunció que los detenidos, que en pocos días llegaron a ser más de dos mil, se enviarían a las cárceles de máxima seguridad de Tocorón y Tocuyito para que “paguen por sus crímenes ante el pueblo”. También dijo que se construirían dos nuevas megacárceles, como las de Nayib Bukele en El Salvador, que funcionarían como granjas productivas y de reeducación, que ayudarían a construir carreteras y caminos, como en la época de la dictadura de Juan Vicente Gómez.
La debacle del sistema de seguridad de Venezuela, según Natanson, no está desvinculada del desplome del chavismo a través una política económica que abandonó su vocación social, por medio de la transferencia de fondos al combate de la pobreza y la desigualdad, y su aferramiento a un extractivismo desbocado. No fue esa estrategia económica, únicamente, resultado de las sanciones o del fin del llamado “boom de los commodities” sino una apuesta racional de la élite político-militar-empresarial del madurismo por una opción oligárquica.
El desenlace de aquella decisión fue una mezcla explosiva de hiperinflación, desabastecimiento y caída de la productividad, especialmente en el petróleo, que se colocó por debajo del millón de barriles diarios. La emigración se disparó de manera dramática, llegando a registrar más de siete millones de venezolanos en el exterior, que equivalen al 22% de la población del país. Las flexibilizaciones del mercado que introdujo Maduro en los últimos años no lograron revertir el descalabro económico.
También avanzó la desdemocratización en el plano estrictamente político con el aumento de la represión y la concentración del poder en el círculo cercano a Nicolás Maduro. El chavismo heredó al madurismo algunos dispositivos de la autocratización, como la reelección indefinida y el partido hegemónico, pero Maduro reforzó la médula antidemocrática del sistema desconociendo a la Asamblea Nacional opositora, encarcelando, inhabilitando y deportando a opositores y reeligiéndose de manera espuria en 2018.
Por último, habría otra dimensión del avance de Venezuela a una variante de despotismo, desconocida en la historia contemporánea de América Latina. Me refiero a la dimensión internacional, que Natanson localiza en el atrincheramiento antiliberal de Maduro por medio de sus alianzas con Rusia, China, Irán, Cuba y Nicaragua. Ese sectarismo diplomático, que solo en parte se explica como respuesta a las sanciones de Estados Unidos y la Unión Europea, alejó a Venezuela del entorno democrático latinoamericano y la condujo a un aislacionismo que, sin embargo, resultó favorable a la deriva autoritaria.
Todo esto hizo de Venezuela, en el primer cuarto del siglo xxi, el caso más emblemático de autocratización de una democracia en América Latina. La influencia del chavismo en la izquierda latinoamericana y caribeña, basada en la gran capacidad de promoción que sufragaban los ingresos petroleros, llegó a definir toda una corriente en la política y la geopolítica regional. El modelo bolivariano se reprodujo en Bolivia y Ecuador, marcó la agenda de organismos regionales como Mercosur y Unasur, controló la Comunidad del Caribe (Caricom) y, a través de la Alianza Bolivariana, tuvo un peso considerable en la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (Celac).
Con Maduro, aquel protagonismo regional se vino abajo. El desconocimiento de la Asamblea Nacional y la superposición de la Asamblea Constituyente, que antecedió a la proclamación de Juan Guaidó como presidente interino, partió en dos a América Latina y el Caribe. El Grupo de Lima y la Alianza del Pacífico escenificaron muy bien aquella pugna regional hasta años recientes. En los últimos tiempos, sin embargo, la red de respaldo de Maduro se vio cada vez más limitada a la Alianza Bolivariana.
La proclamación del triunfo de Maduro en las elecciones del 28 de julio, sin el soporte empírico de las actas de escrutinio, fue rechazada por la mayoría de los gobiernos de la región. En pocos días, un amplio grupo de naciones desconoció la reelección de Maduro o reconoció la victoria de la oposición, encabezada por Edmundo González Urrutia y María Corina Machado. El conflicto poselectoral produjo un inédito consenso de las democracias de la región, gobernadas por la izquierda o la derecha, que se deslindaban de la ilegal proclamación.
Solo cuatro gobiernos –los de Cuba, Nicaragua, Bolivia y Honduras– reconocieron el triunfo de Maduro. No importó a esos gobiernos que el Consejo Nacional Electoral (cne) violara varios artículos de la Ley Orgánica de Procesos Electorales (lope) de Venezuela, que se habían aplicado a todas las elecciones venezolanas en el periodo chavista y de 2013 para acá, cuando Maduro, luego de vencer a Henrique Capriles Radonski, por un estrecho margen, se entronizó en el poder violando una y otra vez la misma legislación.
Al final, la diferencia entre el resultado del cómputo de la oposición (de 67% a favor de Edmundo González Urrutia y María Corina Machado) y el del gobierno a favor de Maduro (de 51%) se ubicaba en 16%, una buena cantidad de votos que solo podía producirse por medio de una flagrante manipulación del sufragio. Como en tantos otros casos de fraude electoral en América Latina, la alteración de los resultados solo podía exponerse por medio de una auditoría independiente, algo difícil en Venezuela, donde tanto la autoridad electoral como el poder judicial están en manos del gobierno.
El académico Javier Corrales, profesor en Amherst College y autor del libro Autocracy rising. How Venezuela transitioned to authoritarianism (Brookings Institution Press, 2023), propuso una tipología del fraude electoral en América Latina. Habría elecciones sucias, que acortaban la ventaja del opositor, como la de Carlos Salinas de Gortari en México, en 1988, contra el candidato de la izquierda Cuauhtémoc Cárdenas, reelecciones claramente irregulares, como la de Joaquín Balaguer en República Dominicana en 1994 o la de Alberto Fujimori en Perú en el año 2000. Pero la de Maduro de 2024, también reelección, únicamente cabía dentro de la categoría de comicios robados.
La justificación del fraude electoral, como pudo leerse no solo en el discurso de los máximos dirigentes sino en intervenciones de aliados como el español Juan Carlos Monedero y el ecuatoriano Rafael Correa, que daban como ganador a Maduro desde el mismo mediodía del 28 de julio, a partir de una encuesta fantasma de Miami, recurrió a los sofismas más rebuscados. Se llegó a decir que, como Estados Unidos había mentido sobre las armas de destrucción masiva en Irak, el fraude electoral en Venezuela era una ficción.
Contra ese acto de posverdad en toda regla, se desplegaron las actas electorales de la oposición, que empapelaron la ciudad de Caracas en las semanas que siguieron al 28 de julio. Pocas veces en la historia reciente de América Latina y el Caribe hubo un espectáculo tan elocuente de defensa de la voluntad popular, expresada en el voto. Como en las otras autocracias de la región, Cuba y Nicaragua, el oficialismo venezolano, es decir, el madurismo, es una minoría política que se sostiene en el poder desconociendo esa voluntad popular. ~
Este texto aparecerá publicado en la edición impresa de septiembre de Letras Libres.
(Santa Clara, Cuba, 1965) es historiador y crítico literario.