Retorno del hijo pródigo: Diario de lectura de diarios

La lectura de sus diarios revela que el novelista José Donoso y el cineasta Raúl Ruiz compartían muchas obsesiones: las casas habitadas por fantasmas, el folclore, los monstruos, la preocupación por lo que significaba ser chileno.
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5 de abril de 2024

Tavelli, 11 de la mañana. Leo más o menos al mismo tiempo los diarios de Raúl Ruiz –Diarios de Raúl Ruiz (1993-2011), Ediciones UDP, 2017– y el segundo volumen de los de José Donoso –Diarios centrales. A season in hell (1966-1980), ediciones udp, 2023–. Son dos personas que conocí y no conocí. Personas que pude conocer y no conocí del todo, porque no quisieron conocerme y porque no hice el esfuerzo tampoco de sobrepasar sus prejuicios (y la corte de admiradores que los rodeaban). Donoso de hecho rechazó abiertamente que fuera parte de su consagratorio taller a pesar de ser muchas veces recomendado para ello. Rechazado no por mis libros aún inexistentes (tenía diecinueve años) sino por ser nieto de mi abuela, que había sido su mejor amiga y por eso mismo su íntima enemiga (y en su cabeza algo así como una novia). Ruiz me rehuía por una razón semejante, ser amigo y un poco discípulo de su amigo y examigo el novelista Germán Marín. Es justamente lo que me duele de los diarios; los gustos musicales, literarios, las inquietudes políticas, artísticas, el humor, los amigos y los enemigos, todo eso lo podría haber discutido horas y horas tanto con Ruiz como con Donoso. En muchos de esos temas no solo nos habríamos entendido, sino que era difícil encontrar en Chile otros contertulios que compartieran más complicidades comunes. Podría haber aprendido de ellos, y, confieso sin modestia, siento que habrían aprendido también algo de mí. Mis libros podrían haberles gustado, confieso con pudor, tanto como me gustan sus novelas y sus películas y sus diarios, donde siento que falto, no solo yo como sujeto, sino mis libros. A los tres nos obsesiona la chilenidad, pienso, y las razones por las que no fuimos amigos (ni enemigos) son eso mismo, netamente chilenas. Ser el nieto de alguien, ser el amigo de un examigo. Nos alejó la proximidad. Un examigo y una abuela que representan justamente en los diarios de ambos los más temido de la chilenidad, el chisme, la maledicencia, la envidia, pero también, en el caso de mi abuela, el humor sin cuartel, la aristocracia que vota por Allende. Me aleja tanto de Ruiz como de Donoso algo que es esencial a su obra, que es esencial a la mía, que es esencial a la chilenidad, que no es otra cosa que la desconfianza. Eso de conocernos demasiado y querer por eso mismo desconocernos, Ruiz que justamente cuenta que evita en la calle a Germán Marín, y que este también lo evita, fingiendo cada uno a su lado de la vereda que no ve al otro. Chilenidad pura.

6 de abril de 2024

Por lo que leo, ninguna referencia de Ruiz a Donoso. Tampoco de Donoso en Ruiz, aunque se explica por los años en que fue escrito (1966-1980). Sin embargo, están ahí nombres que se cruzan: Patricio Guzmán, Guillermo Cahn y Carlos Flores, gran amigo de Ruiz este último que filmó Pepe Donoso (1977), un inmejorable documental casi ficción sobre Donoso que tiene algo de una película de Ruiz. Son muchas las obsesiones que comparten estos dos: las casas habitadas por fantasmas, los monstruos en el jardín, el folclore chileno, Buñuel, Dinesen, el inevitable surrealismo de los dos. La chilenidad, por supuesto, como una opresión, como un encantamiento, como una brujería, como una marca indeleble. La novela de Donoso Casa de campo, que tiene muchos primos entre sus personajes, solo podría haber sido adaptada por Ruiz, que filmó a Proust, del que Donoso fue quizás el mejor lector chileno. Tiempo perdido, la novela corta de Donoso (parte de Cuatro para Delfina de 1982, Delfina que es Delfina Guzmán, actriz de las primeras películas de Ruiz) es también perfectamente ruizeana. En ella un grupo de bohemios chilenos arrastra los nombres de los personajes de Proust por bares de mala muerte chilenos, para terminar por despedir a uno de ellos después de una noche interminable, en el aeropuerto de Los Cerrillos. Los ademanes de anciana inglesa que toma té y habla de Jane Austen no le permitieron seguramente a Ruiz adivinar a ese Donoso ruizeano. Obsesionado por encontrar un director que filmara sus novelas, lo intentó con Antonioni y Buñuel. Tampoco Donoso pensó en Ruiz, que vivía a una noche en tren de Barcelona. La distancia obvia de sus temperamentos y los prejuicios sociales de Ruiz (que se quería creer de clase media) y sexuales (los pocos homosexuales o bisexuales de su mundo tenían que serlo con total discreción) convirtieron a Silvio Caiozzi (director de fotografía de las películas chilenas de Ruiz) en el director donosiano que Ruiz no quiso o no pudo ser. Sus adaptaciones de Donoso pecan justamente de una literalidad de la que Ruiz era felizmente incapaz –la adaptación de Palomita blanca (1973) de Lafourcade, rival generacional de Donoso, viola de manera perfectamente fructífera la novela–. Las películas basadas en Donoso de Caiozzi son técnicamente irreprochables, pero el arco narrativo es demasiado convencional, lo que hace que muchos de los filmes del tándem sean largos, penumbrosos, pesados (aunque todos muy por encima del promedio del cine nacional). Insiste en el realismo de Donoso y no en el delirio paranoide de él que en Chile solo podría haber entendido Ruiz. Separa a Ruiz y Donoso justo lo que los une: el humor. Ruiz es un niño voluntariamente feliz, esa felicidad que resultaba imposible a la neurosis implacable de Donoso. Perpetuamente herido, violentado, asustado, y al mismo tiempo siempre dispuesto a transgredir las órdenes que Ruiz nunca transgredió del todo, el orden de clases para empezar, del que Ruiz se protegió inventándose un lugar en una clase media imaginaria, masculina, patriarcal, alcoholizada, un Chile que aseguraba era uno de los círculos del infierno que se le olvidó a Dante recorrer, pero del que se salvó como pudo apenas pudo convirtiéndose en Raoul, como lo llamaba en Francia Cahiers du Cinéma. La paz del prestigio europeo. El perdón del cinearte. Lo que Donoso no hace nunca del todo, queriendo ser lo que no podía ser nunca, “un caballero chileno”, un “señor bien”, une a la tragedia esencial de sus novelas una personal, la de querer pertenecer al país que sin parar atraviesa con su escalpelo, que desuella sin piedad para luego, con una pasión infructuosa, tratar de abrazar el cuerpo por él mismo destrozado.

9 de abril de 2024

En el restaurante Japón que Ruiz solía frecuentar en Santiago, quizás porque la comida japonesa le resultaba más fácil de digerir por su diabetes gástrica: diabetes, hígado destrozado, cáncer, semanas y semanas en el hospital, muchos exámenes. Su diario, como el de Donoso, es el diario de su enfermedad, de sus enfermedades: las dos gástricas. En el caso de Donoso, las úlceras perpetuamente nerviosas que casi siempre estaban relacionadas con el fin de sus novelas. Insomnio también, visitas al doctor, perpetuo estado de debilidad. Ruiz es mejor paciente que Donoso porque sabe que su enfermedad es consecuencia del vino y la comida que ingiere, de un tipo de vida a la que no puede renunciar pero que tampoco canta o alaba, sino que soporta. Hedonista desapasionado, gourmet tranquilo. Nada, se sabe condenado y acepta su condena. Se cuida y descuida, suavemente. El trabajo ritma su vida, que es en general también una dosificación de su energía ante la muerte que pareciera haber sabido siempre inminente. Cuando Marín lo conoció (¿1961, 1962?) le contó que en un año más se quedaría ciego, y que sería entonces el primer cineasta ciego de la historia. Una de las tantas mentiras o mistificaciones en que se especializó. Siempre se supo condenado, pienso, quizás por eso el apuro por filmar (120 películas más o menos), tomar, comer, viajar, todo sin exaltación, sin ruido casi, como el hijo único que no dejó de ser. Lo mismo la monogamia al menos aparente de los diarios. Valeria es su pasión exclusiva, un amor también calmado con sus distanciamientos, sus celos, sus dudas que se aclaran. Otras mujeres se adivinan solo a lo lejos, lo mismo en Donoso y sus otros romances de ambos sexos. Aunque su relación con Pilar es una de las fuentes más constantes de sus tormentos. Pilar toma mucho, lo odia, lo ama, lo culpa de su desgracia, no es la madre que debería ser. Hasta su menstruación es motivo de alarma. Los padres de ella son otro campo de batalla, y la hija adoptada escribiría justo antes de suicidarse el más conmovedor y terrible testimonio de esa paternidad en Correr el tupido velo (2009). Quizás la parte más desesperante del desesperante diario de Donoso es el intento de este de mantener un equilibrio doméstico, una vida burguesa, patriarcal (à la Fuentes, Gabo, Vargas Llosa), unas cuentas saneadas en contra no solo de su propio instinto, de su sexualidad, de su paranoia, de la inconstancia de sus ingresos y egresos.

10 de abril de 2024

Tavelli de nuevo. Hacía años que no venía tantas veces aquí. Preciosa la escena en que la madre de Ruiz muere y se la vuelve a encontrar en el pasillo de su departamento entre el espejo que engorda y el que adelgaza. Una de las escenas más conmovedoras de la literatura chilena. El hijo buscando por la casa donde el fantasma de la madre puede interrumpirlo para sorprenderse de que lo espere en el lugar más olvidable del pasillo. Ese lugar, descubre después, donde ella se paraba para invitar a la mesa. El hijo único recorriendo ese pasillo como volviendo al vientre materno. El consuelo cuando encuentra el fantasma, la sensación de que su muerte no será nunca completa. Todo esto sin sentimentalismo alguno. El espejo que engorda y el que adelgaza como resumen de la vida humana. En Donoso la madre y la casa de la madre, la casa de Holanda, es también motivo de preocupación perpetua. Miedo a perderla, miedo a la locura hereditaria, el delgado equilibrio de las mentes familiares. La casa de Holanda como bautizo. El haber vivido en ella le permite a su sobrina Claudia merecer la confianza del tío. Confianza que se convierte luego en desconfianza total y otra vez en confianza… Amor, temor, odio a su familia, de la que no puede ni quiere salir nunca. Donoso que no se explica sin esa casa, sin esa madre. Yo que vivo con la mía (mi madre), en la mía, entiendo y no quiero entender. El hijo que nunca termina de nacer. El hijo que se hace escritor o cineasta por eso mismo, porque son profesiones que no te separan nunca del todo de tu madre, materialmente incluso. Profesiones que en Chile te condenan a vivir con tu madre (como Lihn o Ruiz recién casado o cuando vuelve a Chile). La madre que muere en Ruiz y deja la casa donde se instala el hijo que solo le sobrevive unos tres años. Como si no tuviera ese permiso, esa franquicia, tener una casa propia en Chile. Vivir para la madre, huir de ella (Donoso en España y Estados Unidos, México, Ruiz en Francia con largas escalas en Portugal) para sentirse perpetuamente culpable por abandonarla. El padre en Ruiz y Donoso correcto, tímido, gentil, ambos reclaman ser olvidados, ser abandonados por estos hijos que fueron criados, único en el caso de Ruiz, delicado en el caso de Donoso, para acompañarlos para siempre y se fueron y no hacen otra cosa que irse.

11 de abril de 2024

La muerte de la madre en el diario de Donoso es anunciada en una sola frase. “Murió mi madre y paso un mes y medio en Chile”, anota en una frase entre otra serie de acontecimientos que resume en sus diarios los dos meses de 1976, durante los cuales ha dejado de escribir en los cuadernos que componen su diario. Esa muerte apenas anotada viene precedida el año anterior de largos monólogos interiores en que intenta explicar las diversas razones por las que no va a viajar a Chile a verla agonizar. Razones que van de la dictadura de Pinochet hasta su mudanza de casa, su libro, sus eternos problemas de dinero, pero también la locura de la madre, la sensación que recorre todo el diario de que podría ceder a su ansiedad, a su ambigüedad social, a su hambre, ser ella, confundirse completamente con ella. Todo el diario se resume en la lucha por no ceder a la locura hereditaria, la locura de su origen buscándose otra locura, la de la literatura, la de la novela. Locura en el sentido literal del término, de extravío psíquico, todo a flor de piel, o peor, sin piel, en carne viva en Donoso. El miedo a no salir de la locura que lo rodea incluso en sus intentos de cordura: su hija, su esposa, su casa en Calaceite o Sitges que lo enloquecen más. Sus novelas que también viven el proceso de perder la razón, de moverse de su centro y gritar su desesperación contra las paredes de la herencia. La madre que es a la vez el estigma, pero que es también la única persona a la que no tiene que conquistar, la única que lo amó porque sí, escribe culpándose amargamente por no haber viajado finalmente a verla morir. Porque todas las razones –Pinochet, el dinero, su novela– le resultan ridículas ante ese hecho capital para su vida y su obra que es la disolución de la casa de la calle Holanda. El final de su madre es la pieza que faltará para siempre en el puzle de su obra, que es en gran parte un intento de conseguir un lugar en su familia, en una familia que también quedó sin lugar (“en Talca somos gente bien, en Santiago somos siúticos”, le dijo una tía). Desplazamiento a lo Bacon, rostros recortados en carne viva, borroneo perpetuo de la foto, Donoso se busca otra familia, la de la literatura, la del boom, pero ahí también queda borroneado, movido en la foto.

13 de abril de 2024

Hotel Singular. La tranquilidad de los lobbys de hoteles de lujo, único lugar en que parece natural sentarse muchas horas a escribir. El esnobismo inverso de Ruiz: Deneuve, Huppert y un largo etcétera de actrices y actores que son sus herramientas de trabajo, por los que siente algún cariño, pero ninguna fascinación. Falta de esnobismo que le permite justamente lo que un esnob latinoamericano no conseguiría nunca. Deneuve no podría comer tranquila con un hombre fascinado, del modo febril y sospechoso, lúcido y delirante, con que Donoso se fascinaba por algunas amigas o amigos famosos, poderosos o simplemente bellos. Para Donoso la experiencia de vivir en el centro intelectual de París, en el corazón del cine francés, hubiese ocupado muchas páginas de análisis, de descripción, de culpa y exculpación, como las que consagra por lo demás a Carlos Fuentes, García Márquez, Vargas Llosa y Carmen Balcells. La envidia, eso que Ruiz se prohíbe expresamente (el “pelambre”, el pecado chileno por excelencia, dice muchas veces), que es a la vez el sentimiento más injusto de todos, porque es injusto culpar a otro por no ser tú y él, tú. Y que es al mismo tiempo el más justo de los sentimientos, porque permite evaluar no solo la distancia que te separa del envidiado, sino también la distancia que separa al ser del envidiado de su apariencia, su fama, su vanidad, la distancia entre él y él mismo. Donoso tiene razón entonces en odiar en sus compañeros del boom lo que amaba al mismo tiempo. Donoso, y de ahí su grandeza, lo intenta todo, pero no puede porque es escritor y solo escritor. Pero ¿se puede ser escritor y ser otra cosa que escritor en Latinoamérica? Se puede y no se puede. Decepcionado por la frialdad de García Márquez y Vargas Llosa, por el carrerismo de Carlos Fuentes, pero también por las deficiencias finales de sus libros finalmente didácticos, predecibles, falto de ese lado de misterio que encuentra en Puig. Y Cuba, de la que no entiende ni quiere entender nada, esos escritores que son embajadores de sí mismos. Es finalmente la falla que Donoso encuentra en sus amigos del boom: son en muchas cosas mejores que él, han escrito a veces libros mejores que los suyos, pero son menos escritores que él, menos enteramente escritores que él. De la admiración pasa entonces a la envidia, de la envidia vuelve al desprecio. Cuando ha cerrado el círculo en Barcelona y España, ha cumplido ya su función en su vida y puede volver a Chile. Retorno con que se acaba este tomo de su diario. El próximo: el retorno del hijo pródigo. Es uno de los temas obsesivos de los diarios de Raúl Ruiz, que cubren justo los años en que volvió a filmar y de alguna manera a vivir en Chile, las últimas décadas antes de su muerte. Su funeral en la iglesia de la Divina Providencia, y el cura que lo despidió como lo que era para él, un compañero de curso del colegio de los Padres Franceses. Sus películas, sus medallas, sus premios, sus años en París, detalles sin importancia.

15 de abril de 2024

Donoso se acuesta con un joven de veinticinco años (él ya tiene cincuenta y tantos) en uno de sus semestres en Estados Unidos. Sabe que será la última vez que algo así le suceda. Experiencia incompleta como siempre cuando se trata de hombres, anota en inglés. Las veces en que logra acostarse con su esposa la experiencia parece más completa, aunque tenga que pagar un alto coste por ella. Su bisexualidad, que siempre creí hija de las convenciones, como unas ganas de encajar en alguna normalidad, parece más auténtica y completa de lo que creía. O es quizás un simple prejuicio heterosexual el mío, la idea de que quien se acuesta con hombres no puede volver, de manera placentera o normal, a acostarse con mujeres. La homosexualidad atormenta a José Donoso no tanto como una vergüenza social –frecuenta a varios homosexuales asumidos en la Cataluña de la gauche divine–, sino como una especie de lastre, como una especie de debilidad, como una vergüenza íntima. Le aburre la maledicencia de Mauricio Wacquez, su desenfado, su desvergüenza abiertamente homosexual. La homosexualidad es en el fondo para él no solo una falta de virilidad sino de caballerosidad. Es lo que permite todos los chantajes, lo que podría arruinar su disciplina, su contención, la dignidad de su vejez.

23 de abril de 2024

Después de publicar un libro sufro de esas depresiones que le daban a Donoso. La impresión de que este acontecimiento, tan importante en su vida privada, que le había costado tanta energía, en que había cifrado tanta esperanza y desesperanza al mismo tiempo, no llegaba nunca a tener la repercusión que esperaba: una novela, solo una novela, páginas, papel, adelanto, traducciones, premios tal vez. La idea de escribir con el cuerpo, o de poner el cuerpo en juego en la escritura, crearse un tumor que sería la novela y arrancárselo con los dientes. La creación de una novela tiene mucho en él de la ceremonia con que se fabrica un imbunche de esos que pueblan El obsceno pájaro de la noche (1969): monstruo ceremonial mapuche, todos los agujeros cocidos, una pierna doblada cocida también a la espalda, un monstruo que era solo un niño más, encerrado en él mismo hasta reventar. Escribir como quien planea una bomba de tiempo. Publicar como contar los segundos para que explote: y no lo hace, todo queda intacto, todo queda como si nada. En Barcelona, y más en París, hay una cierta vida literaria completamente imposible en Santiago. Escribir, y más aún publicar, no tiene aquí ningún significado. ¿Por qué lo hace uno? ¿Por qué se empeña en decir “escribí este libro”, o peor aún, en publicarlo? ¿Por qué empeñarse en decirle en voz alta al mundo este es mi libro, este soy yo, me entrego, me doy al mundo en un mesón de novedades, digo los secretos que la tribu me prohíbe decir pero que finalmente tampoco importa contar? Recuerdo: Donoso en la feria del libro de la estación Mapocho cuando apenas le quedaban fuerzas, unas semanas antes de morir (¿1995, 1994?), todos los días sentado en el stand esperando para firmar su último libro. Obrero de su propia obra, esclavo de su placer. Atado a lo único que siempre permaneció en todos los cambios, un libro que estaba escribiendo, un libro que acababa de publicar, otro que estaba empezando a pensar escribir. El resto tan frágil, tan desollado, tan desabrigado, el hombre viejo en su stand esperando para seguir firmando la tarde entera y la mañana.

26 de abril de 2024

Conciencia de la fragilidad del tiempo en Ruiz, que es la de su cuerpo preso de una fístula primero, una diabetes después, un cáncer finalmente, que es lo que le permite acceder a adaptar El tiempo recobrado (1999)no solo desde la especulación intelectual sino desde una cierta sensación sensible que la película por momentos logra reproducir. “La increíble frivolidad de los moribundos”, cita el mismo Ruiz a Proust para contar los últimos días de su padre “el Capitán”. Cita que podría aplicarse a todo el diario, que es finalmente un “diario de muerte”, un diario de despedida que se resigna a veces a serlo, para luego resistirse a la simple despedida para multiplicarse en proyectos y más proyectos, muchos de ellos inverosímiles para un hombre enfermo. Ruiz se cuida y descuida en partes iguales a lo largo de todo el diario, mira el mundo en que vivió con una melancolía que tiene que ver también con que vuelve a filmar en Chile, historia que justamente cubren los diarios que son el diario también de un retorno al país natal. Un retorno que como El tiempo recobrado le permite primero espantarse con los fantasmas de lo que fue su tiempo y su país para después, justamente como en Proust (y en Donoso), encontrar en el baile de esos fantasmas, en el juego simultáneo de lo que fueron y en lo que se convirtieron, una redención posible. Ruiz y Donoso que no han hecho quizás otra cosa que retornar a Chile, es decir, al fin del mundo que es también el comienzo. ~

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