De dónde han de venir las almas camino a ningún nombre* (Las que van, ¿o también las que vuelven recién?)

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En hospitales que daban para pensar en
la pleamar apenas empezaba a soplar el
aquilón de cada tarde a eso de las cinco,
Hart Crane vio el fondo sin poder estar
lejos, quiso conocer las primeras veces
de la resurrección a ras de solo sargos y
halló, airecillo que había visto lo mismo:
el álgebra del olvido preocupado por las
almas malditas llegando últimas al limbo.
Como huido de los cuerpos en un cuadro
de Géricault, Hart Crane, una suposición.
Nunca encontraron el suyo, los milagros
de la invisibilidad lo hacen por su cuenta
al desaparecer, al viento, le cuesta la vida
y otro año encontrar las causas del tiempo.
Como si al azar enlazara seres de bíceps y
etmoides, en vilo mantuvo el boato su voz
contrarreloj, no estaba la marea con ánimo
para querer, se sintieron los ojos rodeados,
como si durmieran ambos de repente por ir
perdiendo las ganas, la respuesta al primer
pesar solitario perduró a duras penas sorda,
pena que, pensándolo al soñar, valió la pena.
Viajaba en un buque calmo llamado Orizaba,
iba a Nueva York de Veracruz en la fecha del
mes, pues, nada nunca vivo muere a deshora.
En el telegrama enviado por el Captain había
poco para leer: “Hart Crane cayó por la borda
al mediodía de hoy. El cuerpo no se recuperó.”
Luego de un rato, el silencio tuvo menos para
oír, la vida, como debiera ser, fue solo esa vez. ~

* En 1931 Hart Crane ganó la beca Guggenheim. Se la otorgaron para que escribiera un poema épico sobre México, el cual, según decía el poeta, se convertiría en el libro de poesía con lenguaje más difícil jamás escrito, superando en desafío de lectura a La tierra baldía de T. S. Eliot. Crane tenía la idea, sospecho después de haberle dado vuelta al asunto por décadas, de que era posible escribir un poema largo que mezclara la sintaxis del inglés con la del castellano de América (al decir de Andrés Bello, a quien seguramente nunca leyó). Ese mismo año viajó a la capital mexicana y por un tiempo se instaló en un hotel del centro, el que, según pude averiguar, estaba ubicado en la calle Uruguay en las inmediaciones del Eje Central Lázaro Cárdenas. Se vino abajo durante el terremoto de 1985. En la recepción del establecimiento pidió que le llevaran a la habitación una máquina de escribir (no creo que fuera una Royal Commander igual a la que usaba Hemingway en Key West). Grande fue la decepción de Crane, monolingüe, al comprobar que la máquina no escribía “en español”, como había pensado. Acicateado por la abundante ingesta de alcohol, se enojó y la tiró por la ventana. Podría haber matado a alguien. Ese mismo día lo echaron del hotel. Frustrado tras constatar que lo imposible no era probable –la máquina no obedecía órdenes como Alexa–, y por otros conflictos que lo agobiaban, algunos de ellos de índole romántica, decidió regresar a su país. En Veracruz tomó un barco que lo llevaría a Nueva York. Cuando la nave estaba en medio del Golfo, de México, no de América, el 27 de abril de 1932, salió a la cubierta, saludó amablemente a todos los presentes, se quitó la ropa, la ordenó con extremado cuidado, tal cual hace la gente antes de irse a dormir, y se lanzó al agua. Desapareció al instante de la superficie. Hasta la fecha nadie sabe si fue comido por los tiburones o se fue nadando al cielo. Dudo que lo segundo fuera posible: en el agua no hay Lázaros. Tenía 32 años.


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