Fortalecido y no endurecido de una prisión a otra, de un grupúsculo marxista a otro, contrario a cualquier marximato, pero fiel siempre a su dolorida, gozosa veneración de la condición humana, a su marxismo una y otra vez interrogado, combatido en él mismo, Pepe Revueltas, tal como por primera vez lo vi en la Librería Zaplana de San Juan de Letrán, se adensaba en su morenez mate, en lo compacto y resistente de su estatura más bien baja. Un amigo que lo acompañaba le leía en voz alta algún rollo del Marx muerto y comentó: “Bien cavado, viejo topo, como dijo Marx”, y Revueltas, quedito, como no queriendo la cosa, entre dos intensas fumadas a un cigarrillo rudo, respondió: “Como dijo Marx después de que lo dijo Hamlet, compañero.”
Siempre me sucede –así son las cosas– asociar a Pepe Revueltas con el topo de Marx es decir de Hamlet es decir de Shakespeare. Algo de topo en la figura y algo de lechuza en la mirada tras las gafas últimas, sí, pero el topo otra vez y, de otra manera, en su militancia tenaz, intentando abrir galerías hacia la luz a través de la espesa y opaca realidad, laberínticos subterráneos en el zigzag paciente o febril de una dialéctica que, más que de tesis y antítesis, era sístole y diástole, su corazón dialéctico bombeando incansable, inteligente y buen hombre topo. Había en él una pasión de todo lo subterráneo, una fiebre de conde de Montecristo royendo su muro en busca de ese otro latido humano que se oye detrás de la piedra, del cemento y la cal. Ese tema obsesivo de Pepe: la prisión, y por si fuera poco: la prisión dentro de la prisión (como se ilustra en El apando, nombre que se le da a una supercelda de castigo, celda elevada al cubo), la cárcel donde el hombre se queda en la soledad más cerrada, abrazándose desolado en el quebranto. Qué palabra tan de Revueltas esa del quebranto, el momento en que nos quebramos, en que nos “sentimos” como se “sienten” cuando se resquebrajan los jarritos de barro: desde ese quebranto partía la militancia de Pepe Revueltas, desde ese dolor aceptado, analizado, combatido, reaceptado siempre, y hacia el horizonte donde empieza, donde nunca acaba de empezar el acto de cambiar el mundo, la vida, la humanidad…
Excavador excavado. Su alacrancito habitante del oscuro fulgor del interior del cuerpo, allí donde (como cuenta en su relato “Cama 11”) solo llega la cabeza de víbora metálica de la sonda médica para espiar, iluminándolos, obscenos órganos ocultos, las entrañas que fabrican el borborigmo y el gemido y el latido y el excremento. Alucinante geografía interior que somos: paisaje nocturno, cálido, ciego, palpitante. Revueltas en el hospital tragaba la sonda, buceaba fascinado dentro de la profundidad oscura de su cuerpo, en busca de su, decía, “compañerito alacrán”, el natal alacrancito durangueño que se comía secretamente a Revueltas.
Pero, ah cómo no, alacrán dialéctico también: alacrán no solo de la moral, de la idea, sino del humor, no tanto un humor negro como un humor de filo de cuchillo, para quebrarle la madre al quebranto dándole una sopa de su propio chocolate. En alguna reunión humosa de cigarrillos, rumorosa de canciones un tanto anacrónicas y rurales, oí a un Pepe Revueltas enconchado sobre el cáliz confortante de una copa de cualquier alcohol, bueno o malo pero que raspe, desarrollar una de sus anécdotas de aguafuerte, vistiendo su historia fantástica con detalles circunstanciales de una cotidianidad verosímil. Era, digamos, la historia aquella de la Ballena Perseguida. Luego me ha ocurrido oír esa historia contada por varias personas, y según cada una de estas se trataba de la auténtica versión tal como la contaba Revueltas, y ninguna de las versiones era consistente del todo con las otras, con la mía: el hilo argumental es más o menos el mismo, pero los detalles varían y hay varios desenlaces bifurcados. Yo recuerdo el cuento así, con la voz media, mate, nada oratoria, de Pepe:
Yo iba en un tranvía Chapultepec-Zócalo, aquellos traqueteados tranvías melancólicamente amarillos, chirriantes en las vueltas, íbamos ahí muchas gentes, y de la calle comenzaron a llegar gritos de que una ballena se había escapado, herida por los guardianes, del zoológico de Chapultepec, y en la esquina un hombre, un hombre silencioso y con cierta rareza en la mirada, subió al tranvía, se agarró de la barra superior con mano temblorosa y me echó una mirada suplicante, para hacerme cómplice en su quebranto, y de repente, zas, no sé cómo, pero supe que ese hombre era la ballena –y a Revueltas le relampagueaban los lentes, como sonriendo en lugar de los ojos, y se veía que ahora esperaba que alguien le hiciera la pregunta inevitable, y sí, alguien le preguntaba: “¿Y cómo supiste eso, Pepe?”, y Revueltas tenía ahora una triunfal sonrisa labial, porque podía matar el cuento con el tiro de gracia poética–. Sí, el hombre era la ballena, era la compañerita ballena, esa y no otra era la conclusión correcta después de un somero pero riguroso análisis, porque se había gritado que la ballena había recibido un balazo en el corazón, y como estaba agarrado de la barra, su saco se había entreabierto, y en la camisa, a la altura del corazón, había una mancha de sangre que se iba agrandando, y el hombre, es decir la ballena, me suplicaba con la pura mirada: “No digas nada, compañero…” ~
Es escritor, cinéfilo y periodista. Fue secretario de redacción de la revista Vuelta.