Siempre en compañía: Buñuel y sus coguionistas

Desde Marie Epstein a Jean-Claude Carrière pasando por Salvador Dalí, Buñuel escribió los guiones de sus películas con otra persona. Dos de sus colaboradores más constantes fueron Luis Alcoriza y Julio Alejandro.
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Luis Buñuel siempre tramó sus guiones en colaboración. Incluso para el primero, Goya (1926), el único que firmó en solitario, contó con la ayuda de Marie Epstein, directora, guionista y hermana del cineasta Jean Epstein, ambos profesores en la Académie du Cinéma de París en la que estudió Buñuel. Con Marie, Luis estableció enseguida una amistosa complicidad. Ella le ayudó a corregir la redacción de este primer texto cinematográfico, a pulir algunas cuestiones de carácter técnico. Ambos tenían la misma edad y estaban abriéndose camino en una profesión que era completamente nueva.

Muy a menudo Buñuel reconoció sus limitaciones como escritor y el hastío que le producía acometer este trabajo en solitario. Por eso siempre redactó sus guiones literarios con un colaborador, asumiendo la necesidad de tramar con uno o varios interlocutores “para discutir mis ideas” y también para que ellos pudiesen “proponer las suyas”.

Así es como construyó junto a Dalí, mediante un brillante ejercicio de escritura automática, los textos de Un perro andaluz (1929) yde La edad de oro (1930). Y, al cambiar la militancia en el grupo surrealista de Breton por el compromiso con el Partido Comunista, contó con Pierre Unik, uno de sus miembros más destacados, y también con el anarquista Ramón Acín para componer el guion de Las Hurdes, tierra sin pan (1933).

Cuando después de la Guerra Civil y el exilio reemprendió su carrera cinematográfica en México, mantuvo la costumbre de escribir con un colaborador y participar en todos los guiones de sus películas, “aun de las malas”. Trabajó con Mauricio Magdaleno, Juan Larrea, Max Aub, Pedro de Urdimalas, Jaime Salvador, Rodolfo Usigli, Manuel Altolaguirre, Juan de la Cabada, Lilia Solano Galeana, Mauricio de la Serna, José Revuelta, Eduardo Ugarte o José Luis González de León. Aunque de entre todos ellos siempre subrayó su complicidad con “Julio Alejandro, hombre de teatro, buen dialoguista, y Luis Alcoriza, enérgico y susceptible”.

Alcoriza: un sano contrapunto

Alcoriza era un actor de origen español al que la Guerra Civil había sorprendido de gira por el extranjero. No pudo volver y terminó recalando en México, donde su actividad teatral no le daba para vivir. En 1945 se casó con Janet Riesenfeld (1914-1998), neoyorquina de ascendencia judía que hablaba perfectamente inglés, francés, español y alemán. Bailarina de flamenco, actriz y guionista a partir de 1944, los logros de Janet animaron a Luis a probar suerte con la escritura para cine. Y en 1946, mano a mano con su mujer, urdió el guion de El ahijado de la muerte, dirigida por Norman Foster, protagonizada por Jorge Negrete y producida por Óscar Dancigers. Una red de relaciones que iban a ser decisivas en su posterior encuentro con Luis Buñuel.

En la primavera de 1949 Buñuel ya estaba inmerso en la preparación de Los olvidados (1950), aunque apenas le quedaba dinero. Mientras escribía el guion pudo sobrevivir gracias a los adelantos de Dancigers y la generosidad de los Alcoriza, que disfrutaban por aquellas fechas de una posición más desahogada. Consciente de los apuros financieros de Buñuel, Dancigers le propuso dirigir una comedia intrascendente, El gran calavera (1949), a partir de un guion escrito por Luis y Janet Alcoriza. Ambos habían aprendido de Norman Foster a trabajar al modo de Hollywood, con diálogos concisos, primando lo concreto sobre lo conceptual, una sobriedad narrativa que propició su entendimiento con Buñuel, porque tal y como señaló Gabriel García Márquez, Luis Alcoriza era “un escritor excelente, con una práctica cotidiana de cajero de banco”.

En la última secuencia de El gran calavera los Alcoriza y Buñuel jugaron hábilmente con el montaje de frases solapadas para crear tensión al combinar en contrapunto slogans publicitarios con las sentencias tópicas de un sermón de bodas. Hicieron colisionar el recordatorio canónico de los deberes de una casada con las proposiciones más licenciosas del jamón El Diablo o las medias Suspiros de Venus. En La edad de oro Buñuel ya había utilizado un anuncio de medias para hablar del deseoque aquí recupera en otro contexto, para celebrar el triunfo del amour fou frente a una boda de conveniencia, dinamitando con una comedia amable los principios del orden establecido.

El éxito obtenido con esta película permitió a Buñuel centrarse de lleno en la preparación de Los olvidados, que había empezado a idear en los primeros meses de 1949 junto a Alcoriza. Quería escribir una historia sobre niños abandonados y delincuencia juvenil, a partir de los procesos del Tribunal para menores y los expedientes de la Clínica de Conducta de Ciudad de México, emplazando la acción en localizaciones reales para priorizar el tono documental sobre el literario. Por primera vez después de mucho tiempo Buñuel estaba entusiasmado con un proyecto. Tal vez por ese motivo escribió para esta película uno de sus guiones técnicos más rigurosos, con un desglose de planos cuidadosamente establecido en el que cada imagen tiene potencia visual propia. En su concepción del decoupage influyó la poética teórica y práctica de Jean Epstein, más próximo a Cézanne que a Braque por su forma de entender la fragmentación y rearticulación plástica de la realidad. Y partiendo de estos aprendizajes, siguió los postulados de los formalistas soviéticos, señalando que “el filme se proyectó por primera vez en el cerebro del cineasta”. Según Buñuel, la verdadera creación cinematográfica no se producía durante el rodaje, sino en el momento de la escritura del guion técnico y el establecimiento del desglose de planos. De manera muy destacada en aquellas secuencias que tenían una especial relevancia dentro de la trama, como la del asesinato de Julián, cuidadosamente articulada, para la que llegó a prever, de manera excepcional, hasta tres posiciones distintas de la cámara.

Los olvidados esquiva la fábula moral planteando preguntas inquietantes, especialmente aquellas que tienen que ver con el sinsentido del bien y el mal o con la miseria, material y moral. Y para hacerlo se inspiró en las situaciones, imágenes o ideas planteadas en el Rigoletto de Verdi, en Misericordia (1897) de Perez Galdós o en La busca (1904) de Baroja. De esta última provienen secuencias como la del hombre sin piernas cuyo carrito es arrojado cuesta abajo por unos jóvenes delincuentes.

Tras estas colaboraciones, Buñuel valoró la solvencia y el oficio de Luis Alcoriza y lo convirtió en uno de sus coguionistas habituales (El Bruto, 1952; Él, 1953; La ilusión viaja en tranvía, 1953; El río y la muerte, 1954; La muerte en ese jardín, 1956; Los ambiciosos, 1959; El ángel exterminador, 1962). En algunas ocasiones trabajaron con Janet (Si usted no puede, yo sí, 1950; La hija del engaño, 1951), aunque ella se mantuvo siempre en segundo plano y ajena a sus encerronas en San José Purúa. Buñuel y Alcoriza escribían por impulso e intuición, a partir de acciones o anécdotas que les gustasen a ambos.

Durante el verano de 1961, mientras en Europa se levantaba el muro de Berlín, Buñuel decidió rehacer una historia en la que llevaba trabajando mucho tiempo, la de un grupo de hombres y mujeres víctimas de un misterioso encierro, El ángel exterminador. Fue el último guion junto a Alcoriza, que por aquellas fechas estaba centrado en su nueva carrera como director de cine. Se trata además de uno de los pocos argumentos originales filmados por Buñuel, alimentado por historias e ideas contenidas en la Biblia, algunos Episodios nacionales de Galdós, La balsa de la Medusa de Géricault, la obra de Lovecraft y el cine de terror gótico. Después de darle muchas vueltas, Buñuel y Alcoriza resolvieron cambiar el final. Originalmente el guion se cerraba con el estallido de una bomba, una solución que a Buñuel no terminaba de convencerle porque le parecía demasiado fácil y manida. Así que lo sustituyeron por una manifestación multitudinaria, seguida de una dura represión policial que precedía a un nuevo encierro, esta vez en una iglesia. Las manifestaciones y algaradas callejeras eran para ambos un recuerdo compartido que vinculaban a España. Buñuel las asociaba con el pistolerismo y las revueltas que se produjeron en Zaragoza durante 1917. Y Alcoriza lo relacionaba con las protestas y mítines celebrados en la Puerta del Sol durante la República, seguidas de agresivas intervenciones de la caballería y la guardia civil.

Resulta extraña la complicidad que se estableció entre ambos, porque como recordaba Claudio Isaac, “la figura de Alcoriza contrastaba con la de Buñuel: mientras este era de una sobriedad muy española, el primero, bastante más joven, jugaba un poco a ser un cineasta a lo Hollywood, vistiendo ropa llamativa y paseándose en un Alfa-Romeo deportivo, de dos plazas, descapotable, de un atractivo color rojo”. Pero Buñuel le tomó pronto la medida y llegó a quererlo mucho. Junto con el padre Julián Pablo, los Alcoriza fueron probablemente sus amigos más íntimos y constantes. Los dos Luises construyeron una relación basada en un “sano contrapunto: un constante pique amistoso, muchas reclamaciones mutuas en forma de griterío desordenado y, al final, armonioso”.

El implacable Julio Alejandro

Luis Alcoriza y Julio Alejandro coincidieron trabajando en El ángel exterminador. Buñuel le pidió a Julio que hiciera las veces de director artístico, una tarea que desempeñó diligentemente dotando a la película del ambiente burgués y elitista en el que se inicia el encierro. También ideó insólitos bodegones que emulaban el pesimismo apocalíptico de las vanitas barrocas, como la dispuesta en el umbral imposible de traspasar.

Confió en las habilidades de Julio Alejandro de Castro porque trabajaban juntos desde 1953. Por entonces Dancigers los había puesto en contacto para llevar al cine Cumbres borrascosas (1847) de Emily Brontë. En 1933, Buñuel ya había tramado una primera versión del guion con Pierre Unik y Georges Sadoul. Poco después, en 1936, lo rehízo junto a Jean Grémillon para Filmófono. Y volvió a recuperarlo a su llegada a México en 1946, con el título de Luz que deslumbra. Pero hasta 1954 no pudo filmar este argumento que reescribió con Julio Alejandro y que finalmente llamaron Abismos de pasión. Buñuel valoraba el trabajo de Julio Alejandro por su eficacia, porque era “implacable”, es decir, concienzudo, profesional y trabajador. Pese a que Abismos de pasión se resiente de una inapropiada elección de actores que Buñuel tuvo que aceptar, es posible rescatar algunas ideas e imágenes vigorosas que confluyen en la visión de la novia fantasma, alimentada por Wagner (Tristán e Isolda, 1865), Jean Epstein (La caída de la casa Usher, 1928) y las obsesivas meditaciones de Buñuel acerca del binomio Eros-Tánatos.

Julio Alejandro recordaba que lo primero que Buñuel le había dicho cuando empezaron a colaborar fue que quería hacer películas que gustasen a los amigos y con las que el productor no perdiese dinero. Asumió sin problemas estas premisas porque conocía el oficio, había sido marino, poeta, escritor y guionista para distintos medios, incluida la televisión. Además, tenía una especial habilidad para escribir diálogos conceptuales, de doble filo, en los que se sugiere más de lo que se dice. Así que era el colaborador que Buñuel necesitaba para afrontar sus proyectos galdosianos y trascendentes. El método de escritura habitual de Julio Alejandro consistía en un progresivo y meditado ejercicio de pulido en fases sucesivas, ya que entendía el texto del guion igual que un escultor concibe su obra, como una pieza de madera que es necesario ir desbastando calculadamente

Este es el método que utilizaron en Nazarín (1958). Partiendo de las huellas de la novela homónima de Galdós (1895), construyeron un personaje que era el resultado del cruce entre Don Quijote y Jesucristo. Con él retrataron la condición del ser humano que trata de avanzar incluso cuando se siente paralizado por los redobles de su conciencia –que suenan como los tambores de Calanda–; enfrentado a sus convicciones subvertidas en forma de Ecce Homo riendo a carcajadas y que debe encarar las quiebras humanas y espirituales de una peste. Como se advierte en la secuencia de la moribunda que rechaza la asistencia del sacerdote y reclama la presencia de su amado, una de las más bellas y radicales expresiones del amour fou de la historia del cine.

Lo que a Buñuel le interesaba era construir una imagen cotidiana, que resultase casi aburrida, de los personajes y las acciones, lejos de las representaciones solemnes y magnánimas. Y Julio Alejandro consiguió dar forma a esa demanda, desde Nazarín hasta Simón del desierto (1965).

Juntos supieron dar encarnadura humana a sus protagonistas, como sucedió con Viridiana, la historia de una novicia que sale de la seguridad de la clausura y termina descubriendo su capacidad para decidir. En esta película plantearon una adaptación muy libre de Halma (1895) de Pérez Galdós,combinándola con otras ideas: frases de Shakespeare; una obra teatral de Julio Alejandro titulada El pozo; algunos planos de La viuda alegre (Erick von Stroheim, 1925). Pero además de Galdós, en Viridiana es posible localizar otras referencias, buena parte de ellas emparentadas directamente con el realismo hispano y con la picaresca, como las que tienen que ver con la estructura episódica de la historia o la hechura de los mendigos y las peripecias que los rodean. No solo se inspiraron en fuentes literarias como el Lazarillo de Tormes, sino que también se alimentaron del repertorio iconográfico elaborado por la pintura española, utilizando el bodegón, obras de carácter costumbrista o cuadros de los grandes maestros, entre ellos Velázquez, Zurbarán y Goya. Y como materialización plástica de las reflexiones en torno a la inocencia imposible y la necesidad de justicia en lugar de caridad que propone Viridiana, manejaron algunos referentes pictóricos muy conocidos: El Ángelus de Millet (1857-1859), la Santa Viridiana de Echave “El Viejo” (c. 1600), para cerrar con La última cena de Leonardo da Vinci (1495-1498), que fue uno de los motores iconográficos de la película.

En cuanto a los temas, además del binomio Eros-Tánatos, los dos estaban especialmente interesados en la crítica a la religión entendida como una suma de prácticas supersticiosas parangonables a la brujería, tal y como evidenciaron en Abismos de pasión, en Nazarín o en las discusiones teológicas de Simón del desierto. En esta última película dieron forma a un tema acerca del que Buñuel había estado investigando desde comienzos de los sesenta: los orígenes del cristianismo, las herejías y las derivas de la Iglesia (que terminaría de desarrollar en La vía láctea, 1969). Mezclaron la historia del estilita Simón con el relato de la vida de San Antonio Abad de Jacopo della Voragine, añadiendo las revisiones que de este mito se hicieron durante el siglo XIX desde la literatura (Thaïs, de Anatole France, 1890; La tentación de san Antonio, de Gustave Flaubert, 1874), la teología (Les moines d’Orient, de André-Jean Festugière, 1961) y la pintura (Odilon Redon, Gustave Moreau, Aubrey Beardsley, Domenico Morelli, Lovis Corinth, Félicien Rops, Louis Leloir o Franz von Stuck). El resultado fue un relato sobre la tentación y el diablo que conduce nuevamente al apocalipsis, en este caso nuclear, y apunta a otros temas como el del terrorismo, sugerido en la última secuencia de la película, que no llegó a filmarse por falta de presupuesto. La acción tenía que haber terminado en el desierto, cuando, en lo alto de la columna, el lugar en el que había vivido Simón aparecía ocupado por “Un anuncio de un producto moderno”. Súbitamente, la columna estallaba en mil pedazos, convirtiéndose en polvo como consecuencia del apocalipsis nuclear que habían presagiado los compases de la canción Carne radioactiva, interpretada en un night club de Manhattan por un grupo pop denominado The Sinners. La explosión final materializaba uno de los temas que obsesionaron a Buñuel tras el espanto provocado por la Segunda Guerra Mundial y el recrudecimiento de la Guerra Fría. De hecho, para El ángel exterminador ya había previsto un remate como este que eliminó en el último momento. Solo consiguió terminar con un turbador estallido terrorista su última película, Ese oscuro objeto del deseo (1977).

Buñuel volvió a contar con Julio Alejandro para la adaptación de otro texto de Galdós, Tristana (1970), en el que recurrieron nuevamente a imágenes y temas de ascendencia española. Guionista y director terminaron enfrentándose porque Buñuel se atribuyó buena parte de los méritos del texto cinematográfico. Se reconciliaron gracias a la mediación del productor, Eduardo Ducay, y todavía idearon otros proyectos, como la adaptación al cine de la obra de teatro de Max Aub Deseada (1950), pero nunca se hizo.

Luis Buñuel y Julio Alejandro colaboraron durante casi veinte años.El suyo fue un vínculo nacido de la admiración y el respeto mutuos surgidos mientras intercambiaban ideas. Sin embargo, aunque se apreciaron sinceramente como amigos, Julio no formó parte del reducido grupo de íntimos con los que Luis se reunía cotidianamente en México.

La elección de interlocutor

En México Buñuel procuró escribir con Alcoriza cuando realizaba un cine más pegado a la realidad y necesitaba reproducir el habla cotidiana y popular. Alcoriza era un maestro de lo concreto, pero no terminaba de despegar fabulando en forma de metáfora. Por eso el encuentro con Julio Alejandro fue tan oportuno, en un momento en el que le interesaba dar mayor entidad conceptual a diálogos, imágenes y acciones. Y cuando tuvo la oportunidad de integrarse en la industria del cine francés optó por Jean-Claude Carrière, un coguionista joven e inteligente que dominaba la lengua del país y le ayudó a reflexionar sobre su propia obra cinematográfica.

En las películas de Buñuel es posible identificar con relativa facilidad la intervención de sus colaboradores, a los que eligió, siempre que pudo, dependiendo del tono que quería dar a su proyecto. Pero, sobre todo, los escogió porque se sentía cómodo y seguro, porque se adaptaron a su estricta disciplina de trabajo y confiaba en ellos como interlocutores cómplices con los que podía divertirse y provocar haciendo cine.

Como ha señalado sabiamente Agustín Sánchez Vidal, el estilo de los diálogos de Buñuel estuvo marcado por sus coguionistas. Con Alcoriza fueron ágiles y de aire populista, mientras que junto a Julio Alejandro tendieron a “una serena e inteligente neutralidad” que en ocasiones los hacía “un tanto hieráticos y arcaicos”. Finalmente, con Jean-Claude Carrière llegaron a “la asepsia cartesiana”, acercándose casi a la “abstracción”. ~

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es profesora de historia del cine en
la Universidad de Zaragoza.


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