Fue probablemente el último de los grandes intelectuales venezolanos que, en la mejor tradición del humanismo moderno, albergó la ilusión de ser un homo universalis. Y también fue probablemente el último que vio en Venezuela un acuciante enigma e hizo de su afán por resolverlo una pasión y un destino. Creo que, por muy dispares que resulten, estas dos facetas deberían figurar desde un comienzo en cualquier retrato que se esboce de Arturo Uslar Pietri (1906-2001). Pero casi enseguida tenemos que añadir una tercera: la del pensador americanista, discípulo de Rodó y de Vasconcelos. Instancia mediadora, sin ella no se entienden las otras ni la equilibrada trinidad que acaban formando todas en un solo y mismo personaje. Y es que las tres fueron en verdad tan suyas y las cultivó con tanto esmero que, como muchos aún recordamos, se le sentía igualmente cómodo hablando de James Joyce, del mestizaje en el Caribe o de los ritos funerarios tibetanos. A veces, al calor de una charla, o en el transcurso de uno de sus programas divulgativos, llegaba incluso a pasar de un tema a otro, arrastrado por su entusiasmo y su vasta erudición. Faire du coq-à-l’âne llama la preceptiva francesa a este tipo de saltos. No he olvidado que, con ellos, Uslar Pietri hizo a menudo las delicias de aquellos estudiantes venezolanos que, allá por los años setenta, solíamos convertirlo en blanco de nuestra irreverencia. Hoy pienso que, en realidad, como el gran maestro que era, quizás nos estaba mostrando algo más que entonces ni siquiera vislumbramos: el peso de esos varios siglos de aislamiento colonial que, al separarnos de los otros y, por ende, de nosotros mismos, nos seguían impidiendo concebir una cultura donde el amor por Venezuela, el interés por los vecinos y las cosas del ancho mundo no fueran términos contradictorios o necesariamente disonantes.
Hombre de sumas y no de restas, integrador y más bien conciliante, creo que tampoco vio incompatibilidad alguna entre su temprana participación en la vida pública y su no menos temprana vocación literaria, tal vez porque, en el mundo del que procedía, ni siquiera se planteaba la idea de una alternativa entre el foro y las letras. Su padre, el coronel Arturo Uslar Santamaría, hijo y nieto de próceres y liberales, había llegado a ser gobernador y, durante varias décadas, gozó del favor de dos de nuestros más feroces dictadores: el general Cipriano Castro y su compadre Juan Vicente Gómez. Por el lado materno descendía igualmente de una familia de doctores y notables que nunca vio en su origen corso una excusa para eximirse del deber de “hacer patria”. Obedeciendo a esta vieja exigencia de nuestra ética romántica, y como muchos otros jóvenes de su generación, Uslar Pietri ni pudo ni quiso, pues, escapar al llamado del foro. Es más, no sólo acudió a él muy solícito sino que lo hizo con un entusiasmo que no habría de menguar ni con los errores ni con los reveses ni con los años. Su primera hoja de servicios sigue siendo, hoy por hoy, el testimonio de una carrera precoz y fulgurante: fue diplomático acreditado ante la Sociedad de Naciones a los veintitrés años, presidente de la Corte Suprema del Estado Aragua a los veintiocho, director de Economía del Ministerio de Hacienda a los treinta, ministro de Educación a los 33, secretario de la Presidencia de la República a los 36 y ministro del Interior a los 39. Muchos aún piensan que tendría que haber sido presidente, pero el golpe de estado de 1945 contra el gobierno de Medina Angarita le torció el camino y luego los consabidos avatares de la historia política hispanoamericana –dictaduras, cárceles, exilios– postergaron su candidatura durante casi tres décadas. Cuando por fin se presentó ante los electores, en 1963, como candidato independiente de centro derecha, era demasiado tarde. El país había cambiado y la eficaz maquinaria de Acción Democrática, el partido de masas creado por Rómulo Betancourt, no tuvo mayores dificultades para infligirle una sonada derrota.
Esto no fue obstáculo para que siguiera desempeñando durante muchos años todavía un papel destacadísimo en nuestra vida pública. En la década de los sesenta, fundó el partido Frente Nacional Democrático y fue senador. Más tarde, en los setenta, dirigió el diario El Nacional y animó varios programas culturales en la televisión y la radio venezolanas. Además, fue Académico Correspondiente de la Real Academia Española, también Embajador Permanente de Venezuela ante la Unesco, miembro del Consejo Directivo de dicha institución y, hasta por un período, primer vicepresidente del mismo. Entre las numerosas distinciones y premios que recibió dentro y fuera del país, cabe mencionar la Orden al Mérito de Italia en 1965, la Orden de Rubén Darío en 1966, los doctorados honoris causa de la Universidad de París en 1979 y de la Universidad Simón Bolívar en 1984, el homenaje del Instituto de Cooperación Iberoamericana en 1986 y los premios José Vasconcelos en 1988, Príncipe de Asturias de las Letras en 1990, Rómulo Gallegos en 1991 y Alfonso Reyes en 1998.
Como se habrá entendido, Arturo Uslar Pietri fue uno de los mayores prohombres del siglo XX venezolano y en vida llegó a alcanzar tal estatura institucional que hoy todavía nos sigue impidiendo apreciar en su justa medida la obra del escritor y, en especial, del cuentista. Siete novelas, cinco piezas de teatro, tres libros de poemas, cinco de cuentos y más de veinte de ensayos forman actualmente el corpus principal de su legado. Si pido para el cuentista un tratamiento aparte –y no soy el primero ni el único– no lo hago sólo en virtud de sus muchos méritos ni por traer agua a mi molino. También porque me parece que el autor de cuentos está llamado a desempeñar un papel decisivo precisamente en esa valoración futura de Uslar Pietri que permita releerlo de otra manera, ya al margen de lo que pudo haber representado, para unos y otros, con su imponente figura. Entiéndaseme bien: no quiero decir con esto que las novelas o la importante producción ensayística de mi compatriota no merezcan que se las relea con idéntica atención. Lo que digo es que sus cuentos constituyen hoy el mejor punto de partida para una evaluación más ecuánime de su obra, ya que, por haber sido escritos como piezas cortas y menores, no pesó sobre ellos el mismo tributo que el hombre público les hizo pagar con demasiada frecuencia a sus ensayos y a sus novelas. Recordemos que, si bien en su juventud Uslar Pietri fue uno de los introductores de las vanguardias en Venezuela, en el fondo, y como conservador al fin, tuvo una visión bastante jerárquica de los géneros literarios que lo condujo a concebir la novela como un trasunto de la epopeya y la más alta narración histórica, y el ensayo, como un ejercicio de erudición o el lugar de un elevado debate de ideas. Por el contrario, la cuentística constituyó, desde un comienzo, un espacio más privado y más libre donde Uslar Pietri, lejos del foro, y como a la sombra de sí mismo, fue dando rienda suelta a sus fantasías, memorias y obsesiones.
Porque en el principio está el cuento o, mejor, los cuentos: una larga veintena que va apareciendo entre 1923 y 1926 en las revistas caraqueñas Billiken, Helios y Elite. Algunos tratan de pastores y de bacantes, otros de cortesanas y de artistas incomprendidos; pero todos, en realidad, nos hablan básicamente de los sueños de un adolescente venezolano que ha leído bien a los modernistas y, a través de ellos, se ha acercado a las corrientes dominantes de la poesía francesa finisecular: parnasianismo, decadentismo y simbolismo. No en vano la mayoría de estos textos se parece más a un medallón lírico, o a un poema en prosa a la Marcel Schwob, que a un cuento propiamente dicho. Fiel a sus modelos, nuestro aprendiz de brujo pensaba que los personajes debían ser siempre enigmáticos, los ambientes exóticos y las tramas tan delgadas como ampulosa la retórica y el afán de destacar. Leyéndolo uno no puede menos que comprobar cuán viva y honda era la influencia del retrato simbolista en la Venezuela de la época, ya que estas prosas presentan clarísimas afinidades con la estética de la semblanza hierática y misteriosa que un contemporáneo de Uslar Pietri, el malogrado José Antonio Ramos Sucre (1899-1930), llevará a su realización plena en nuestra poesía. Se sabe que ambos hacían tertulia en Caracas por aquellos años y, a pesar de la diferencia de edades, no es difícil imaginar que hayan compartido lecturas y hallazgos. Pero lo que en Ramos Sucre será obra acabada, en Uslar Pietri quedará en balbuceos y esbozos. La verdad es que hay que agradecerle que ni se haya engañado ni nos haya engañado con el valor de esos cuentos primerizos, tal y como ocurre con tantos escritores a quienes la celebridad les hace creer que hasta sus composiciones escolares merecen recogerse en un libro. Con buen juicio, Uslar Pietri jamás quiso que se recopilaran ni que se volvieran a editar, y no los incluyó en las antologías ni en las selecciones de sus cuentos.
Pero hay más: si es cierto que esos años iniciales de tentativas y ensayos no nos dejan un libro, no lo es menos que muchos de ellos ha de sobrevivir en los libros que vienen y, en particular, en el que inaugura la trayectoria del Uslar Pietri cuentista: Barrabás y otros relatos (1928). En efecto, allí siguen muy presentes las lecturas modernistas de la adolescencia en cuentos como “Apólogo del buen vino”, “Zumurrud” o “El gato con botas”; pero, sobre todo, se hace evidente la persistencia de un proyecto estético fundado en la voluntad de romper con el pasado costumbrista y criollista de nuestra narrativa. Y es que, aun en cuentos con tanto color local como “Miralejos”, Uslar Pietri busca algo más que esa pintura de nuestros paisajes, nuestra lengua y nuestras gentes que dibuje el mapa idosincrático de Venezuela. En este sentido, su oposición en aquel momento al Rómulo Gallegos que preparaba Doña Bárbara (1929) era tan clara y abierta como lo serán luego sus diferencias políticas. Unas y otras se hacen ya patentes cuando Uslar Pietri redacta y publica, ese mismo año de 1928, el manifiesto del grupo de la revista válvula (así, con minúscula), la avanzadilla de las vanguardias que difunde entre nosotros aquella consigna de los años veinte: “renovar y crear”.
Hombres de su tiempo, los jóvenes de Caracas, como los de Buenos Aires, Santiago o México, quieren respirar ahora el último aire de París y, para estar à la page, endosan los más lucientes hábitos de un cosmopolitismo que se asoma en varios cuentos de Barrabás y otros relatos, empezando por el que le da título al volumen: un ceñido texto de inspiración evangélica escrito a la manera del Judas Escariote de Leónidas Andreyev. A mi modo de ver, nuestro novísimo asienta en esas páginas el mejor testimonio de su inmenso talento mostrando un dominio sorprendente de la composición escénica y del diálogo, que ya nunca lo abandonará. Otras fuentes evidentes, o más o menos discernibles, son el Barbuse de “La bestia”, el Quiroga de “La voz” y “El idiota”, y el surrealismo y su fascinación por el discurso de los enfermos mentales, tan presente en el delirio del capitán del “S.S. San Juan de la Cruz”. Para completar nuestro panorama, señalemos que no menos característicos del espíritu de la época son la mezcla de anticlericalismo y erotismo que llenan de provocadores sueños buñuelescos las noches de la monja en “El camino”, o la irónica y escandalosa moraleja de “La tarde en el campo”. Lo esencial, sin embargo, no son estas varias y dispersas influencias sino la posibilidad de asimilarlas y trascenderlas que se trasluce en el libro Barrabás y otros relatos. Releerlo hoy es comprobar que Uslar Pietri debuta en el cuento armado de la indispensable capacidad de hacer propio lo ajeno, muy joven señor de un poder de síntesis y trasformación que ha de permitirle innovar y renovarse dentro de este género como quizá no podrá ni sabrá hacerlo en otros.
Pero no nos adelantemos. Para 1928, Barrabás y otros relatos marca un hito en la literatura venezolana y en nuestra tardía recepción de las vanguardias. Su autor no verá, sin embargo, gloria suficiente en ello, pues su verdadero sueño, como el de muchos de sus compañeros de generación, no es triunfar en Caracas sino, evidentemente, en París. De ahí que, un año más tarde, y casi como cumpliendo con un rito necesario, Arturo Uslar Pietri baja de un tren en la estación de Saint-Lazare y se instala en la capital francesa como el flamante Agregado Civil de la Legación Venezolana.
Lo que sigue es uno de los momentos determinantes de su trayectoria intelectual y literaria. En los cinco años que pasa en París, se hace un contemporáneo de sus contemporáneos y aprende a leer a Gide y a Joyce, y a departir con Desnos, Buñuel o Paul Valéry. Se dice que los sábados asistía a la tertulia de Ramón en La Consigne y que, durante la semana, se dejaba ver en La Rotonde o Le Dôme. Lo seguro es que vive intensamente sus días y sus noches parisinas y, como otros jóvenes hispanoamericanos, descubre cuál es la verdadera alternativa que se le plantea con el triunfo de las vanguardias. Porque una cosa era leer a los surrealistas o a los expresionistas en Caracas, y otra muy distinta respirar directamente el ambiente de crisis histórica de donde procedían esos movimientos. Uslar Pietri, que había llegado a la Ciudad Luz para vivir más libremente su vanguardismo y empaparse de modernidad, va entendiendo que dicho proyecto es, en buena medida, cosa del pasado. Inesperadamente, el poco mundonovismo que había traído en sus maletas desde Venezuela, empieza a crecer y se le agiganta ante el espectáculo del malestar de una cultura que, para los propios intelectuales europeos, había dejado de ser la representación más alta de lo humano. La Primera Guerra Mundial ya lo había demostrado: el Viejo Mundo no podía seguir sirviendo de paradigma. Nuestro venezolano lo capta sin demora y los artículos que escribe en 1930 sobre La decadencia de Occidente son el testimonio veraz de un cambio de actitud y de proyecto. Signo suplementario de este gran viraje, con sus dos amigos más cercanos, el joven periodista guatemalteco Miguel Ángel Asturias y el exiliado cubano Alejo Carpentier, pasa ahora tardes enteras en las terrazas de Montparnasse hablando no ya de Andreyev sino de las historias nacionales de los tres países latinoamericanos. Junto a sus dos camaradas, Arturo Uslar Pietri se lanza así en el París de los treinta a una aventura muy distinta a la de los cenáculos vanguardistas: reinventarnos una identidad venezolana y descubrir el nuevo lugar que le correspondía a la cultura de Latinoamérica en un contexto de crisis y disolución de la hegemonía europea.
Creo que, de los tres, era el que lo tenía entonces más difícil, ya que, para buscar una alternativa mundonovista a Europa, no podía apelar ni al pasado maya, como lo hizo Asturias, ni al referente afrocubano, como lo hizo Carpentier. ¿Dónde podía encontrar, pues, esa esencia de lo que era Venezuela al margen de todos los paradigmas que ya se habían sucedido en el tiempo? La respuesta de Uslar Pietri será doble y, aunque recogerá aspectos de la poética asturiasiana y también de la carpentieriana, tendrá un claro perfil propio. Por un lado, ha de buscar en la historia, en los momentos en que el espíritu de la nación brilló con una fuerza única y diferente; por otro, ha de buscar en la memoria, en los relatos familiares y los recuerdos de una infancia rural que había trascurrido en la región de los valles de Aragua, en la zona central de Venezuela. La primera pista conduce en breve a Las lanzas coloradas (1931), la novela histórica en la que narra un episodio de nuestra gesta independentista; la segunda, unos años después, desemboca en los trece cuentos de Red (1936).
“Una pequeña obra maestra de emoción y finura lírica”, escribe uno de sus primeros lectores, el chileno Ricardo Latcham. Y no le falta razón: Uslar Pietri consigue imprimirle a estas ficciones un intenso contenido poético a través de una estilística por entero renovada, que se aleja definitivamente de la vieja retórica modernista y se inspira en nuevas técnicas de expresión, como la escritura cinematográfica, ya empleada precedentemente en Las lanzas coloradas. Así, el primer cuento de Red, el celebérrimo “La lluvia”, uno de los más antologados de la literatura hispanoamericana, está dividido en seis precisas secuencias donde la alternancia de planos y diálogos pareciera seguir el riguroso orden de un texto concebido para ser llevado a la pantalla. El talento de Uslar Pietri para la composición dramática se hace patente aquí, en unas muy cuidadas escenas de la vida rural venezolana. Además, se acompaña de unas descripciones donde el lirismo de la imagen responde a menudo a las reglas visuales de un encuadre. No en vano varios directores de cine se han interesado en este cuento. El crítico argentino Enrique Anderson Imbert solía citarlo como el mejor ejemplo avant la lettre del realismo mágico, y probablemente lo sea, aunque la emoción que aún produce su lectura está muy por encima de ésa o de cualquier otra categorización. Pienso que es más simple y más justo decir hoy que “La lluvia” es un clásico de nuestra lengua, una pequeña y exquisita joya de arte mayor.
La influencia del cine también se hace palpable en otros cuentos, como, por ejemplo, “El fuego fatuo”. Allí una doble secuencia narra varias escenas de la sangrienta odisea del Tirano Aguirre, evocadas por un coro de brujas que hacen pensar en las de Macbeth. Sin embargo, “El fuego fatuo” representa más una excepción que una regla dentro del libro, ya que, junto a “Gavilán Colorao” y “La negramenta”, es uno de los pocos que se inspira en hechos históricos y escapa del asunto dominante: la pintura de la vida en los pueblos y campos de Venezuela. En efecto, como escribió alguna vez el crítico Orlando Araujo: “a partir de Red, Uslar Pietri va a rescatar de manos del criollismo la temática rural para tratarla más adentro, en la almendra misma del hombre del Nuevo Mundo.” Retorno y transformación: nuestro autor vuelve a aquella literatura de la que originalmente había huido, pero para detenerse ahora en los signos no de lo típico sino de lo singular. Su viaje hacia el interior del país y hacia el pasado se vuelve así un viaje dentro de nuestra conciencia mestiza. De ahí que Uslar Pietri no se preocupe ya tanto por reproducir nuestras peculiaridades lingüísticas, los famosos venezolanismos tan caros a los viejos criollistas, y sí se interese en dotar a sus personajes de una fuerte densidad psicológica a través del monólogo interior y la focalización interna de la perspectiva. De hecho, mucha de la alta poesía de Red procede de este esfuerzo deliberado por hacer que las palabras sean siempre algo más que ellas mismas y traigan los ecos de un paraje lejano: el lugar donde se esconde la irreductible otredad de Venezuela. Para llegar a ella, Uslar Pietri aprende a callarse y nos hace escuchar las voces de los otros que hablan por él, como el loco de “El patio del manicomio”, o con él, como el vaquero que muere de fiebres en “El día séptimo”.
Su libro siguiente, Treinta hombres y sus sombras (1949), se inscribe en la continuidad de esta poética y la lleva hasta sus últimas consecuencias, con una coherencia que pareciera enteramente ajena a los cambios radicales que se han producido en la vida del autor. Y es que el hombre que vive exiliado en Nueva York desde el golpe civicomilitar de 1945 es muy distinto de aquel que había regresado de París en 1934 y, en las columnas del diario Ahora, había lanzado una consigna política que habría de convertirse con el tiempo en el símbolo de todas las promesas incumplidas del siglo XX venezolano: “Sembrar el petróleo”. Uslar Pietri sabe que ha fracasado y ese fracaso le muestra los límites de la comprensión que entonces podía tener del país. Obra de esos años amargos, no es difícil ver en su novela El camino de El Dorado (1947) el intento por profundizar la reflexión histórica sobre la figura del caudillo que ya se había esbozado anteriormente en su literatura. Pero los cuentos, una vez más, llevan un rumbo propio y diferente. Si el Uslar Pietri de Red dejaba hablar a los otros, el de Treinta hombres y sus sombras, consecuente, da un paso más en la misma dirección y sencillamente les cede la palabra.
En efecto, junto a cuentos que habrían podido figurar en la recopilación anterior, como “La noche del rabopelado”, ahora encontramos otros tomados directamente de la tradición oral venezolana. Sirvan de ejemplo “El conuco de Tío Conejo”, “La fiesta de Juan Bobo” y “Maichak”, fábulas, consejas y leyendas que el escritor pareciera limitarse a trasplantar o a transcribir, y de las cuales conserva incluso el estilo anafórico y formulístico, lleno de insistencias y repeticiones. Situados en la frontera entre antropología, folclore y literatura, estos textos señalan uno de los puntos más avanzados de las búsquedas del cuentista: la instancia en que el discurso de la poética criollista empieza a disolverse en sus propias fuentes míticas y populares. Con Treinta hombres y sus sombras, Uslar Pietri se acerca peligrosamente a ellas y, cuando no las reproduce o imita, puede utilizarlas para construir un cuento de Navidad, como “La Misa del Gallo”, o para recrear a algún personaje de nuestra cultura popular, como ese José Gabino cuyo nombre rima con ladrón de camino. Éste no sólo es el protagonista de dos de los mejores cuentos del libro, “La mosca azul” y “El gallo”, sino además una de las criaturas más divertidas, complejas y entrañables imaginadas por Arturo Uslar Pietri en su afán por cernir los rostros posibles de Venezuela.
Treinta hombres y sus sombras incluye también cuentos que ya responden abiertamente a la corriente realista mágica defendida y propugnada por nuestro autor en aquellos años. Es un hecho bien conocido que le debemos la primera utilización del concepto en el campo de la crítica literaria. Fue en 1948 y justamente en un ensayo intitulado “El cuento venezolano”. Allí escribió refiriéndose a las últimas generaciones: “Lo que vino a predominar en el cuento y a marcar su huella de una manera perdurable fue la consideración del hombre como misterio en medio de los datos realistas. Una adivinación poética o una negación poética de la realidad. Lo que a falta de otra palabra podría llamarse un realismo mágico.” Historias como las que nos narra en “El encuentro”, “El venado” o “La cara de la muerte” parecen obedecer con bastante exactitud a esta definición, que marca el otro punto extremo de las búsquedas de Uslar Pietri: la encrucijada donde el criollismo se encuentra con la indeterminación y la duda fantástica, y produce un híbrido categorial llamado el realismo mágico.
“Treinta hombres y sus sombras –ha escrito con razón Jorge Marbán– representa una culminación en el desarrollo de la literatura criollista moderna.” El proyecto de nuestro cuentista llega a una estación terminal. Lúcido, él así lo entiende y, cuando diecisiete años más tarde vuelve a publicar un nuevo libro de cuentos, sorprenderá a más de uno de sus viejos lectores al dar muestras de una formidable voluntad de renovación.
Pasos y pasajeros (1966) parece, ciertamente, obra de otro autor y, en cierto modo, lo es, ya que, con el regreso de la democracia, el Uslar Pietri de los años sesenta no sólo ha recobrado el intenso protagonismo político de antaño sino que se presenta, además, como un intelectual y un escritor más maduro, que ha sabido deshacerse del lastre idealista de su mundonovismo juvenil. Por eso, en vez de seguir persiguiendo el fantasma de una esencia de lo venezolano que se escondería en nuestra cultura más vernácula, ahora nos hace oír las mil voces diversas y mestizas de una Venezuela que cambia con el tiempo. Es verdad que el viejo mundo rural no desaparece del todo de estas páginas y “El prójimo” es un brillante ejemplo de ello; pero el nuevo libro de cuentos es, como el propio país, fundamentalmente urbano, heterogéneo y contemporáneo. En él se pinta a una Caracas ruidosa y conflictiva por la que circulan antiguos coroneles que la necesidad convierte en agentes de seguros (“Yo soy Martín”), peligrosas guerrilleras que se hacen pasar por violinistas (“Caín y Nuestra Señora de la Buena Muerte”), inmigrantes que mueren solos en sus cuartuchos (“Simeón Calamaris”) o aun fracasados y marginales que sobreviven rebuscando en los vertederos de basura (“Un mundo de humo”).
Varias de las novelas que no se escribieron en la Venezuela de los años sesenta –ni tampoco después– están en este libro, a la manera de una serie de instantáneas de nuestra historia inmediata. Pero quizá es mucho más importante destacar cómo entre los distintos cuentos se va tejiendo una callada meditación que, asociando pasado y presente, y en plena restauración democrática, viene a recordarnos de qué está hecha nuestra herencia política. Así, caudillos y caudillitos, temibles dictadores militares, doctores y generales golpistas, guerrilleros y guerrilleras, espalderos, violencia y muchos hombres y mujeres con miedo cruzan por textos como “El rey zamuro”, “La mula”, “El novillo amarrado al botalón”, “El enemigo” y otros dos ya mencionados, “Caín y Nuestra Señora de la Buena Muerte” y “Un mundo de humo”. Uslar Pietri se muestra en todos ellos como un cuentista en plena posesión de sus medios expresivos y como un escritor comprometido a la vez con sus propios abismos y con nuestra memoria común.
Su último libro, Los ganadores (1980), aporta algunos elementos más a este cuadro, alternando cuentos sobre la represión y la tortura en los años cincuenta, bajo la dictadura de Marcos Pérez Jiménez, con narraciones fantásticas e incluso algún gracioso relato sobre las andanzas de un telegrafista de provincia en tiempos de Juan Vicente Gómez: “La pluma del arcángel”. Pero Los ganadores es sobre todo un florilegio de adioses: nuestro autor asienta las últimas correrías de un José Gabino moribundo en “El camino desandado” y “La fosa abierta”, también describe la solitaria vejez de una anciana en “El espejo roto” y la agonía de un humanista en “Las aventuras de Telémaco”. Separándose de sus criaturas y también de sus breves mundos, Uslar Pietri se despide de los lectores de sus cuentos con la gratitud y la serenidad de aquel que sabe que ya ha dicho todo lo que tenía que decir en un género.
En los veinte años que le quedan de vida, dará a la estampa todavía dos de sus novelas más importantes, La isla de Robinson (1981) y La visita en el tiempo (1990), y un sinnúmero de libros de ensayos sobre asuntos venezolanos y americanos. Asimismo, se erigirá en una de las conciencias críticas de nuestra vida pública y, desde esta posición privilegiada, como el sabio de la tribu, intervendrá regularmente en los medios, señalando errores, carencias y peligros. Muchos aún le reclaman que, en febrero de 1992, se mostrara demasiado comprensivo con el grupo de militares golpistas que, liderados por el teniente coronel Hugo Chávez Frías, intentaron derrocar al presidente electo Carlos Andrés Pérez. Pero no habría que olvidar que, en 2001, apenas unas semanas antes de morir, alzó su voz por última vez para advertirle al país del destino aciago que le esperaba en manos de su nuevo caudillo.
Es difícil saber cómo se ha de leer en un futuro su vasta producción literaria, pero insisto en que ninguno de los varios autores que fue nos resulta hoy tan lúcido, versátil y cercano como el cuentista. Con él se tomó libertades que nunca le concedió a los otros y, siguiéndolo, supo ir más allá de sí mismo, hasta esas fronteras de donde proceden sus mejores páginas. Por eso y por mucho más, el cuentista fue en él la realización más cabal del escritor moderno que no puede ni quiere ser un hombre ejemplar, pues, como dijo Camus, ya tiene bastante trabajo con tener que ser. ~