Triunfos y derrotas. Ecos de mayo del 68

Vistas a la distancia, las revueltas estudiantiles en Francia no produjeron una revolución política, pero ganaron la batalla cultural.
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Puede que el famoso mayo de 1968 sea uno de los acontecimientos políticos y culturales más sobreinterpretados del siglo XX. En los cincuenta años que nos separan de aquellas revueltas estudiantiles, mitificadas casi al día siguiente de ocurridas, se ha dicho casi de todo. Pero ¿qué fue lo que pasó realmente durante aquel año? ¿Por qué el 68 se convirtió en una especie de parteaguas simbólico de la historia cultural de Occidente? El nuevo libro de Ramón González Férriz responde estas preguntas. 1968. El nacimiento de un nuevo mundo traza un gran fresco de lo que ocurrió ese año. Entrelazando cronológicamente episodios sucedidos en tres continentes y en ocho países, el autor va mostrando el trepidante paso de los acontecimientos que, país por país, ciudad por ciudad, fue dejando cadáveres en las calles, revueltas en las universidades, disturbios en las pantallas del televisor y el total desconcierto en las cúpulas políticas de varias potencias mundiales.

El gran angular que utiliza González Férriz para contar lo que sucedió a lo largo de este año revela cosas sorprendentes. A pesar de su magnetismo histórico, el mayo francés pierde su corona como el hecho político más relevante del 68. Cosas mucho más serias estaban en juego en Checoslovaquia, donde los estudiantes se rebelaban contra la injerencia soviética; o en España, donde se enfrentaban a una dictadura y eta, después de arrojar su primer muerto en un retén policial, pasaba de la conspiración política al terrorismo. Y qué decir de México, donde centenares de estudiantes cayeron acribillados por las balas del ejército mientras se manifestaban contra el perverso autoritarismo del PRI. A su vez, en Estados Unidos los jóvenes eran enviados a morir en Vietnam y las tensiones raciales, avivadas desde hacía décadas, estallaban con el asesinato de Martin Luther King. Alemania iniciaba el 68 con un asesinato y terminaba con un colofón violento, la banda Baader-Meinhof. En Italia incubaban los años de plomo, y en Japón, por culpa de la guerra de Vietnam, se revivían los viejos fantasmas nucleares.

El 68 fue un año en el que pasó de todo, y en el que todo cambió y todo siguió igual. González Férriz muestra muy bien esta contradicción en este libro tanto como en uno previo, La revolución divertida (Debate, 2012), en el que analiza las consecuencias de las revueltas de los sesenta. El 68 cambió la manera de hacer política, pero no supuso esa transformación radical que se asocia a la euforia revolucionaria. En ningún país removió los cimientos del poder. La derecha francesa arrasó en las elecciones legislativas del 68. Los soviéticos endurecieron la dictadura checoslovaca. Quien fuese secretario de Gobernación durante la masacre de estudiantes, Luis Echeverría Álvarez, fue elegido presidente de México en 1970. La dictadura franquista siguió intacta. El derechista Nixon ganó las presidenciales estadounidenses en el 68. Y ni en Alemania, Italia ni Japón las estructuras políticas o sociales se vieron afectadas.

A pesar de los brotes de violencia, el 68 no condujo a ningún tipo de revolución política ni a ningún cambio de sistema. Es posible que tampoco fuera esa la intención de Daniel Cohn-Bendit ni de los demás jóvenes que encendieron la mecha en la Universidad de Nanterre. Más allá de manifestar el descontento y el malestar a la autoridad, las movilizaciones no tuvieron un objetivo político concreto. Muy probablemente querían la cabeza de De Gaulle, pero es posible que de haberla obtenido no habrían sabido qué hacer con ella. A pesar de todo esto, el mayo francés sí fue la celebración de un triunfo. Como escribe González Férriz, antes del 68 “las costumbres eran más rígidas, y las expectativas de disciplina y sumisión al grupo, mayores”. Lo que celebraban los jóvenes en las calles de París es que todo esto estallaba por los aires.

No debe extrañar que el sexo fuera uno de los detonantes de las protestas. Desde marzo de 1967 los estudiantes de Nanterre se quejaban porque la universidad impedía a los hombres entrar en las residencias femeninas. Y del malestar sexual al inconformismo social –la sensación, a partes iguales, de vivir en un sistema creado por los viejos, anacrónico y retrógrado, y de estar siendo educado para encajar en una maquinaria que empequeñecía la vida– había un paso. Tan trascendentes como frívolos, esos fueron algunos de los detonantes del mayo francés. No daban para revertir las democracias burguesas, pero sí para generar cambios relevantes; no alteraban la administración del poder, pero sí los estilos de vida y las costumbres.

Esto fue lo que definitivamente cambió en 1968. Puede que los sesentayochistas hubieran perdido la batalla política, pero sin duda ganaron la batalla cultural. El mundo nuevo al que se refiere González Férriz es ese. Aquel mítico mayo fue una performance contracultural que puso ante los ojos del mundo un hecho evidente. Los valores de la vanguardia que privilegiaban lo joven, lo nuevo, lo arriesgado y lo rebelde habían dejado de ser propiedad exclusiva de sectas marginales y ahora pertenecían a la mayoría. El cambio de valores se había efectuado. Los jóvenes ya no iban a vivir como sus padres. Bastaba que empezaran a ocupar los espacios de poder en la cultura y en la educación para que se conformara un nuevo statu quo.

Para muchos resultó un triunfo agridulce. El capitalismo y las corrientes de pensamiento liberal incorporaron con bastante facilidad la legitimación social y cultural de las demandas del sesentayochismo, que incluían, principalmente, la libertad sexual y la autonomía del individuo frente al Estado. La revolución fue asimilada por el mercado y el hedonismo y las libertades individuales por las ideologías predominantes. Eso no significa que las guerras culturales hubieran terminado. Ahí siguen. Lo que sí logró el 68 fue legitimar ideas y actitudes libertarias que siguen vigentes en el mundo occidental. La mezcla de frivolidad juvenil, sincretismo (o confusión) ideológico, demandas de autoexpresión y libertad individual, legitimación del placer, causas sociales e irreverencia ante lo sagrado y solemne, se reveló en las calles de Francia como un nuevo conjunto de valores apetecible para las nuevas generaciones. La cultura que heredamos los nacidos en los setenta contiene todos esos elementos. Podemos odiarla o amarla, pero no hay duda de que desde ahí pensamos, actuamos, creamos y consumimos. Los libros de González Férriz son un revelador retrato de los cambios culturales que han moldeado las sociedades contemporáneas. ~

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(Bogotá, 1975) es antropólogo y ensayista. Su libro más reciente es El puño invisible (Taurus).


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