A cry for help, a hint of anaesthesia
Colony (1980)
“El punk parecía estar ‘acabado’ casi antes de que hubiera empezado realmente”, afirma Simon Reynolds, en Postpunk. Romper todo y empezar de nuevo, un panorama completísimo de una de las últimas vanguardias del rock. A decir del crítico, la salida en 1977 de Never mind the bollocks, de los Sex Pistols, demostró que la energía contestataria del punk podría terminar engendrando un disco como cualquier otro y, peor todavía, con resultados autoparódicos, a juzgar por las letras incendiarias de Johnny Rotten envueltas en sonidos de rock convencional. A partir de entonces, el punk se fracturó en una vertiente populista, empeñada en hacer una música sin muchas pretensiones artísticas y más preocupada por transmitir la rabia urbana, y una vanguardia decidida a destruir la tradición musical, incluso si esa búsqueda la conducía peligrosamente al elitismo.
De aquellas bandas hermanadas por el impulso de innovación más que por el estilo –Public Image Ltd., Joy Division, Talking Heads, Devo, Cabaret Voltaire–, Joy Division es quizás el caso más llamativo por el número casi ridículo de canciones que grabaron, repartidas en un EP, dos álbumes y cinco sencillos. Comparados con sus rivales de Manchester, The Fall –a quienes, con 32 discos en su haber, apenas tararean sus familiares–, Joy Division ha mantenido una inquietante popularidad, en particular entre quienes nacieron una década después de que el grupo se disolviera abruptamente. Ni siquiera Nirvana necesitó tan poco para ganarse un lugar en la historia.
El documental de Grant Gee, Joy Division (2007), buscó descifrar la fascinación que ayer y hoy despierta la banda de Manchester, a través de decenas de entrevistas realizadas por el periodista Jon Savage a los miembros sobrevivientes –el guitarrista Bernard Sumner, el bajista Peter Hook y el baterista Stephen Morris– y con figuras claves de la escena musical mancuniana, como el diseñador Peter Saville, el representante Rob Gretton y el presentador de televisión Tony Wilson, fundador de la discográfica independiente Factory. Consciente de las limitaciones de una película de hora y media, en la que obligatoriamente hay que alternar los testimonios con fragmentos de conciertos, material de archivo e imágenes de una ciudad considerada la “cuna del capitalismo”, Savage armó una versión extendida de aquella aventura en un libro, a fin de poner en primer plano la voz de los involucrados.
Una luz abrasadora, el sol y todo lo demás es el fruto de ese trabajo periodístico y, a la vez, un intento por contar desde dentro la desgarradora vida breve de Joy Division, con el corazón puesto entre junio de 1976, el mes en que Sumner y Hook asisten, al igual que el futuro vocalista Ian Curtis, a un concierto de los Sex Pistols que los inspirará a hacer música propia, y mayo de 1980, en el que Curtis se ahorca con una soga. Savage traza con fortuna el ascenso de una banda que luego de componer canciones intrascendentes pronto desarrolló un estilo innovador –gracias a la aguda melodía de bajo que se volvió característica, una guitarra discreta, una batería sin visos de humanidad y la hipnótica voz de Curtis, quien, más que cantar, por momentos parecía estar recitando desde el centro de una habitación vacía– y su fin repentino, con el que nace el mito de Curtis, pero también su fantasma contra el cual el resto de Joy Division parece estar peleándose a lo largo del libro.
A pesar de que era una misión imposible, se agradece que Una luz abrasadora trate al menos de separar la historia de Joy Division del drama de Curtis, en busca de la creatividad colectiva del grupo, que debe más a un insólito trabajo en equipo que al genio de una sola persona. La sensación de “aislamiento” de la que habla uno de sus temas más conocidos (“Isolation”) obedecía no solo a cierto espíritu de la época sino a la manera en que componían, sin la cual no pueden entenderse discos como Unknown pleasures o Closer. De acuerdo con Hook, durante sus ensayos, nadie sabía a ciencia cierta lo que el otro estaba tocando –o siquiera de qué trataban las letras de Curtis– debido a que su equipo de sonido “era una calamidad”. A menudo, improvisaban sobre cualquier cosa que se le ocurriera a alguno de los miembros, ensamblaban a la buena de Dios y ejercían eso que Morris llama “una democracia”. Una vez establecida la estructura general, Curtis escribía la letra a partir del montón de hojas que guardaba en una caja y con las que trabajaba con ánimo artesanal. “Lo que hacíamos –sostiene Sumner– era ignorarnos, cada uno en su propia isla, y entonces nos asegurábamos de que lo que estábamos haciendo sonaba bien, y no le prestábamos atención a lo que estuvieran haciendo los demás, al menos no de una manera consciente.”
Acaso por llevar hasta sus últimas consecuencias ese principio de incomunicación, Curtis terminará por apropiarse de la historia de la banda, por más empeño que ponga el libro en equilibrar la relevancia de los participantes. De ser el tipo elocuente y educado de las primeras páginas, poco a poco Curtis va adquiriendo un protagonismo cada vez mayor, hasta convertirse en un espectáculo en sí mismo, debido a los ataques de epilepsia que sufría durante las presentaciones y que, en un principio, se confundían con su intensa forma de comportarse sobre el escenario. “Podía ser don Educado, don Amable –cuenta Sumner–, y de repente, sin que nadie se diera cuenta, cuando estábamos en la tercera canción, notabas que empezaba a pasar con él algo raro y se ponía a destrozar el escenario, a arrancar los tablones del suelo y a tirárselos al público. Entonces salías del escenario e Ian estaba cubierto de sangre, diciendo: ‘Puta mierda, ¿qué ha pasado aquí?’.”
A pesar de esos episodios en los que era más que evidente el mal estado de salud de Curtis, “su familia se negó categóricamente a hablar de ello”, dice su viuda Deborah. Sus compañeros de banda también lo dejaron solo: “Era como ver a alguien sufrir y saber que no puedes hacer nada”, asegura Sumner. Los doctores le habían aconsejado acostarse temprano y no exponerse a luces intermitentes, lo que, en pocas palabras, significaba abandonar sus sueños de ser una estrella de rock. Los medicamentos ayudaban más bien poco (los tomaba por ensayo y error) y el propio Curtis contribuía al problema –aceptando conciertos, mintiendo sobre cómo se sentía– porque odiaba depender de los demás.
Primero intentó suicidarse con fármacos, pero llamó a la ambulancia a medio proceso, porque “había oído que, si no tomas suficientes pastillas, entonces puedes sufrir daño cerebral”. Ya en el hospital, debió haber permanecido bajo cuidados, pero la banda decidió no cancelar un concierto que tenían programado por esos días y que terminó con el público enardecido y aventando cosas. La amante de Curtis, Anne Honoré, dice que sus letras de aquella época –que darían origen al álbum Closer– pueden leerse como un insistente llamado de auxilio, al que nadie estaba prestando atención. “Quizá para los demás fuera literatura, que en cierto modo lo era, pero también era una manifestación de su depresión.”
La calidad de las canciones de Curtis es por demás reconocida, sin embargo, el giro autobiográfico que adquirieron de repente sus temas no fue un asunto que les interesara a sus allegados. Si sus lecturas de Ballard, Kafka y Gógol moldearon sus primeras composiciones, a mediados de 1979 empezó a escribir con mayor regularidad sobre su propia experiencia. “Parece claro que [al inicio] Curtis usaba sus libros como generadores de tono, como portales hacia los mundos y épocas que deseaba habitar”, afirma Savage en su introducción a En cuerpo y alma, las letras completas de Joy Division. El punto de inflexión fue “Love will tear us apart”, que marcaría el momento en que las palabras de Curtis tomarían un tinte personal, un cambio que nadie quiso escuchar, obsesionados, como estaban, en hacer su “propio trabajo”. Resulta sintomático que aquellas canciones –en las que se escuchan cosas como “Madre, lo intenté; créeme, por favor; / hago todo lo que puedo”– no se imprimieran hasta muchos años después. Gretton justificaba esa decisión con su afán de que el oyente “se esforzara por intentar entenderlas”, pero, en vista del trágico desenlace, da la impresión de que todos estaban haciendo su mejor esfuerzo por ignorar al elefante en la sala de grabación.
El 18 de mayo de 1980, a pocos días de que Joy Division iniciara una gira por Estados Unidos, Ian Curtis se ahorcó en su casa, luego de tomar una botella de whisky y ver una película de Werner Herzog. Las últimas páginas de Una luz abrasadora, el sol y todo lo demás dan cuenta de los sentimientos contradictorios que el hecho despertó en su círculo cercano. Entre la tristeza, el enojo y la frustración, un buen número de los entrevistados busca de algún modo apelar a su propia inocencia: eran jóvenes, el hambre de éxito los había cegado a tal grado que no veían a un hombre pidiendo un respiro, nadie en aquella época sabía lo suficiente de la enfermedad. Pero en lo que todos coinciden es en desmitificar a Curtis, en bajarlo del pedestal en el que lo ha colocado una sociedad necesitada de ídolos. Fue un veinteañero, increíblemente talentoso, lidiando consigo mismo y con las complicadas dificultades de ser un recién llegado al mundo adulto. Nada más, pero también nada menos, que eso. ~
Jon Savage
Una luz abrasadora, el sol y todo lo demás. Joy Division. La historia oral
Traducción de Javier Blánquez
Ciudad de México, Sexto Piso, 2021, 382 pp.
Ian Curtis
En cuerpo y alma. El cancionero de Joy Division
Traducción de Daniel Gascón
Barcelona, Malpaso, 2015, 240 pp.
Simon Reynolds
Postpunk. Romper todo y empezar de nuevo
Traducción de Agostina Marchi y Matías Battistón
Buenos Aires, Caja Negra, 2013, 560 pp.
es músico y escritor. Es editor responsable de Letras Libres (México). Este año, Turner pondrá en circulación Calla y escucha. Ensayos sobre música: de Bach a los Beatles.