Un viaje a la semisemilla

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Hurgando la genealogía de algún poeta fui a dar a un sitio en la red llamado Geneanet. A través de él se accede a los registros del pasmoso Seminario de Genealogía Mexicana en el que varios estudiosos, dirigidos por Javier Sanchiz (UNAM) y Víctor Gayol (ColMich), recopilan registros bibliográficos, de archivo y aportaciones de los curiosos amateurs.

Explorada la parentela del antedicho bardo, me ganó la curiosidad y me abismé en la secuencia de genitori y genitoque, como llama el de Aquino en su Tantum ergo, ese himno que memoricé en un coro pueril, a los eslabones que unen a los genitores con sus engendrados. No hay remedio: caminamos como Eneas, con Anquises a cuestas y Ascanio de la mano.

Pero no hubo mayor sorpresa. Siempre supe que el primer Sheridan que encalló en México fue el abuelo de mi abuelo, es decir, mi trastatarabuelo (así como se amontona una genealogía, la palabra va amontonando el prefijo tras como si ametrallase la secuencia consanguínea). Se llamaba Charles Owen Sheridan y emigró de Killeshandra, un villorrio del condado Cavan en Irlanda, donde un buen porcentaje de la población emplea ese apellido. Deriva de O’Sirideáin, que incluye la voz irlandesa sidh que define a un embaucador, a un astuto, a un zorro sagaz. Muchas gracias.

Cientos de Sheridans abandonaron Irlanda en el XIX para irse a Francia y a Estados Unidos. Tuve la suerte de que la suya, la de Charles, lo trajera a México. Llegó por 1850 con un diploma de ingeniero y casi de inmediato enamoró, sagaz, a una Soledad Bravo Guevara, que era hija de Nicolás Bravo, benemérito de la Patria y tres veces su presidente circunstancial, que pasó a ser uno de mis treinta y dos trastatarabuelos.

Además de su ADN, heredé un retrato al óleo que lo muestra de bigotes y levita. También los vestigios de un cuaderno lleno de escritos disparatados: remedios contra la hidropesía y la úlcera, un soneto en el que se declara “Peregrino constante del progreso, / Ave de paso en esta hermosa tierra / libre ya de las plagas y la guerra / y del oscurantismo y retroceso”; una “fórmula para adivinar los números que se toman en la memoria” y el minucioso cálculo de la cantidad de plata que se necesitaría para recubrir con una hoja de un milímetro de espesor la superficie de la Tierra.

La Sociedad Genealógica de Irlanda me clasificaría de Gael-Meicsiceach, es decir, un celta rebozado a la mexicana. En español, un genealogista estricto me etiquetaría como hibernomexicano, pues en el latín de Tácito Irlanda era Hibernia, palabra híbrida entre la gracia y el espanto, el hervor y el invierno, que podría ser el nombre de la villana de una novela gótica o de una enfermedad tropical.

No fueron pocos, por cierto, los wild rovers que exportaron su sangre astuta a México, a partir del virrey Juan O’Donojú (O’Donoghue). Luego vino el epítome del astuto zorro sidh, el polimorfo Guillén de Lampart, “Rey de México”, a quien Andrea Martínez Baracs dedicó un libro fascinante. Y luego los gloriosos irlandeses del Batallón de San Patricio, y los O’Reilly que le dieron abuela a Justo Sierra, y los dos O’Gormans y Pablo O’Higgins y, según algunos, hasta Álvaro Obregón, que habría sido un O’Brien sonorizado, los mismos que no tardarán en sostener que el presente mandamás es en realidad un O’Brador O’Brady…

Borges que cantaba las proezas de sus antepasados militares; Paz que fatigó hemerotecas en Medina Sidonia; Neruda, para quien los antepasados siempre están muertos y son siempre inmortales… López Velarde registró, sorprendido, ser parte de “la cadena estremecida / de los cuerpos universales / que se han unido con mi vida”.

Ahora hay millones que, en vez de constatar su estupefacción, se atarean en documentarla. Y se desata el asedio de los fantasmas, el pueblo opaco, la fortuna que desapareció misteriosamente, y el tío Everardo que se ahogó en el Sena, y la abuela Quirina que paría siempre en Navidades, y el cuñado al que le robaron un invento, y el bastardo Augusto y la dudosa Evelia… Millones de estirpes de condenados que, a diferencia de los Buendía, encuentran su segunda oportunidad en la pantalla de una computadora.

La genealogía es la búsqueda de identidad industrializada, la capitalización de un adictivo pasatiempo: hacer rompecabezas civiles. Una ciencia hospitalaria que ahora, gracias a internet y al ADN a vuelta de correo, recluta multitudes aficionadas a trazar la historia de su linaje, inventariar sus desfiguros hereditarios, documentar ramajes plagados de amargos frutos cacofónicos, recorrer el mundo en pos de tumbas y epitafios. Quizás sea la ciencia social más redituable: millones de consumidores que pagan pequeñas fortunas para treparse a su árbol genealógico y desandar la ruta hacia el mono primordial.

Y todo para descubrir, una y otra vez, cómo se apellida el polvo. ~

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Es un escritor, editorialista y académico, especialista en poesía mexicana moderna.


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