Pierre Rosanvallon
El siglo del populismo
Traducción de Irene Agoff
Barcelona, Galaxia Gutenberg, 2020, 272 pp.
El teórico político francés Pierre Rosanvallon tiene ya una fructífera trayectoria investigadora a sus espaldas, que ha sabido comunicar al público culto a través de persuasivos ensayos que se ocupan con agudeza del pasado, presente y futuro de la democracia; nada más natural, pues, que en su último trabajo se interese por el ascenso del populismo, que a su juicio ha venido a revolucionar la política del siglo XXI sin que todavía hayamos sido capaces de entenderlo cabalmente. Para eso, se entiende, comparece él mismo. Rosanvallon interpreta el populismo, para bien y para mal, a partir de su propia teoría de la democracia; desde ese punto de vista, el populismo es incluso conveniente porque proporciona la oportunidad de reorientar el gobierno representativo en su conjunto: para salvarlo, hay que transformarlo. En ocasiones, el pensador francés habla desde una óptica demasiado francesa, lo que quiere decir apegada a la realidad peculiar de un régimen presidencialista donde el populismo, sobre todo de derecha pero también de izquierda, lleva un tiempo amenazando al mainstream reformista. Por lo demás, dice mal cuando opina del populismo que, “aunque el término aparezca por todos lados, la teoría del fenómeno no se encuentra en ninguno”. Es verdad que no existe una teoría unificada del populismo, pero también lo es que en los últimos años se han multiplicado los estudios sobre este apasionante y escurridizo objeto: el lector que se atenga a la literatura aquí citada no podrá sospecharlo, pues Rosanvallon prefiere ceñirse a referencias mayormente francesas y se centra en la formulación de sus propias categorías interpretativas. El interés del libro se cifra así en la apuesta que hace su autor por presentar una teoría personal del populismo que aproveche por igual al lector generalista y al académico especializado. Matices al margen, la jugada sale bien: el populismo de Rosanvallon no es el único posible, por mucho que él parezca creerlo en algún momento, pero su visión del mismo es valiosa y digna de atención.
Después de una introducción en la que describe el populismo como “una realidad a teorizar”, Rosanvallon sugiere la necesidad de que nos fijemos más en su naturaleza que en sus causas, pasando del énfasis sobre sus cualidades negativas o de protesta al análisis de su “fuerza positiva” como propuesta política. Es algo que, en el contexto anglosajón, habían hecho ya Matthew Goodwin y Roger Eatwell en su libro de 2018, donde hablan de un “nacionalpopulismo” que tiene razones para rebelarse contra la democracia liberal en nombre de una democracia popular. De ahí que el populismo pueda considerarse hasta el momento la ideología ascendente del siglo XXI: además de destruir, dice querer construir otra cosa. Tras el fracaso de la alternativa comunista, el populismo prueba suerte en la lucha contra la democracia liberal y por eso es atractivo para los poscomunistas: donde dije clase, digo pueblo. Pero, dado que los populistas no son capaces de articular doctrinalmente sus propuestas, esta tarea recae en sus comentaristas. Y lo que Rosanvallon quiere aportar es “un primer esbozo de esa teoría faltante” del populismo. Para ello, organiza su libro de manera eficaz: una anatomía que expone los elementos constitutivos de la cultura política populista; una historia que es tanto conceptual como atinente a distintos “momentos” populistas del pasado; y, finalmente, una crítica del populismo que, inspirándose en trabajos previos, termina proponiendo vías para dinamizar la democracia representativa con objeto de salvaguardarla de sus enemigos.
Lo cierto es que Rosanvallon no es demasiado original cuando identifica los elementos constitutivos del populismo, ni tiene por qué serlo; lo que hace es ofrecer su propia combinación a partir de los rasgos observados en los populismos realmente existentes, proporcionándoles de paso densidad teórica. Así, la concepción del pueblo del populismo se ve enriquecida por la referencia a la distinción entre el pueblo-cuerpo cívico y el pueblo-cuerpo social, si bien la tensión resultante entre ambos tiene poco de novedoso. Rosanvallon, en todo caso, la expresa con brillantez: “La tensión entre la unanimidad como principio de legitimación y la pluralidad como técnica de decisión hace al meollo de la dificultad democrática.” Más interesantes resultan la exposición y la crítica de la concepción populista de la democracia, que Rosanvallon quiere fundar en los elementos democráticos del gobierno representativo y no, como es norma, en los liberales: por eso defiende las instituciones contramayoritarias (como los tribunales constitucionales o los bancos centrales) y arremete contra el referéndum (que, dicho sea de paso, suele contarse como herramienta del populismo cuando llega al poder a pesar de que los plebiscitos son mucho más frecuentes que las consultas populares propiamente dichas). El pensador francés completa su clase de anatomía destacando la dimensión política del proteccionismo económico (espejo invertido de la libertad económica del liberalismo, que nace como herramienta política contra el absolutismo) y subrayando el carácter central de las emociones en la cultura política populista: el sujeto que se siente olvidado es decisivo para la emergencia del populismo, si bien prestamos insuficiente atención al agente político que le recuerda que ha sido olvidado.
En la indagación histórica de los orígenes del populismo encontramos páginas genuinamente enriquecedoras. Aparte de honrar los precedentes ruso y estadounidense del siglo XIX o de enfatizar la importancia de la experiencia latinoamericana de los años cincuenta, destacando la figura pionera del colombiano Jorge Gaitán, Rosanvallon echa mano de su conocimiento de la historia francesa para iluminar una genealogía habitualmente desatendida en los estudios históricos sobre el populismo: esa que conecta la experiencia contemporánea con el cesarismo de Napoleón III, defensor de la democracia plebiscitaria y practicante del viaje como fórmula de conexión emocional con el pueblo. Cuando echa la mirada atrás, Rosanvallon valida además su propio diagnóstico: el estallido populista de la Belle Époque fue conjurado porque las democracias supieron renovarse y eso es justamente lo que tienen que hacer ahora. El populismo, por lo tanto, tiene razón o cuando menos buenas razones: el autor francés es crítico mas comprensivo y por momentos habla con simpatía de Mélenchon o Errejón, convencido como está de la superioridad moral del populismo de izquierdas sobre el populismo de derechas.
Sea como fuere, Rosanvallon desmantela con eficacia el aparato teórico del populismo: denuncia su fascinación adolescente por el poder constituyente, defiende la cualidad democrática de la regla de la mayoría, censura el propósito de “absolutizar” la legitimación electoral, identifica al poder judicial como un poder popular de resistencia frente a la potencial tiranía de las legislaturas y separa, en fin, el pueblo populista de la sociedad democrática. También alerta sobre las “democraturas”, o sea regímenes populistas que remodelan las instituciones y las ponen al servicio de líderes con vocación autoritaria. A su juicio, es necesario evitar la mera defensa del statu quo y, por el contrario, “ampliar la democracia para darle cuerpo, multiplicar sus modos de expresión, procedimientos e instituciones”. Rosanvallon, pensando seguramente en el modelo presidencialista francés que establece una relación directa entre el líder electo y su pueblo, nos habla así de “democracia interactiva”, de “representación narrativa”, del uso del sorteo, del “ojo del pueblo”, así como del paso de la democracia de autorización a la democracia de ejercicio e incluso “de confianza” entre el “buen gobernante” y –suponemos– el buen ciudadano. Son fórmulas seductoras, pero el papel lo aguanta todo: la funcionalidad de estas propuestas abstractas tendría que ser validada mediante una práctica fatalmente mediada por los malentendidos comunicativos, los conflictos trágicos y la lucha por el poder.
En definitiva, estamos ante un libro recomendable por igual para el ciudadano preocupado y para el académico especializado, impecablemente editado (pese a alguna decisión inexplicable de la traductora: ¿por qué “descripto” o “inscripto” en lugar de “descrito” e “inscrito”?), que nos ayuda a comprender un fenómeno de apariencia sencilla y trasfondo complejo: si el populismo marcará todo nuestro siglo o solamente su segunda década, esperamos poder averiguarlo. ~
(Málaga, 1974) es catedrático de ciencia política en la Universidad de Málaga. Su libro más reciente es 'Ficción fatal. Ensayo sobre Vértigo' (Taurus, 2024).