“Entre las llamas de la tierra o el perfume celeste”, Albert Camus eligió consumir vida y obra en la patria de la certidumbre. El hombre fue siempre su única e inabarcable preocupación y su humanismo trágico resulta en estos tiempos de caos una luz en el oscuro devenir de la civilización. Por eso es necesario volver a Camus, porque constatamos con horror la certeza del eterno retorno: el absurdo de la locura y la muerte siguen acechando al hombre que hoy, como ayer, debe ser rebelde. El teatro en su concepción brechtiana, como un arte que no puede perder de vista ni por un instante la sociedad a la que sirve, se ha dado cuenta de ello al rescatar en la cartelera española dos de sus obras clave: Los justos, estrenada en el Lliure de Barcelona bajo dirección de Silvia Ferrando, y La caída, magnífica adaptación teatral de la novela homónima escrita en 1956, que llegó en marzo al teatro de La Abadía de Madrid dirigida por Carles Alfaro y protagonizada por Francesc Orella. Los escenarios, que también están necesitados de reflexión entre tanto musical y monólogos sobre la guerra de sexos, vuelven cada cierto tiempo a las obras de Camus, un dulce recordatorio de su faceta de autor teatral, que a veces queda enterrada bajo el peso del éxito que alcanzaron novelas como La peste, El extranjero o El hombre rebelde y ensayos como El mito de Sísifo.
El teatro fue su gran pasión, la novela su gran acierto. Ya desde sus primeros años en la Facultad de Filosofía y Letras de Argel Albert Camus mostró interés por la escena, donde vio una forma directa de comunicar ideas y de entrar en contacto con el pueblo. Junto con otros estudiantes fundó el grupo Théatre du Travail y más tarde L’Equipe, con los que representó su primera obra, un texto dramático titulado Revuelta en Asturias, inspirado en las rebeliones de los mineros asturianos. Tenía 22 años. Su interés literario es escaso, pero contiene el germen de los temas y las formas que irrumpirán con fuerza y mayor destreza dramática en Calígula (escrita en 1938), su gran éxito teatral. Le seguirán El malentendido (1944), El estado de sitio (1948), Los justos (1949) y una serie de adaptaciones entre las que destacan La devoción a la cruz de Calderón de la Barca, Les esprits de Pierre de Larivey, El caballero de Olmedo de Lope de Vega, junto con las versiones de las novelas Los demonios y Los hermanos Karamazov, de Dostoievski, y Réquiem por una monja, de Faulkner. Todas le retratan como un dramaturgo intelectual, y en ellas lleva a la práctica su concepción del teatro como el medio para provocar el debate sobre el hombre. Camus llevó a escena los grandes temas que recorren tanto su obra narrativa como la ensayística y la periodística, derivados de una honda preocupación por la condición humana y su compromiso con la realidad inmediata: la vida y la muerte, que desembocan en el absurdo, y la necesidad de la rebelión. Después de una primera etapa dedicada a la dicha sensible y los cuerpos jóvenes bañados por el sol argelino y el amor al Mediterráneo, patente en El revés y el derecho (1937) y Nupcias (1938), Camus cambió a un nuevo registro que fue el origen de su humanismo trágico: el descubrimiento del absurdo, que anida de principio a fin en Calígula, El extranjero y La peste.
Calígula se estrenó en 1945, en el teatro Hébertot de París. Su éxito —al que contribuyó la gran interpretación de Gerard Phillipe— fue rotundo. El emperador romano descubrió que los hombres mueren y no son felices. El propio Camus, constantemente acechado por la enfermedad, valora más que nadie la vida. Pronto descubre que ésta no tiene sentido ante la amenaza de la muerte. Todas sus obras originales, y muchas de las que adoptó, parten de la premisa de que la condición humana es absurda. La inminencia de la muerte es el origen de la angustia vital (Calígula), de la misma forma que la arrogancia del poder puede acabar con la vida de los otros (Los justos, Réquiem por una monja). La presencia de la muerte es tan irrefutable como un axioma, por eso todos los protagonistas de Camus se revuelven y buscan desesperadamente una meta física (como Jean-Baptiste Clamence en La caída o Jan de El malentendido) que es realmente una búsqueda metafísica. Todas sus obras teatrales están basadas en el conflicto, en medio del cual se erige el hombre que se rebela, es decir, el héroe camusiano, mártir del absurdo. El teatro de Camus es una tragedia metafísica en la que encontramos a un individuo noble (Jan en El malentendido, Kaliayev en Los justos, Diego en El estado de sitio) puesto a prueba por un orden indestructible (Calígula). Su consecuente opción es rebelarse. Sin embargo, para él la rebelión debe ser creativa y relativa, nunca destructiva y absoluta, lo que le lleva a cierto moralismo al que no le han faltado críticas.
De forma mucho más clara que en su producción narrativa, su obra dramática ha estado dominada más por el tema que por la forma. Las ideas marcan el estilo y la creación de sus personajes, que son concebidos no como individuos sino como posiciones sociales y filosóficas de revuelta (Diego en El estado de sitio y Kaliayev en Los justos), revolución (Calígula, Stepan en Los justos), nihilismo cínico (Helicón en Calígula), madurez (Annekov en Los justos), idealismo juvenil truncado (Escipión en Calígula, Voinov en Los justos), etcétera. Sin embargo, hay una lúcida sencillez en su estilo, un lirismo sincero hasta en los momentos más oscuros que lo eleva más allá de estos escollos producidos por un exceso de ideología. El concepto teatral de Camus es verbal, a veces excesivamente verbal. Al igual que Corneille, Beckett, Racine y Miravaux, deposita toda su confianza en la palabra hablada. En su búsqueda de la tragedia moderna no se pierde en el naturalismo, sino que insiste en la palabra desnuda y lacónica tan brillantemente trazada en la novela. Su vigor en el verbo elude el lucimiento de la prosa pomposa. Sartre vio en su estilo la influencia de Hemingway. “Cada frase es un presente”, comentó en alusión a sus frases directas, sucesivas, llenas de instantes, aunque sus preocupaciones sociales le sitúan en la órbita compartida por Arthur Miller.
Sus obras son debates humanos y, paradójicamente, eternos. Sin embargo, y a pesar de ese absurdo que atormenta su existencia y sus obras, “hay que imaginarse a Sísifo feliz”. El Camus más auténtico es el que no se deja vencer por el pesimismo: su filosofía brota de un empirismo inusitado y nos exhorta a ser felices. Esta dicha camusiana sólo es posible a través de un compromiso vital y moral: la solidaridad con el hombre. Y su teatro es buena prueba de ello. “Aunque humillada, la carne es mi única certidumbre. Sólo puedo vivir de ella. La criatura es mi patria. Por eso he elegido este esfuerzo absurdo y sin alcance.” —
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