El 1 de junio de 2025 ocurrió la histórica elección de integrantes de todos los ámbitos del poder judicial federal –que, además, fue concurrente con diversos comicios en diecinueve entidades federativas–. Hay que decirlo de inicio y con contundencia: se trató de una elección que no debió haber ocurrido.
La mal llamada “reforma judicial”, aprobada en septiembre de 2024, fue un capricho llevado al paroxismo del entonces presidente Andrés Manuel López Obrador. Su obsesión con tomar la judicatura por asalto se fue construyendo debido a una desafortunada sucesión de actos de los poderes ejecutivo y legislativo que, por diversos motivos, socavaban la pluralidad democrática, los derechos humanos y los cimientos mismos del Estado de derecho, mostrando la vocación autoritaria del régimen. Tales actos fueron, en su gran mayoría, anulados o inaplicados por decisiones de diversos juzgados y tribunales federales y, en particular, por la Suprema Corte de Justicia de la Nación. Eso fue enfureciendo al presidente y a sus partidarios, quienes desde entonces y a la fecha no han dejado de repetir la falacia relativa a la supuesta “incongruencia” de que un poder no proveniente de la elección popular directa sea capaz de anular o declarar inaplicables actos de los otros dos poderes, que sí representarían adecuadamente a la “voluntad popular”.
Esta falacia recorre el mundo, de Trump a Erdoğan, de Orbán a Bolsonaro y un largo etcétera. El populismo, de derecha o de izquierda, no tolera –y ni siquiera entiende– la existencia de autoridades independientes con capacidad de frenar sus excesos autoritarios. Los estudiosos de la involución de diversas democracias constitucionales hacia autoritarismos en los últimos tiempos han documentado que uno de los pasos que irremediablemente siguen los “nuevos” autócratas consiste en eliminar la autonomía de los tribunales y una manera de hacerlo es por medio de la elección popular, que siempre, históricamente, ha producido tribunales políticamente manipulados. Lo cierto es que, a partir de 2024, en México se empezó a aplicar esa parte del manual.
El camino se fue pavimentando a conciencia. En primer lugar, la mayoría de los magistrados de la Sala Superior del Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación avaló la sobrerrepresentación de la coalición legislativa oficialista en la Cámara de Diputados, que le permitió conseguir una mayoría calificada (dos tercios) que no había obtenido en las urnas. A continuación, vinieron los bochornosos episodios conocidos de los senadores tránsfugas que garantizaron la mayoría calificada también en la Cámara Alta, para poder cambiar la Constitución cómodamente, sin necesidad de dialogar o acordar nada con las fuerzas políticas opositoras. Así, se aseguró la alineación total del poder legislativo a los designios del ejecutivo. El único contrapeso que quedaba era, precisamente, el poder judicial. No duró mucho. La “aplanadora” legislativa funcionó y se aprobó la reforma constitucional destinada a someterlo.
A pesar de las protestas, peticiones y recursos de la oposición política, de la ciudadanía, de los gremios que agrupan a asociaciones de abogados y de organizaciones internacionales especializadas en el tema, en la Suprema Corte no se alcanzaron los votos necesarios para aprobar un proyecto que hubiera sido un dique de contención a la destrucción de la carrera judicial. La reforma quedó firme y, en consecuencia, el proceso electoral tuvo que iniciar.
De acuerdo con la reforma, se tendría que organizar la elección de 881 juzgadores federales, distribuidos de la siguiente manera: nueve ministros para la Suprema Corte de Justicia de la Nación, cinco magistrados para el creado Tribunal de Disciplina Judicial –uno de los aspectos más preocupantes de la reforma, dado que seguramente será un tribunal para controlar lealtades hacia el régimen–, dos magistrados para la Sala Superior del Tribunal Electoral y quince magistrados para sus salas regionales, así como 464 magistrados de circuito y 386 jueces de distrito.
Esta elección puso entre la espada y la pared al Instituto Nacional Electoral, que no pidió organizarla ni fue considerado en su diseño y planeación. Hacer elecciones en México es algo extraordinariamente técnico y complejo. Previendo esa complejidad, el régimen decidió aventarle la responsabilidad al INE que, sencillamente, recibió una bola de fuego.
Fue una decisión con un doble propósito: aprovechar la imagen de imparcialidad que –a pesar de todo– aún sostiene el INE, en una época en la que el régimen ha ido despareciendo o colonizando a los organismos autónomos; y, muy importante, ir construyendo la narrativa de que, si la elección terminaba en un fracaso, se podría culpar al mismo INE.
Ahora bien: a la autoridad electoral se le pidió organizar la elección sin el presupuesto adecuado, con tiempo insuficiente, con restricción de facultades, en un contexto de extrema polarización política y en medio de innumerables amparos y litigios para intentar detener el proceso electoral. El absurdo llegó a extremos insólitos: el INE no contó con la atribución de verificar, ya no digamos la idoneidad, sino ni siquiera los requisitos legales para el registro de las candidaturas; en la planeación, el papel del INE se limitaba a una simple oficialía de partes que recibía las listas de las candidaturas para luego remitirlas a Talleres Gráficos de México para la impresión de boletas.
Estas son solo algunas muestras de los sinsentidos y despropósitos que se acumularon hacia la elección judicial. Veamos algunos de los más relevantes.
En primer lugar, la conformación de comités técnicos de evaluación de cada uno de los tres poderes del Estado. El poder judicial integró su comité con cinco intachables integrantes que desempeñaron notablemente su responsabilidad, hasta donde la razón y la realidad les alcanzó. Desde luego, no se puede decir lo mismo de los comités de los poderes ejecutivo y legislativo, que realizaron sus labores con estándares diferenciados de profesionalismo, transparencia e independencia política del régimen.
Ante la interposición de amparos que pretendían detener el trabajo de los comités de evaluación, el del poder judicial, en apego a derecho, decidió no continuar con sus labores. Sin embargo, una vez más, los tres magistrados de la mayoría de la Sala Superior del Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación obsequiaron una sentencia acorde con los intereses del régimen: que, sin evaluación alguna de la idoneidad de los solicitantes, el Senado se encargara, mediante insaculación, de la selección de las candidaturas del poder judicial. Sin duda, una de las aberraciones más grandes del proceso: la definición, por tómbola, de nombres que llegarían a las boletas electorales.
Mientras tanto, el INE tuvo que trabajar en escenarios para hacer viable la elección, rompiendo con los parámetros conocidos y probados en innumerables comicios efectuados para la renovación de gobiernos y congresos. Así, se inventaron los “distritos judiciales electorales”, introduciendo criterios como la “distribución de especialidades” para definir los cargos a ser sujetos a elección en cada distrito. Esto llevó a cosas tan ilógicas e incomprensibles como que, en una elección nacional, los electores de la Ciudad de México votaran por un número considerablemente mayor de candidaturas que en el resto del país; o que solo una porción minoritaria del electorado de la Ciudad de México votara por jueces especializados en competencia económica o telecomunicaciones, que tendrán atribuciones a nivel nacional. Todo ello rompiendo con el principio democrático fundamental de que todos los votos deben valer lo mismo. Ya en el extremo, en la elección de jueces y magistrados locales, destacó el caso de Durango, donde los poderes proponentes de plano se “pusieron de acuerdo” y se presentaron candidaturas únicas (cualquier parecido con cómo se organizaban las elecciones judiciales, que las había, en la Unión Soviética es mera coincidencia).
Por otra parte está el diseño de las boletas electorales. Todo un reto para una ciudadanía acostumbrada a boletas sencillas, con nombres de candidaturas y emblemas de partidos o coaliciones en recuadros bien definidos. Aquí el desafío fue llegar a solo seis boletas universales federales que se pudieran emplear en cada rincón del país.
Entre los hechos más polémicos estuvo la decisión de que, contrariamente al exitoso modelo de que los vecinos integrantes de las mesas de casilla cuentan los votos –el cual genera confianza–, en este caso el escrutinio y cómputo se realizó en las oficinas distritales del INE por parte de los consejeros ciudadanos de los consejos distritales, con el auxilio de personal del servicio profesional electoral del INE y el personal eventual de supervisores y capacitadores electorales. Además, en el caso de las boletas no utilizadas en la elección, se determinó no anularlas en la casilla, sino separarlas y resguardarlas en sobres distintos a las que sí se utilizaron y depositaron en las urnas.
Estas decisiones se tomaron por necesidad. En números redondos, para la elección de 2024 se establecieron poco más de 170 mil casillas; para la elección judicial, menos de 84 mil. Es decir, la mitad. La ciudadanía funcionaria de casilla tuvo un número récord en tipos de elecciones, boletas complejas y potenciales votantes. Y, aunque se había previsto que la participación sería baja –como en efecto lo fue–, el INE y las autoridades locales tienen que trabajar bajo el supuesto de que todo el padrón electoral puede asistir a ejercer su derecho al sufragio. Si en una elección normal, desde que se instala la casilla hasta que se lleva el paquete a la sede distrital, los ciudadanos que integran las mesas de casilla suelen invertir –en el mejor de los casos– unas doce horas, con un escrutinio y cómputo tan complejo como el de las abigarradas boletas de la elección judicial, hacerlo en cada casilla posiblemente habría implicado que los ciudadanos le destinaran, al menos, veinticuatro horas ininterrumpidas. Ello llevó a que también se difiriera la difusión de los resultados; no para conocerse ganadores en la noche de la jornada electoral, sino que el cómputo de votos de todas las elecciones federales y locales se previó de manera sucesiva y escalonada a lo largo de diez días.
En este accidentado camino, se dieron situaciones adicionales que dañaron irremediablemente el proceso. Entre las más graves, la confirmación, por parte de la presidencia del Senado, de que “se les fueron” en las listas perfiles a todas luces inelegibles, cuyos nombres llegaron a las boletas. Como en profecía cumplida, muchos analistas habían advertido que uno de los principales riesgos de la elección judicial era que podía incluir a personas vinculadas con intereses nefastos, como los relacionados con el crimen organizado. Se dio así una pugna entre el Senado y el INE para “bajar” esas candidaturas indeseables. Con justificada razón –en los términos de la reforma para la elección judicial– el INE negó tener atribuciones para revisar y anular dichas candidaturas. Una vez más, el Tribunal Electoral se alineó con el régimen y determinó que el INE tendría que revisar la elegibilidad de candidaturas ganadoras en este y otros supuestos.
Finalmente, uno de los desafíos más importantes para la integridad de cualquier elección tiene que ver con la compra y la coacción del voto. Fue muy lamentable observar cómo se difundieron profusamente “acordeones” para instruir a los electores sobre la forma en que debían llenar las boletas y votar.
A la ciudadanía se le dejó la difícil decisión de qué hacer frente a las elecciones judiciales del 1 de junio: si dejarse manipular, bajo el argumento de que México se graduaba como “el país más democrático del mundo” por elegir a todos los titulares del poder judicial, dado que es “un deber cívico”; o si, por el contrario, ir a votar representaba convalidar una farsa y ser partícipe del proceso de destrucción de una judicatura independiente y, con ello, de la democracia constitucional y pluralista que pocas décadas nos duró y parece extinguirse a pasos agigantados. Una tercera opción era asistir a las urnas y anular el voto, en expresión de rechazo, aunque ello significara aumentar el porcentaje de participación.
Sea como fuere, la ciudadanía habló con su profundo desinterés hacia la elección. Con una tasa de participación raquítica (13%) –a la que habrá que descontar los votos nulos– es un fracaso rotundo, por donde se le vea. Un duro revés para los promotores de la reforma. La ciudadanía no legitimó el proceso de captura del poder judicial que el régimen obradorista planificó e implementó. El desinterés social, la complejidad de la elección, la inexistencia de un vínculo democrático entre los “diputados judiciales” y el electorado, a quien no representan y cuyos actos no serán sujetos de un cabal ejercicio de rendición de cuentas, son algunas de las razones que explican la sinrazón de esta elección.
Hay algo que me interesa destacar particularmente. No sabemos si estamos en la recta final del Instituto Nacional Electoral tal como lo conocemos. La pregunta no es si lo hará, sino, más bien, cuándo será que la pulsión autoritaria del régimen avanzará sobre el INE, con una nueva reforma electoral. Me parece central subrayar el –aún– muy fuerte vínculo entre el INE y la ciudadanía, que acudió al llamado para integrar las mesas directivas de casilla, a pesar del despropósito de la elección, así como el enorme talento del Servicio Profesional Electoral, que ejecutó con eficacia las distintas decisiones, muchas veces sobre la marcha, hasta llegar al límite. Lo mismo hay que decir de los consejos distritales.
Contrariamente a lo que la narrativa oficialista pretende, no toda elección o proceso de participación ciudadana redunda en beneficios democráticos. Esto es bien sabido, observado y documentado. Desde Napoleón se estudia al cesarismo plebiscitario, la elemental práctica demagógica que sirve para confirmar decisiones previamente adoptadas por el poder hegemónico. En México ya contábamos con dos fallidos ejemplos: la consulta sobre el posible juicio a los expresidentes y la “revocación” (entiéndase confirmación) de mandato de López Obrador. Se suma a esta lista el gran fiasco de la elección judicial. ~