En los últimos años se han publicado historias de la corrupción en diversas naciones del mundo. Alfonso W. Quiroz escribió una para el Perú y Jaume Muñoz Jofre otra para España. El ensayista italiano Carlo Alberto Brioschi, en cambio, se propuso algo más ambicioso: una historia universal de la corrupción, antecedida o complementada por una historia de la reticencia del pensamiento moderno a recapitular la corrupción en Occidente.
Brioschi denuncia un historicismo que remite a sus célebres compatriotas Giambattista Vico y Benedetto Croce, para quienes la historia responde a leyes tan precisas e infranqueables que la voluntad humana muestra poca capacidad de intervenir en el curso de los acontecimientos. Desde esa perspectiva, el hecho de que César sea un ladrón resulta tan natural como fútil: el historicismo responde a cualquier evidencia con una racionalidad que justifica la corrupción como parte del ejercicio rutinario de la política.
Recuerda Brioschi a John Jay Chapman, el popular escritor estadounidense de principios del siglo XX, quien aseguraba que la “falta de honradez puramente financiera muestra una escasa importancia en la historia de la civilización”. De ahí que en la mayoría de las historias de Estados Unidos John Quincy Adams sea más recordado por ser hijo de John Adams, por haber beneficiado el desarrollo de las ciencias y las artes o por la mal llamada “Doctrina Monroe” que por sus tratos sucios con Henry Clay, legislador, secretario de Estado y varias veces candidato a la presidencia del país.
El ensayista italiano hace un recorrido exhaustivo por la doctrina cínica de la historia, que postula la necesidad de la corrupción para el progreso humano, con glosas que van de Charles de Gaulle a Margaret Thatcher y del politólogo Samuel P. Huntington al historiador Niall Ferguson. Pero también se interesa Brioschi en la noble tradición republicana, de Cicerón a Rousseau, que vio en las corruptelas manifestaciones de las peores enfermedades de la vida pública. Aunque escapó a su exhaustivo inventario, esas dos visiones de la corrupción en la historia podrían ejemplificarse con la reescritura de la famosa frase de lord Acton por el diplomático estadounidense Adlai Stevenson. Mientras en su carta al obispo Creighton Acton decía que el “poder tiende a corromper y el poder absoluto corrompe absolutamente”, Stevenson corregía: “el poder corrompe, pero la falta de poder corrompe absolutamente”.
Brioschi suscribe la tesis clásica de la corrupción como causa del desplome del Imperio romano. En tiempos de Valentiniano I, cuando el emperador trató de recuperar el control de la recaudación fiscal, designó al general Teodosio como purificador de la burocracia romana en Libia, Trípoli, Leptis y Cartago. Después de meses de severas purgas, en las que los corruptos morían en el patíbulo o largamente encarcelados y con la lengua cortada, el propio Teodosio fue acusado de corrupción y mandado a ejecutar por el hijo del emperador.
Otros imperios posromanos, como el bizantino, estuvieron siempre carcomidos por la corrupción. Frente a interpretaciones como la del historiador estadounidense Thomas S. Noonan, que observa una contención del soborno y el latrocinio en Bizancio, durante la difusión de la moralidad cristiana en el primer Medievo, Brioschi señala que la corrupción, especialmente el intercambio de derechos y protección para garantizar la seguridad, fue muy intensa durante los siglos medievales. No solo eso, a su juicio, la primera modernidad, que va de la Reforma a la Ilustración, entre los siglos XVI y XVIII, implicó un crecimiento de la corrupción proporcional al auge de los Estados absolutistas.
Edward Gibbon, que documentó la decadencia del Imperio romano, llegó a advertir la siguiente paradoja: “la corrupción es el síntoma más infalible de la libertad constitucional”. Brioschi coincide con el gran historiador británico y verifica la creciente sofisticación del comportamiento corrupto conforme avanza el moderno Estado de derecho. Es en la intersección entre capitalismo y derecho donde se encuentran los principales resortes de la corrupción administrativa entre los siglos XIX y XXI. Una intersección en la que el derecho actúa como un expositor de los márgenes de la ley y el capitalismo como un sistema mafioso que extiende el tráfico de influencias a todas las dimensiones de la vida pública, incluida la democracia.
En el prólogo a la edición de Taurus, el juez español Baltasar Garzón señala dos vías de acceso a la corrupción en las democracias: el financiamiento irregular de los partidos políticos y la penetración del crimen organizado en las redes de lavado de dinero y tráfico de influencias. En América Latina, los casos de Odebrecht o la implicación de autoridades regionales y nacionales en el narcotráfico, en países como Colombia, Panamá y México, desde fines del siglo pasado, ilustran esas modalidades políticas de la corrupción. A pesar de que los poderes judiciales no están inmunizados contra el virus de la corrupción, la independencia de las cortes supremas y del sistema de impartición de justicia sigue siendo la opción menos costosa.
Los últimos capítulos del libro de Brioschi están dedicados a la reconstrucción de la experiencia de los “crímenes de cuello blanco”, que acompaña al desarrollo del capitalismo financiero desde las primeras décadas del siglo XX. De Edwin Sutherland a Hank Brightman se extiende una tradición de estudios sociológicos sobre la corrupción corporativa y estatal, que glosa Brioschi poniendo especial énfasis en el rebasamiento teórico de las nociones de la criminología positivista y en la conexión entre el latrocinio privado y el público en el mundo contemporáneo. El estudioso italiano no oculta el arraigo de la corrupción en Occidente, a inicios del siglo XXI, pero con una fe republicana digna de Maquiavelo se resiste a aceptar que las democracias están condenadas a ese flagelo.
En un momento de su libro, Brioschi cita a Octavio Paz: “una nación comienza a corromperse cuando se corrompe su sintaxis”. Fuera de cualquier purismo lingüístico o moral, la frase advierte sobre la demagogia como una plataforma propicia para el incumplimiento de la ley. Desde Robespierre, la corrupción de los incorruptibles ha sido una constante de los regímenes republicanos, que bien podría dar forma a una historia del ocaso populista de las democracias. El populismo es, en buena medida, una corrupción de la democracia, así como el crimen organizado es una corrupción del capitalismo. Siempre y cuando esos dos males no se junten en un mismo gobierno, la democracia está a salvo. ~
(Santa Clara, Cuba, 1965) es historiador y crítico literario.