Acceder a una biblioteca privada es siempre una experiencia emocionante, sobre todo si su colección se encuentra escondida dentro de un castillo del siglo XVI en medio de las colinas de Umbria, en Italia. La emoción crece en el momento de franquear el portón del castillo, que no es una ruina convertida en museo sino una fortaleza en activo, con su cocina adaptada a este siglo, sus dormitorios, sus salas de estar y su biblioteca viva y cada vez más poblada por nuevos ejemplares. El castillo y la biblioteca a los que me refiero pertenecen a la Fundación Civitella Ranieri, un centro internacional de residencias para artistas de diversas disciplinas situado a menos de una hora de Perugia, Arezzo, Asís y otras ciudades históricas de la región.
Nada más subir su escalinata accedemos a la primera sala de la biblioteca, cuyos techos son tan altos que en el espacio cabe sin problemas una entreplanta con más libros, a la que se sube por unas escaleras de madera. Los volúmenes de ese gran recinto, si bien son de libre acceso como todos los fondos de la colección, se encuentran en armarios de madera oscura, protegidos por una malla de gallinero. Ese guiño rural sirve para recordarnos que estamos en pleno campo. La mayoría de los libros de esta sala perteneció a la biblioteca privada de Mark Strand, quien decidió donarla a la Fundación antes de su fallecimiento en 2014. En Civitella Ranieri, Strand pasó temporadas fructíferas que le permitieron leer y releer a los clásicos –en su visita de 2011 se centró en la traducción al inglés del Quijote a cargo de Edith Grossman– y escribir su libro de poemas en prosa Casi invisible (Visor, 2012).
Es innegable que el inglés es la lingua franca de Civitella Ranieri y eso se hace notar en su biblioteca. Incluso los clásicos italianos se encuentran traducidos a ese idioma: una escritora estadounidense que desea permanecer en el anonimato donó cien con la intención de que los residentes de habla inglesa leyeran los que, a su juicio, son los libros esenciales de la literatura italiana. En efecto, al llegar a Civitella surge el irrefrenable impulso de leer sobre Italia o sumergirse en su literatura tanto como en su comida, paisajes y patrimonio cultural y artístico.
Tras la conmoción que nos producen las dimensiones y empaque de la primera sala llegamos a la segunda, de aspecto menos señorial, más de biblioteca de algún college estadounidense de artes liberales. También en ella hay libros de la colección de Mark Strand salpicados por las estanterías. ¿Que cómo se sabe cuáles pertenecieron al poeta estadounidense? Pues mirando los lomos: muchos de ellos, además del tejuelo pegado en la parte inferior, llevan códigos más o menos secretos ideados por la institución para diferenciarlos. Todos los de Mark Strand lucen un círculo con el emblema de Civitella Ranieri: un diamante entre las llamas, un símbolo muy del agrado del poeta, pues representa lo indestructible. Enseguida aprendemos a aguzar la vista para detectar los libros escritos o ilustrados por los antiguos residentes de la fundación: son los del punto verde en el lomo. Y los de aquellos artistas o escritores que han sido invitados por la directora a pasar un tiempo allí llevan un punto dorado. Entre ambas categorías encontramos bastantes nombres que nos suenan, como los de Patricio Pron, Sigrid Nunez, Sergio Chejfec o Alison Bechdel.
“Un lector que no sea capaz de fantasear frente a un catálogo es un lector improbable”, escribió Roberto Calasso en uno de los ensayos incluidos en Cómo ordenar una biblioteca (Anagrama, 2021), y, en mi opinión, igual de improbable es el lector que no fantasee frente a los estantes de esta biblioteca. De hecho, buscar dedicatorias para Mark Strand en los libros que otros autores le regalaron se puede convertir en un pasatiempo casi obsesivo. O también dar con memorabilia diversa, como una tarjeta de embarque a su nombre de un vuelo entre Nueva York y Chicago.
Su vínculo con la literatura de autores hispanohablantes lo encontramos por doquier, por ejemplo, en las publicaciones de la Residencia de Estudiantes, donde recitó más de una vez, o en los poemarios de Luis Muñoz, Eduardo Chirinos y Octavio Paz, quien le dedica a él y a su pareja de aquel momento la edición en inglés de sus poemas tempranos. Javier Marías se suma a los escritores que le dedican sus libros: en 2013 le escribe en la portadilla de Mañana en la batalla piensa en mí un sofisticado juego de palabras relativo al título: “A Mark Strand, muchos mañanas y ninguna batalla. Con admiración” (“To Mark Strand, many tomorrows and no battles. With admiration”). Para la dedicatoria emplea una buena pluma gruesa de tinta azul, o quizá sea un rotulador Pilot, pero desde luego, no estamos ante un bolígrafo Bic Cristal. La letra es prolija, fácil de leer, alejadísima de la de un médico en sus recetas. Muy probablemente ese día de 2013 también le dedicó Los enamoramientos con la misma pluma y el mismo tipo de ingenio: “A Mark Strand, para que no los sufra. Con admiración y mis mejores deseos” (“To Mark Strand, so that he doesn’t suffer them, with admiration and best wishes”).
Estas dedicatorias privadas se han convertido en públicas por obra y gracia de la donación de la biblioteca del poeta a Civitella Ranieri. Quienes nos topamos con sus libros experimentamos a través de ellos los gozos de la literatura, pero también el regocijo que proporciona lo paraliterario, es decir, el hallazgo de todo lo que va más allá de la obra en sí –anotaciones en los márgenes, dedicatorias, subrayados, dibujos… –, algo muy del gusto de los mitómanos de la escritura.
Si bien Barthes vaticinó el fin de la supremacía casi tirana del autor en nuestra experiencia actual de acercamiento a las obras literarias, en estos libros la presencia de Strand y su propia biografía vuelven con fuerza, especialmente en dedicatorias como las que el poeta serboestadounidense Charles Simic, viejo amigo de Strand, le escribió a lo largo de su vida en decenas de obras, siempre firmando como “Charlie”. ~