A estas alturas, señalar que el pensamiento progresista moderno se centra en las especificidades de la raza y el género mientras que es en general indiferente a las comunidades de la clase se ha convertido en un tópico. Se asume que el famoso aforismo de Du Bois, según el cual “el problema del siglo XX es el problema de la línea de color”, se aplica de manera igual de comprensiva al siglo XXI. El problema evidente de este argumento, como incluso sus defensores reconocen con cierta incomodidad, es que mientras que resulta posible sostener que durante los siglos de la hegemonía europea y últimamente la de Estados Unidos, es totalmente defendible insistir en que el racismo y el capitalismo son inseparables, el ascenso del noreste asiático, primero de Japón y Corea del Norte, pero sobre todo de China, ahora parecerían desacreditar esa teoría de la inseparabilidad. No se puede insistir simultáneamente en que Estados Unidos está en un declive inexorable, y que como poco estamos en una era de multipolaridad política y capitalista, si no directamente en una época de dominio chino dentro del sistema capitalista global, y sin embargo insistir en que el capitalismo y el Supremacismo Blanco son inseparables. Y sin embargo eso es justo lo que hacen los progresistas modernos, y han tenido tanto éxito que esa opinión se ha convertido en el consenso dentro del complejo académico-cultural-filantrópico y, cada vez, en el conjunto de la clase profesional gerencial.
Uno habría podido pensar que el hecho de que ni los chinos, ni los surcoreanos, ni los japoneses sean blancos podría haber sembrado al menos ciertas dudas en el verde prado de este consenso, pero los que insisten en que el capitalismo y el racismo son lo mismo han permanecido impertérritos. Al contrario, el conocido periodista político y académico Stan Grant escribió hace poco que “con demasiada frecuencia la conversación en torno al ascenso de [China como] nuevo superpoder es predominantemente geopolítica”. En realidad, sostiene Grant, es “la raza lo que está en el centro de todo”. Si Occidente ve a China como una amenaza “a lo que llaman el orden global basado en reglas”, es porque ese orden está “enraizado en un orden basado en la raza”.
No estoy en absoluto seguro de que el argumento que defiende que el supremacismo blanco y el capitalismo han sido históricamente inseparables sea tan fuerte como quieren sus partidarios. De lo que estoy seguro es de que es una plantilla moral, económica y política poco apta para entender el presente del capitalismo, y no digamos su futuro. Grant insiste en que “la raza y el racismo dan forma al ascenso de China” y afirma que Mao Zedong “se presentaba como el líder revolucionario del mundo no blanco”. De nuevo, aunque asumamos en aras de la discusión que Grant tiene razón, el hecho relevante es que, pese a la continuidad de la hegemonía absoluta del Partido Comunista Chino, la China maoísta era anticapitalista, mientras que la China de Xi es capitalista: de hecho, algunos creen que la versión china del capitalismo es superior a la versión euroamericana. Por tomar prestada una imagen de Leonard Cohen, la realidad es que en 2022 el supremacismo blanco parece cada vez más “un brillante artefacto del pasado [del capitalismo]”.
Pero Grant y muchos otros que comparten esta visión en la anglosfera no pueden abandonar el concepto de lo Blanco como la raíz de todo lo que va mal en el mundo. Así que ¿cómo mantener a flote la doctrina de que el capitalismo en cualquiera de sus formas y el Supremacismo Blanco son indivisibles y permanentes? La única solución es a la que llega Grant: convierte lo Blanco en un sinónimo del poder aunque la gente que tiene ese poder no sea blanca. El Partido Comunista Chino, escribe, incluso bajo Xi, “tiene una profunda conciencia racial”. Y esta conciencia está centrada en la humillación a lo largo de un siglo “a manos de potencias extranjeras, de potencias blancas”. Pero aquí Grant debe reconocer que “esta humillación”, escribe, “también fue a manos de los japoneses”. Eso no lo detiene. “Los propios japoneses”, escriben, “no pueden ser separados del proyecto de lo blanco”. También era imperialista, pero “su imperialismo reflejaba el imperialismo de los colonizadores blancos”.
Que, si acaso, Japón quería derrocar a los colonizadores blancos y gobernar en su lugar, no parece ocurrírsele a Grant. El imperialismo es un constructo del supremacismo blanco, y por tanto ser una potencia imperialista es ser una potencia blanca, aunque en realidad, bueno, no seas blanco. Y puedes decir lo que quieras de Grant, pero lleva su argumento hasta su conclusión lógica. La China de Xi podría haber representado el final de la blancura, pero en vez de eso “el Partido Comunista Chino refleja lo blanco”. ¿Cómo puede ocurrir? Bueno, resulta que Xi es un nacionalista Han, comoprometido con la idea de que “el poder chino es la superioridad de la etnia han”.
Es probable que Grant tenga razón al respecto. Pero en vez de que eso lo lleve a cuestionar sus esfuerzos para poner todas las formas del capitalismo, incluyendo el chino, y posiblemente todas las formas de poder, en el Lecho Procrusteano del Supremacismo Blanco, Grant redobla la apuesta e insiste en que la persecución de los Han a los no Han no es otra cosa que la persecución de los blancos a los no blancos.
Uno tiene la sensación de estar en un manicomio. Los han no son blancos, y a la vez lo son. Pero en el mundo de Grant, y este en modo alguno expresa una opinión marginal sino que es una figura emblemática de una corriente de opinión muy amplia, lo blanco es un sinónimo de poder, punto. Así, para Grant, la tragedia de la China de Xi es que se ha convertido en aquello a lo que, desde su punto de vista, se oponía: lo blanco, sobre lo que dice que “Xi Xinping es su defensor… la continuación del poder blanco en una piel más oscura”.
Lo blanco es una metáfora, en pocas palabras. Esa metaforización de la comprensión es la enfermedad más profunda, tanto desde el punto de vista intelectual como filosófico, que nos afecta.
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David Rieff es escritor. En 2022 Debate reeditó su libro 'Un mar de muerte: recuerdos de un hijo'.