El trabajo de campo

El caso de una familia de migrantes que trabajaban en condiciones inhumanas como empleados de un restaurante. 
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Dice un dicho entre restauranteros, “si no tienes para cubrir la propina, no salgas a cenar.” En países como Estados Unidos y México, donde los meseros y otros empleados de servicio reciben apenas el sueldo mínimo y las propinas se reparten proporcionalmente con base en la jerarquía de la cocina, este dicho no es solo pertinente  para los empleados, sino también para los dueños y gerentes que alegan que una buena propina compensa un mal sueldo. Mi pregunta es: ¿una buena propina en verdad recompensa el trabajo de las personas que preparan y sirven nuestros alimentos?

Hace algunos meses León Krauze publicó un texto sobre la xenofobia. Cuando leí el artículo recordé este pequeño corto que salió hace algunos años y me pareció importante contar un poco sobre mi experiencia como migrante en Estados Unidos, y su relación con las complejidades del negocio restaurantero en ese país. Mi historia sin embargo no es un cruce fronterizo por el desierto o una vida clandestina. El relato es sobre mi trabajo para la diplomacia mexicana y la labor diaria para proteger a nuestros compatriotas del otro lado.

Por ahí del 2003 fungía como encargado de los departamentos de atención a la comunidad mexicana y era responsable de protección de connacionales en los estados de Rhode Island y Massachusetts, como parte del staff del Consulado General de México en Boston. Mi trabajo se centraba en realizar eventos y actividades culturales y deportivas para los migrantes mexicanos en Nueva Inglaterra además de visitar cárceles, centros de detención migratoria, hospitales y morgues para proveer apoyo a migrantes en problemas.

En una tarde de otoño bostoniano, cuando las hojas empiezan a cambiar de color y la brisa marina se mezcla con el frío del norte, recibí una de las llamadas más desconcertantes de mi carrera. La llamada era de una mujer que se negó a dar su nombre, y que solo me dijo que en un restaurante de comida asiática en la calle de Boylston, casi enfrente de la iglesia de Trinity, el garrotero se quejaba de maltratos y falta de pago. Sin más detalles, la mujer colgó el teléfono y pidió que no la tratara de localizar.

Sin pensarlo y rompiendo el protocolo de informar a las autoridades locales y esperar a que estas se encargaran, me dirigí a pie al restaurante. El lugar era otro restaurante sencillo de comida pan-asiática, el gerente también era migrante y el dueño aparentemente solo se aparecía para recoger dinero de la caja registradora. Para no despertar sospechas me senté a comer y espere a que apareciera el garrotero. Este migrante mexicano, no solo se veía en malas condiciones de salud, pálido, desnutrido, sucio y agripado; sino que probablemente era menor de edad. Al intentar platicar con él, se asusto y dejo su trabajo para regresar a la cocina. Al terminar mi comida, pedí a la mesera que llamara al chico y volvió con él y con el papá de este joven.

Les expliqué quien era y pregunté si tenían quejas sobre su trabajo. Ellos inmediatamente me dijeron que no y que no los buscara más. Me imagine que la presencia de su jefe los habría asustado, y que muy probablemente su precaria relación con el Estado mexicano los hacía dudar de mis intenciones. Me fui del restaurante sin más preguntas, y regrese casi al cierre del día. Esta vez no entré al restaurante. Cuando vi al señor salir a tirar la basura, me le acerqué y le pregunté qué es lo que pasaba. Su cara se iluminó y me pidió que lo viera en la parte de atrás del restaurante. Ahí me contó que él y sus dos hijos habían llegado hacía más de un año, que vivían en el sótano sin calefacción de la casa del dueño, que no habían recibido pago alguno por su trabajo y que tenían más de cinco meses de no ver a su otro hijo; Germán, era sordomudo y el dueño del restaurante lo había llevado a trabajar a otro local en la parte norte del estado. Desconcertado, pedí hablar con el gerente del restaurante quien negó todo los hechos. Para no crear un conflicto sin tener pruebas, prometí volver al día siguiente y pedí al gerente que tuviera listos los recibos de pago.

A la mañana siguiente llegué al restaurante antes de su apertura y para mi sorpresa el dueño estaba ya ahí y los dos migrantes venían con sus maleta listas. El dueño hizo una cuenta incompleta del pago de los dos migrantes –cobró por la estancia en su sótano y por el transporte que él mismo proveía al restaurante. Los migrantes, aunque decepcionados, se sentían felices de ver su dinero y de saber que su situación podría mejorar.

Juan, el papá me rogó que preguntara por Germán, su otro hijo. El dueño me dijo que él también sería despedido del restaurante en la ciudad de Methuen y que yo podía ir a recogerlo o él tendría que buscar como regresar a su país o sería reportado al departamento de migración como indocumentado. Con el apoyo de uno de mis compañeros de trabajo, iniciamos el procedimiento ante la oficina de empleo para demandar al dueño del restaurante por falta de pago y maltrato. Mientras, yo fui a buscar a Germán.

Llegué al restaurante donde trabajaba Germán y al verlo supe que la esclavitud moderna existe. Germán no podía comunicarse de ninguna manera, no conocía el uso de señas y mucho menos podía escribir. Tenia quemaduras de ollas, sartenes y horno en brazos y cara. Su desnutrición era palpable y se veía fuera de sí. Como pude le expliqué que venía para regresarlo con su padre.

Juan, Germán y Rubén partieron al día siguiente hacia Zacatecas e interpusimos demandas contra los dueños de ambos restaurantes. Sé que la historia de estos tres migrantes no es única, y que se sigue repitiendo en muchas partes del mundo.

Lo más curioso es que esos cocineros migrantes son la columna vertebral de la industria de servicios en Estados Unidos. Sin embargo, pocas veces se les reconoce por su trabajo y poco hacemos para buscar su protección. Aunque el gobierno de México actúa de creciente manera para proteger a estos migrantes, con acuerdos bilaterales y a través de sus consulados en el exterior, todavía hay mucho que hacer.

De todos modos, quisiera dejar abierto este foro a la reflexión sobre lo que debemos de hacer los comensales. Finalmente, somos nosotros los que formamos parte del problema cuando no demandamos que el trabajo de cocineros, garroteros, y otros empleados de servicio sea correctamente remunerado y creemos que con dejar una buena propina ya hicimos nuestra parte. 

 

 

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Carlos Yescas es candidato a doctor en política por la New School for Social Research. Es juez internacional catador de queso y fundador de Lactography.


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