Cuando en mayo del año pasado el cineasta danés Lars Von Trier eclipsó el festival de Cannes asegurando que podía comprender a Hitler y que, en algún sentido, guardaba algo de simpatía por él, no solo Francia, sino el mundo entero se le echó encima; el festival de Cannes lo declaró persona non grata, sus productores le retiraron el apoyo económico, y no hubo una sola voz que no se avergonzara de que de la boca de un cineasta genial, salieran frases con las que cualquier persona sensata y consciente de la historia no podría estar de acuerdo. Y sin embargo, nadie, ni un solo periodista, ni un solo medio de comunicación (bueno, uno solo)…, los adalides de la “libertad de expresión” que se regocijan tanto citando las pomposas palabras de Voltaire, en la que según él, y según ellos, se batirían hasta la muerte por defender el derecho de los otros a decir barbaridades, salió en defensa del derecho de Von Trier a decir lo que pensaba, por más que los organizadores del festival-pasarela pudieran entenderlo como una provocación.
Hace tres semanas, el editor y miembro del comité de lectura de Gallimard, Richard Millet, fue apartado de su puesto por las voces escandalizadas que se alzaron al interior de la célebre editorial a causa de un panfleto publicado por Millet en otra casa editorial, Elogio literario de Anders Breivik, el asesino noruego de la isla de Utøyaque acabó con la vida de 77 personas en julio de 2011. Una vez más, ningun medio, ningún periodista enarboló su moneda preferida con la que justifica sus torpezas, tropelías, mentiras y rumores –la libertad de expresión–, para defender el derecho de Millet a escribir un libro y expresar sus ideas en él aunque no se estuviese de acuerdo, sino antes lo contrario: se le acusó de provocador y se le condujo a la hoguera del despido. Nadie se acordó de Voltaire.
El escándalo suscitado por el cortometraje estadounidense difundido en internet, "La inocencia de los musulmanes" –de la que todos se desmarcan añadiéndole el adjetivo “torpe” o “malo” o “deleznable”, como si fuera necesario–, que provocó una vez más la ira de la parte más extremista de la comunidad musulmana causando la muerte de al menos una cuarentena de personas –hasta el momento–, entre ellas, la del embajador de Estados Unidos en Libia, Christopher Stevens –a quien la CNN, una vez muerto, le sustrajo su diario e izando otra máxima malentendida de los medios sacros y santos, la de “el derecho a saber”, la misma que utilizó Carmen Aristegui cuando lanzó el rumor del supuesto alcoholismo de Calderón sin ofrecernos fuentes, expuso su contenido en la televisión, antes incluso de que su familia tuviera acceso al mismo–, dio pie a que el semanario satírico francés, Charlie Hebdo publicara una nueva caricatura de Mahoma (ya lo había hecho en 2006, reproduciendo la serie de caricaturas danesas donde se insinuaba una bomba debajo del turbante del profeta, y otra hace un año, de factura propia, que trajo consigo el incendio de sus instalaciones y la solidaridad de todo el gremio).
La caricatura, que por sí misma y paradójicamente contrario a los fines del semanario, no ha hecho reflexionar ni reír a nadie (lo que debería de ser el fin último de una buena caricatura y lo que debería de llamar la atención a su editor, el valiente Charb que dice no temer por su vida porque ni mujer, ni coche tiene, y apenas un salario de 3,500 euros mensuales, por lo que prefiere “morir de pie, que vivir de rodillas”), ha conseguido, en cambio, poner en guardia a las embajadas francesas de cualquier represalia y ha movilizado a la policía para proteger, antes que a cualquier otra persona, ¡a las instalaciones de Charlie Hebdo!, mientras se ha desatado una discusión bizantina en torno a la libertad de expresión en la que nadie se entiende, o peor, en la que nadie se explica. Se vociferan y escriben las palabras: “echar gasolina al fuego”, “derecho a blasfemar”, “provocar”, “el derecho a decir lo que sea”, “democracia”, “ofensa”, “tribunales”, etcétera, pero muy pocos mencionan palabras como “negocios privados con fines de lucro”, “instrumentos de poder”, o “responsabilidad social y conciencia del entorno y del mundo”.
Todo lo que ha pasado en las últimas semanas, los cientos de artículos que se han escrito al respecto, me ha hecho suponer que tras años de debates sobre el derecho a la información, el derecho de acceso a la información, el derecho a estar informado –no vayan a pensar que repito, sino que se tratan de derechos distintos cada uno–, la libertad de expresión, los límites de la vida privada y de la vida pública cuando nos referimos a los derechos mencionados, los rumores como noticia, la libertad a difamar, las fuentes inventadas, las falsas informaciones, la idea ingenua y aún persistente con la que se amparó el nacimiento de los medios de comunicación a finales del siglo XIX, esto es, la de que eran “los ojos y los oídos del público”, como si este fuera ciego, sordo y encima idiota, no se ha encontrado aún al buen estudioso o académico que pueda explicar al mundo que la libertad de expresión, que el derecho a la información, que la vida privada y la vida pública tienen restricciones y fronteras muy delgadas, que tienen excepciones que confirman la regla, y que uno no puede escudarse en el ropaje de periodista para andar robando diarios que son privados, y exponerlos en el ámbito público, ni sacar caricaturas que no hagan reír ni reflexionar, sino incendiar el escenario de convivencia en un momento delicado, ni lanzar al aire que alguien es alcohólico si uno no se ha informado o si no podemos probarlo. ¿Dónde, si no, queda la responsabilidad de los medios de comunicación y de los periodistas en esto que llamamos mundo?
Periodista y escritor, autor de la novela "La vida frágil de Annette Blanche", y del libro de relatos "Alguien se lo tiene que decir".