Londres es una ciudad espectacular. Y vestida de Juegos Olímpicos, más aún. Pasar en estos días por la capital deportiva del mundo es una experiencia digna de ser contada. Así que ahí vamos.
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El motivo de mi viaje no tiene relación con los Juegos, de modo que he llegado a la ciudad sin entradas para ningún evento. Mi idea es: “Me voy a acercar y, si llego a conseguir alguna a un precio más o menos barato para algo que más o menos me interese, la compro”. Lo que desconozco es que hasta acercarse resulta difícil.
Mis anfitriones londinenses y yo tomamos el tren y bajamos en Stratford, la estación ubicada justo al lado del Olympic Park, en el este de la ciudad. Sabemos de antemano que solo para acceder al parque hay que pagar una entrada de 10 libras (unos 16 dólares). Pero ni eso logramos. En la puerta, nos enteramos de que había que llegar con los tickets en la mano, comprados previamente por internet. Soñamos con adquirir entradas smartphone mediante, pero para hoy ya no quedan, ni para mañana, ni para pasado…
“Al menos podrás echarle un vistazo”, me dicen mientras me señalan un mirador en uno de los pisos superiores del fabuloso centro comercial Westfield, erigido junto a (y al mismo tiempo que) el parque. Oh sopresa: también para mirar por la ventana hay que pagar. Dos libras. Bueno, me digo, pagaré. Hasta que veo la larguísima cola que serpentea entre los estantes de la megatienda John Lewis y me doy por vencido… Me quedo con el magro consuelo de ver con mis propios ojos, y no los de la tele, el monumental Estadio Olímpico a través de las ventanillas del tren. Peor es nada.
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Londres es una ciudad multicolor, pero quizá el que más se destaca es el verde. Hay muchos parques (además del Olímpico, que desde el año próximo se llamará Queen Elizabeth Olympic Park: se sabe que todo en Gran Bretaña le pertenece a la Reina…) y todos lucen un verde brillante y esplendoroso. La causa —el precio— es un clima fatal: la lluvia dice presente todos los días. En muchos de esos parques han colocado pantallas gigantes (y atracciones y puestos de comida) para seguir la acción de las Olimpiadas. A uno de esos parques vamos tras nuestro fracaso al intentar acceder al parque “mayor”. El acceso es, por fin, free.
Free de gratuito, aunque no tanto de libre: las medidas de seguridad —como no podía ser de otro modo— son extremas. Para entrar nos revisan todo, todo, todo. Hasta que el zoom de la cámara de fotos gire, para comprobar que el lente sea en verdad un lente y no una carcasa vacía en la que uno intente ingresar quién sabe qué. En otro momento le preguntamos a un policía cómo llegar a un sitio y nos confesó que no lo tenía claro: era uno de los tantos efectivos de otras ciudades movilizados para reforzar el servicio londinense. Ahí estábamos todos, consultando el plano para ubicarnos.
Pero por fin entramos y vivimos algo de experiencia olímpica colectiva. Sentados en el césped, de picnic con nuestros ubicuos fish & chips (con mucho vinagre y bastante sal, como los comen los londinenses), vemos a la gente celebrar el bronce obtenido por Beth Tweddle, una gimnasta muy querida por los británicos. El resto de los Juegos, pese a estar en Londres, los vemos en casa y por TV. Como casi todo el mundo.
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Los Juegos de 2012 podrían ser una prueba para demostrar que las medidas de prevención exageradas pueden resultar contraproducentes. La organización insistió desde mucho tiempo atrás con la necesidad de no acercarse demasiado al centro de la ciudad (el famoso West End londinense) en los días del magno evento. Anunciaron (y todavía puede verse el mensaje en los carteles publicitarios del Tube) la presencia de un millón de turistas por día. Esto, sumado a que el Olympic Park se sitúa en el este, bastante lejos del centro, y a que los precios de los alojamientos se dispararon hace ya mucho tiempo, hizo que muchos habitantes de la ciudad huyeran en estos días, y que quienes se quedaron evitaran acercarse al centro…
Tanto, que en pleno desarrollo de la Olimpiada, las autoridades tuvieron que salir a pedir a la gente que por favor se acercara al West End. ¡Vengan, vengan que hay lugar! Y no es que no haya nadie, por supuesto: ahí andan las multitudes por Picadilly Circus, Trafalgar Square, bajo las banderas de todos los países que cubren las calles del SoHo, por Buckingham Palace, el Green Park, Oxford Street, Westminster Abbey, el Big Ben, el British Museum, el Támesis, un poco más allá Abbey Road… ¡Cuánto para ver en esta ciudad! Parafraseando la camiseta que un escritor argentino hizo célebre en las solapas de sus primeros libros: So many places, so little time…
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Como todo, los Juegos Olímpicos (y los Paralímpicos) pasarán. Atletas y turistas se marcharán, el parque estirará su nombre para hacerle hueco a doña Isabel, el estadio perderá buena parte de su capacidad y albergará los partidos del West Ham en la Premier League, la organización hará cuentas y luego se jactará del pingüe negocio del deporte. Pero, además de dinero, ¿qué le quedará a Londres?
Muchos de los carteles que engalanan la ciudad lucen (además del logo de los Juegos, ¿alguien ve otra cosa que a Lisa Simpson agachada en plena postura sexual en el logo de los Juegos?) un lema: Inspire a generation. Si toda una generación de británicos se sentirá inspirada por estas Olimpiadas es algo que solo los propios británicos podrán responder. A los demás —a la mayoría de los seres humanos— nos tocará olvidarnos durante otros cuatro años de disciplinas tales como salto con garrocha o lanzamiento de jabalina, hasta que en 2016 el espíritu olímpico vuelva a apoderarse de una megaciudad y de nosotros. Entonces podremos echarle la culpa a Río.
(Buenos Aires, 1978) es periodista y escritor. En 2018 publicó la novela ‘El lugar de lo vivido’ (Malisia, La Plata) y ‘Contra la arrogancia de los que leen’ (Trama, Madrid), una antología de artículos sobre el libro y la lectura aparecidos originalmente en Letras Libres.