Kevin Reed

Daniel Dennett, el darwinista comprometido

Daniel Dennett (1942 - 2024) quiso desde el principio desarrollar una filosofía de la mente y de la consciencia basada en los avances de las ciencias cognitivas.
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Muchas de las grandes ideas de las que sigue alimentándose la edad contemporánea surgieron en el siglo XIX y de entre los nombres de ese siglo hay uno cuya influencia no solo no ha ido disminuyendo con el tiempo, sino que ha ampliado su alcance a campos antes insospechados. Ese nombre es el de Charles Darwin. No falta quien vea en ello una desafortunada desmesura y hable con desaprobación de la “darwinitis” de nuestro tiempo. Sea como sea, Darwin es el pensador que nos proporciona muchas de las claves actuales no solo para entender el mundo biológico, sino al ser humano y buena parte del entramado social. Probablemente no haya ningún otro filósofo que se haya tomado a Darwin tan en serio y que haya hecho tanto por la aplicación de su pensamiento como Daniel Dennett (aunque habría que nombrar también a Michael Ruse y a Philip Kitcher, y no pasar por alto al español Carlos Castrodeza, que hizo lo mismo en nuestra lengua, llegando a posiciones distintas a las de Dennett, pero no muy alejadas en lo sustancial).

Daniel Dennett nació en Boston en 1942 y ha muerto en la misma ciudad el pasado 19 de abril. Vivió su infancia en Beirut, donde su padre, profesor de historia islámica, fue agregado cultural (y espía) en la embajada estadounidense en los años de la Segunda Guerra Mundial. Tras la muerte de su padre en 1947, en un accidente de avión ocurrido en circunstancias extrañas, volvió a los Estados Unidos. Influido por la lectura de W.v.O. Quine, estudió filosofía en Harvard y en 1965 se doctoró en Oxford, con Gilbert Ryle, con una tesis titulada “La mente y el cerebro. Descripción introspectiva a la luz de los hallazgos neurológicos: la intencionalidad”. Pero donde pasó casi toda su vida profesional fue en la Universidad de Tufts, cerca de Boston, al norte de Harvard y el MIT, adonde llegó en 1971.

Desde el principio de su carrera, su empeño central fue desarrollar una filosofía de la mente y de la consciencia basada en los avances de las ciencias cognitivas, indagando sobre su origen evolutivo y estableciendo las diferencias y similitudes entre la mente animal y la mente humana. Este proyecto lo llevó a cabo sobre todo en sus obras Contenido y consciencia (1969), que es una versión revisada de su tesis, La actitud intencional (1987), La consciencia explicada (1991), Tipos de mentes (1997) y De las bacterias a Bach. La evolución de las mentes (2017).

Los problemas que más le interesaron a lo largo de su extensa obra fueron el de la naturaleza y base biológica de la consciencia, el de la actitud intencional con la que necesariamente interpretamos y predecimos las conductas de otros agentes, el del origen evolutivo de la mente, el de la consistencia científica de los qualia (o experiencias subjetivas inefables y puramente introspectivas), el de la posibilidad de compatibilizar el libre albedrío con el determinismo del mundo natural, asumiendo en las decisiones un elemento de indeterminación y de autocontrol, y otros, casi siempre ligados a la comprensión de la mente humana y la mente animal. El elemento común de sus análisis era un naturalismo (materialismo dirían algunos) que considera que la filosofía ha de hacerse en continuidad con las ciencias y atendiendo siempre a los datos y teorías provenientes de ellas.

La consciencia, según Dennett, no es un teatro cartesiano en el que el sujeto contempla como espectador las cosas que suceden en su mente, sino el resultado emergente del funcionamiento de mecanismos cerebrales que son inaccesibles por introspección. En cierto sentido, podría decirse, por tanto, que la consciencia es una ilusión creada por esos mecanismos y procesos neuronales. No hay algo así como una consciencia separada o que vaya más allá de ellos. Por eso no serían posibles los zombis, es decir, seres que tuvieran todos nuestros procesos mentales aun cuando carecieran de consciencia. Un contenido es consciente en la medida en que ejerce una función importante en el desarrollo de otros contenidos y en la conducta del individuo. Esto implica igualmente que los qualia, las experiencias subjetivas, como la de los colores o los sabores, que parecen escapar a todo análisis científico, no existen. Esta posición le costó numerosas críticas, entre otras la de John Searle. En realidad, sus posiciones sobre muchos de estos temas fueron polémicas y generaron intensa discusión, lo que le convirtió en uno de los filósofos más influyentes de los últimos años, y me atrevo a decir que de los más divertidos también.

Un lugar aparte merece sin duda su libro La idea peligrosa de Darwin (1995). Allí argumenta que la idea de Darwin de la evolución por selección natural es un “ácido universal” que disuelve muchas de las viejas ideas que hemos heredado sobre la naturaleza y el ser humano, entre ellas el esencialismo, el propósito en las entidades naturales, o la singularidad del ser humano. Ahí radica el “peligro” de la idea de Darwin. La evolución por selección natural, que es un proceso algorítmico y, por tanto, formal y mecánico, y no está dirigido por una finalidad predeterminada, puede explicar satisfactoriamente la complejidad de los seres vivos, con su apariencia de diseño que les hace estar bien adaptados a su entorno. Y puede explicar, por tanto, las cualidades que atribuimos a nuestra especie, incluyendo sus capacidades mentales y lingüísticas, que le llevan a poder desarrollar la ciencia, la cultura y la moralidad, y todo ello sin necesidad de apelar a un diseñador sobrenatural. En este sentido, Dennett distingue entre explicar las cosas mediante “ganchos celestiales”, ascensores teóricos colgados del cielo, o mediante “grúas” bien asentadas en el suelo, que permiten ver cómo los niveles superiores de complejidad pueden surgir de los subprocesos inferiores. La selección natural sería una grúa explicativa que hace innecesario buscar ganchos celestiales acerca de la vida, y eso le lleva a criticar no solo a los creacionistas, sino también a los biólogos críticos del adaptacionismo, como Stephen Jay Gould.

Se repite estos días que, junto con Richard Dawkins, Sam Harris y Christopher Hitchens, fue uno de los Cuatro Jinetes del Nuevo Ateísmo. Los cuatro habrían defendido un ateísmo particularmente beligerante con los ataques de algunas iglesias protestantes a la teoría de la evolución. Su libro más relevante en este sentido fue Romper el hechizo. La religión como un fenómeno natural, de 2006. En él parte de la base de que la religión puede estudiarse científicamente como cualquier fenómeno cultural o sistema social. Utiliza para ello como herramienta de análisis el concepto de meme, en tanto que replicador cultural, acuñado por Richard Dawkins. En su origen, transmisión y evolución la religión podría explicarse como un fenómeno social que cumple ciertas funciones, tales como el consuelo ante el sufrimiento o la promoción de la cooperación, que hacen de ella, en sus diferentes versiones, un meme exitoso.

Permítame el lector que introduzca un breve toque personal en este breve obituario. Tuve el placer de compartir aula con Dennett una vez a la semana, durante tres meses, en el seminario de doctorado sobre fundamentos de la teoría de la evolución que impartieron Peter Godfrey-Smith y el biólogo David Haig en la Universidad de Harvard en el invierno y la primavera de 2007. El primer día, al entrar en clase, tardé un instante en reconocerle, pese a haber visto sus fotos muchas veces, con esa inconfundible barba blanca. Sencillamente mis ojos se negaban a identificarlo. Era algo por completo inesperado que un maestro de maestros, como él era ya entonces, asistiera como oyente a un seminario de doctorado, igual que los demás alumnos y algún visitante despistado, como era mi caso. Esto decía mucho acerca de su humildad intelectual y de su afán de aprender. Intervenía con frecuencia, pero sin resultar intempestivo, y era también interpelado de vez en cuando en algún asunto difícil por los ponentes del seminario. Fue toda una experiencia filosófica verlo reflexionar con su enorme vitalidad y parsimonia sobre diversos temas, como en sus siempre estimulantes conferencias, aunque en aquella ocasión eran temas relacionados con la filosofía de la biología y la teoría de la evolución. El resto de los alumnos, brillantes como correspondía a aquel lugar, lo trataban como un compañero más, y estoy convencido de que eso le complacía. Guardo con mucho cuidado, como recuerdo de aquellos momentos, la copia de Breaking the spell con su dedicatoria.

Su último libro, I’ve been thinking, aparecido en octubre de 2023, una especie de autobiografía intelectual, me llegó hace tan solo unos días. Aún no he tenido tiempo más que de hojearlo, pero no me resisto a citar aquí su comienzo y su final, porque creo que caracterizan bien su personalidad. Comienza así: “El 24 de octubre de 2006 una ambulancia me llevó a toda prisa desde mi despacho en la Universidad de Tufts a la sala de urgencias de la Clínica Lahey, donde los doctores encontraron el problema: las capas interna y externa de mi aorta se habían separado –una disección aórtica– y podía morir en cualquier momento si la sangre de mi corazón saltaba a la cavidad pulmonar. El día antes había estado en la Ensenada de la Caballa, en Swan’s Island, en Maine, con mi velero, Xanthippe”. Y concluye con estas palabras: “Él [Descartes] se equivocó, y por supuesto yo bien podría estar equivocado, pero otros pensadores a los que respeto han llegado a ver las cosas como yo, de modo que cuando me pregunto: “¿y si nos equivocamos?”, puedo mantener este murmullo escéptico en un segundo plano”. Descanse ahora en paz, ajeno a estas preocupaciones.

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