En el número 82 de la edición en español de la londinense New Left Review (septiembre-octubre de 2013) se recogen los “Cuadernos mexicanos (1940-1947)” del revolucionario (anarquista primero, comunista, exiliado por Stalin), ensayista, poeta y narrador Victor Serge, hombre formidable en quien se reunían –escribió su amigo Octavio Paz– “dos cualidades opuestas: la intransigencia moral e intelectual con la tolerancia y la compasión”.
Nacido Victor Lvovich Kibalchich en Bruselas, en 1890, el seno de una familia rusa exiliada, y muerto en la miseria en México, en 1947, Serge es el autor de gran cantidad de libros, incluyendo su Vida y muerte de Leon Trotski (1951, en colaboración con Natalia Ivanovna Sedovna, la viuda), sus deslumbrantes Memorias de un revolucionario (1951), traducidas por Tomás Segovia, y, desde luego, El caso Tulayev (1949) la gran novela sobre la desilusión con la URSS, que tradujo David Huerta.
Estos “cuadernos” fueron encontrados apenas en 2010 en unas cajas que estaban en Amecameca, en la casa de campo de quien fuera la última esposa de Serge, la arqueóloga Laurette Séjourné, que lo alcanzaría en su exilio mexicano y que, luego de enviudar, se casaría con el editor Arnaldo Orfila. (Las cartas entre Serge y Séjourné mientras la espera, Écris-moi à Mexico (1941-1942), acaban de aparecer en Francia con un prólogo de Adolfo Gilly. No las conozco aún.) En esa casa de Amecameca se hospeda, al parecer, la Fundación Orfila Séjourné. Fue un hallazgo importante, pues permitió sumar setenta páginas y siete años a los Carnets (1936-1947) de Serge que se publicaron en 1952, en Francia.
Son unas páginas riquísimas sobre el traslado de los conflictos mundiales al caldero de México. Serge y su hijo, el pintor Vlady, llegan en septiembre de 1941, luego de una larga y atribulada travesía. Lo primero que hace es ir en peregrinación al “Sepulcro de Coyoacán” como llama a la casa de Trotski. Después escribe sobre los exiliados españoles y los alemanes, la Esquerra Republicana y los judíos, los franceses y los troskos rusos, los manejos de Indalecio Prieto y los republicanos, anarquistas, socialistas, “socialistas de derecha”, el POUM, los veteranos de las Brigadas Internacionales. Hay apariciones de Gustav Regler, Julián Gorkin, Ramón Denegri, Tina Modotti, Joaquín Maurín, Enrique Gironella, Jean Malaquais, Bartomeu Costa-Amic, los amigos de “Socialismo y libertad” y Benjamin Péret (con quien tanto criticará a Eluard y a Aragon y a otros poetas que no denuncian a Stalin).
Escribe también sobre la llegada a Veracruz de los barcos cargados de refugiados y espías, el suicidio de Stefan Zweig en Brasil, las averiguaciones sobre el asesinato del “Viejo” a manos de Jackson-Mornard-Mercader; sobre la presencia en México de la policía del Estado soviético, la GPU, el largo brazo de Stalin (a quien Serge llama “el sepulturero de la revolución”); sobre las complejas disputas sobre teoría de la revolución, las discusiones sobre Andreu Nin, los manejos de la GPU (estaba en México Otto Katz) y los estalinistas mexicanos (Lombardo Toledano, Mancisidor) que en El popular y en la revista Todo acusan de sinarquistas, nazis e instigadores de huelgas contra Ávila Camacho a los trostkistas como Serge, a quien llegaron a dispararle alguna vez en Coyoacán.
Y desde luego sobre la mente en eterna ebullición de Serge, sus trabajos de escritura, su amor con Séjourné, la amistad con los surrealistas exiliados en México, los archivos del “Viejo”, sus afanes por publicar sus libros en Estados Unidos, en vano porque Stalin es su “aliado”, el hostigamiento de los golpeadores a sueldo del Partico Comunista mexicano, el registro y la crítica de sus lecturas (Spengler, Adorno, Anatole France), sus pocos viajes por México (hay unas páginas preciosas sobre Taxco) y sus observaciones sobre el arte moderno. (Lamentablemente, no hay mayor referencia a su amistad con Jean Malaquais, con el joven Octavio Paz y con las revistas como El Hijo Pródigo que lo tradujeron y publicaron.) En fin, páginas incandescentes y vivas, desde que inician con el relato del barco que viaja de Marsella a América –donde Serge es pasajero junto a André Breton, Wilfredo Lam y Claude Lévi-Strauss (las páginas de Serge sobre esa etapa de su viaje son tan buenas como las que le dedicará Lévi-Strauss en sus Tristes trópicos– y hasta las vísperas del infarto final.
Reproduzco en seguida algunos párrafos, completando los nombres. La primera entrada del diario, el 9 de septiembre de 1941, registra la visita a “El sepulcro de Coyoacán”, a la casa del “Viejo” Trotski, asesinado quince meses antes:
9 de septiembre de 1941
Interior de una extrema simplicidad. Gabinete de trabajo del Viejo, gran mesa sin cajones, notas sobre la India, manchas de sangre. Estantes para libros, paredes desnudas, mapa de México. Un laboratorio, celda de trabajo para un cerebro. […] Retrato del Viejo, de tamaño natural. Los ojos verde-gris, su potente mirada bien plantada, el mohín de los labios en pico de águila, muy parecido. (Otras fotos, en casa de G.[1], me producen una molesta impresión por una nueva expresión –en sus últimos meses de vida, coincidiendo con cierta mengua de la calidad de su producción intelectual y una irascibilidad incrementada– de satisfacción consigo mismo y desprecio, expresión intensa, terrible).
Hablamos del atentado de Siqueiros: una treintena de balas atravesaron la puerta del dormitorio. En total, varios cientos. Ventana del gabinete que da al jardín, cactus, hermosos árboles. Cerca de la salida una placa de cemento conmemora el asesinato de Sheldon Harte, quien en realidad era, con su carita de joven discípulo, un estalinista. En esta fortaleza había quizá tres traidores: S.H [Sheldon Harte]., Sylvia [la mujer de S.H.] y Jackson [Ramón Mercader]. El Viejo buscaba su muerte: selección del entorno por la aprobación política.
[…] Dos jóvenes armados vigilan en esta fortaleza de Coyoacán las sombras, un laboratorio intelectual desierto, una mujer-niña de sesenta y cinco años devastada. Ciudadela de fantasmas, sepulcro hechizado, desamparo absoluto. A su alrededor hermosa vegetación, montañas azules, gran cielo luminoso.
Noviembre de 1941
Rodeado de traidores. Sheldon Harte, cómplice manifiesto de Siqueiros, por más que el Viejo no quisiera admitirlo. Por espíritu de partido, se dice, aunque yo creo que fue más por sentimiento humano, una especie de rechazo de esa decepción abyecta. El joven discípulo tan despierto, tan simpático, no era más que un agente de la GPU. Cuando le informaron, el Viejo prefirió cerrar los ojos, e hizo grabar el nombre de S.H. en una piedra en el jardín de Coyoacán, desorientando así la investigación, facilitando el juego de los asesinos. Silvia, la mujer de Jackson, probablemente su cómplice (conocía la dirección de Siqueiros; había vivido dos años con Jackson sin preguntarse de dónde llegaba el dinero; su actitud después del crimen, según Fernández; debía partir en avión el mismo día del crimen, con Jackson.). Natalia se niega todavía a admitir la traición de Silvia por el mismo respeto humano, negación empecinada. Jackson, después del primer atentado, contribuyó a pagar los gastos de los trabajos de fortificación de la casa… El Viejo salía en el automóvil de Jackson. Jackson asistió al envío de los documentos del Viejo a Nueva York. Sin embargo, carecía de toda cualidad intelectual, ningún pasado. Sectarismo –selección de los hombres por el sectarismo político– y soledad, como fondo del drama.
4 de diciembre de 1941
Natalia Ivanovna [Sedova, viuda de Trotski] recibió hace unos días una oferta de un policía mexicano que por 50.000 dólares se ofrecía a matar a Jackson. Piensa que la GPU ha maquinado esa intriga: matar a Jackson y acusar a los trotskistas (si Jackson se hubiera evadido, ¿no habrían acusado a los trotskistas de haberlo secuestrado?). Ha comunicado el asunto a las autoridades mexicanas, que la han autorizado a dar cuenta a la prensa. Piensa que la prensa estadounidense lo ahogará.
30 de enero de 1942
La placa dedicada a Sheldon Harte es como un insulto: la probabilidad de que fuera un agente provocador es de nueve sobre diez. La hoz y el martillo en esa tumba me hacen daño, no son ya para mí los símbolos gloriosos de la revolución, sino las insignias de una impostura inhumana.
11 de noviembre de 1942
Durante el Día de los Difuntos posterior al asesinato de Trotski vendían en las calles calaveras que se parecían a él y también pequeños ataúdes de cartón con un Trotski muerto de azúcar. Repugnancia de Jeannine [hija de Serge, de siete años] al ver a los niños comer las calaveras. Como europea, protesta ligeramente horrorizada. Eso no dura; pronto ha comprobado que se trataba de todas maneras de buena azúcar.
1-3 de enero de 1943
Vamos a Taxco en automóvil con Martínez. Más de 200 km por carretera hacia el Pacífico, atravesando vastos parajes montañosos, bajo un cálido sol […] Aridez, pocos cultivos, la impresión de un país sin población, entregado a plantas erizadas de espinas, espléndidas pitas de enormes hojas que caen como jarrones, órganos que se alzan rectos hasta 5 metros o más, terribles arbustos-árboles de cactus perpendiculares de un verde tan intenso que parecen casi negros. […]
La ciudad se extiende sobre empinadas pendientes, con pequeños lugares horizontales que asombran al visitante. Callejuelas tortuosas pavimentadas con guijarros puntiagudos que hacen necesaria una especie de acrobacia para subir o bajar por ellas. Deterioro y buenos hoteles para gringos, comercios de platería y orfebrería –las minas están cerca– que regentan extranjeros, evidentemente. Por encima del mercado insignificante y bullicioso, la iglesia con un noble estilo barroco alza una alta torre rosada con tonalidades oscuras, portada ricamente ornamentada llena de movimiento en la piedra. Plaza sombreada, quiosco, bancos, muchachas y muchachos. A la entrada de la plaza, a los pies de la iglesia y de un hotel elegante, una pendiente empinada conduce a la prisión más agradable del mundo. «¡Entren, no se lo piensen!», nos dicen. La oficina del puesto de guardia da directamente a la calle; al fondo un enrejado de madera tallada tras el que se entrevé la fresca blancura de un patio, por el que pasean fumando noblemente, bajo su sombrero, los presos. Un joven magnífico, puro indio, vestido con un sarape blanco inmaculado, nos ofrece a través de la reja un cesto de paja trenzada, bellamente coloreado, que acaba de completar… Regateo, cigarrillos. ¿Se trata acaso de una prisión para turistas?
28 febrero 1943
¿Pero cómo vivir confiando en ese pronto que puede tener que esperar toda una época, cuando hay que pagar cada mes el alquiler y el pan cotidiano? Si fuera más joven –con mayor fuerza muscular– esperaría haciendo cualquier cosa para ganarme un mendrugo; pero ya no me queda más que un cerebro, del que nadie siente necesidad en este momento y que muchos preferirían que recibiera una bala definitiva.
21 de julio de 1945
Dos visitas a Natalia, a quien no había visto desde hacía meses. Reencuentro la impresión de aplastante tristeza que me había llevado de aquí en mis últimas visitas y que me ha hecho llamar a la casa de Trotski «el sepulcro de Coyoacán». Natalia es la guardiana de ese sepulcro, la dolorosa plañidera infatigable y resuelta de más de cien mil muertos admirables. Al salir de la calzada, me encuentro al borde de un río cenagoso, a lo largo del cementerio abandonado. Grandes árboles aquí y allá resisten a la sequedad y al ardor del sol. Viejo puente de piedra, pesado arco abovedado. La calle Viena es ancha, incandescente, poco habitada. Al socaire de una casa baja, un letrero de cartón sobre el que bailan en letras rojas: «Aquí se castra a todo tipo de animales…». La casa del Viejo se ha convertido en esa fortaleza de muros grises dominada por aspilleras, con puertas de hierro (pero en el momento del atentado de Siqueiros ni esas aspilleras ni esa puerta existían todavía…). Vegetación opulenta en el jardín, donde cactus y palmeras rodean un pequeño monumento en cemento gris: estela en la que se ven la hoz y el martillo, el asta de una bandera… Las jaulas de conejos de los que se ocupaba el Viejo están vacías y abandonadas. Sol, sol sobre todo esto, vuelo de mariposas, centelleos en la calma, silencio. Natalia ha envejecido poco, no sé cuál es su edad, quizá en torno a la sesentena, pero se la ve toda blanca, menuda, vestida con un vestido indio negro y blanco, y aprieta alrededor de sus hombros un ligero chal negro.
Mausoleo. Las ideas de la revolución están muertas. La hoz y el martillo se han convertido en emblemas del despotismo y el asesinato. Las victorias de la guerra civil están muertas, el heroísmo de la revolución está cubierto de mentiras. Las obras intelectuales se han destruido, desconocidas por el mundo. Los hombres, las mujeres y los niños que hicieron aquella historia están muertos. El Viejo fue asesinado en la habitación vecina.
(La semana que viene: artistas y arte…)
[1] Supongo que se refiere a Julián Gorkin.
Es un escritor, editorialista y académico, especialista en poesía mexicana moderna.