Joy Laville no es abstracta, geométrica o realista; su pintura está hecha de insinuaciones cuyo enlace más nítido son las siluetas y huellas que habitan en la memoria, en sus múltiples capas y recovecos, allí donde pasado y presente se funden en un tiempo móvil: el que subyace en el espacio atemporal, fijo, de los objetos y figuras del cuadro. Existe, sí, una memoria primigenia que late en la obra de esta artista nacida en 1923 en la isla de Wight, Inglaterra: es el recuerdo de ese lugar expandido y reinventado por la memoria vital en otras costas, como si de aquel sitio inicial sólo perdurara un bosquejo. Y sí: las escenas pintadas por Joy Laville parecen un deliberado esbozo leal a las formas de lo que se conserva y se pierde a causa del destierro. Si así fuera, habría, desde esta lectura, una doble actitud dirimida entre la región de origen como un espacio mítico e inalcanzable que cruza secretamente a las obras; y, por otro lado, el esbozo como categoría estética. Caben, además, otras designaciones. Por ejemplo, la de registrar los cuadros de esta autora como neofigurativos, y es cierto, desde un punto de vista historiográfico ese señalamiento tal vez sea correcto. Pero no, la pintura de esta inglesa que vivió durante años en Canadá (1947- 1956) y estableció su residencia quizá definitiva en México, excede la clasificación antes mencionada. Por su originalidad, por su ubicar la propia conformación visual al margen de una neofiguración más convencional y conocida, Laville se abre camino en una situación transitiva entre lo verosímil y la abstracción con un manejo del lenguaje pictórico absolutamente personal. Y con este enclave se inserta en la modernidad mediante la construcción, reitero, de un estilo bien definido e insular, como si buscara establecer la metáfora global que recorre todos sus cuadros cuyo origen está en la isla donde nació. Dicho en otros términos, la pintura de Joy Laville tiene la gran virtud de no parecerse a ninguna otra, aunque ella reconozca el influjo de su maestro Roger von Gunten. Y a propósito, por su abarcador manejo de la luz casi no hay claroscuros en sus imágenes, podría emparentarse con el impresionismo. Por otra parte, sus contornos difusos, su lirismo y sus escuetas pautas figurativas la acercan a su coterráneo William Turner. Otra relativa coincidencia: la conformación de las figuras a medio camino entre el realismo y la mancha, entre lo reconocible y el aplanamiento desfigurador, recuerdan las pequeñas figuras del argentino Guillermo Kuitca. Insisto, es una coincidencia, porque ambos artistas, Laville y Kuitca, no se conocen entre sí y tampoco han visto sus respectivas obras.
Volviendo al tema de la memoria, es necesario precisar que ésta aflora bajo la forma de una condición tácita y sustancial; atraviesa cada tela como si se tratara de un fino y transparente velo; tocada por la levedad, el eco del recuerdo es el suelo simbólico de uno y otro y otro cuadro, generando una sensación tan intangible, tan inmaterial como la vagarosidad de la memoria. “Los cuadros de Joy, como los sueños, no parten de apuntes sino de recuerdos…” escribió alguna vez Enrique Krauze. En efecto, Joy Laville nos hace sospechar que sueña con los ojos abiertos a la luz, al breve juego de formas y al color, con una melancolía que convive muy bien con los frecuentes medios tonos y que no desdeña los espacios soleados.
“Desde hace un año vivo con una mujer lila. Cuando abro los ojos, cada mañana, la veo en su postura habitual: está de pie, en medio de una habitación verde… desnuda, con los brazos un poco echados hacia atrás, como esperando que alguien le tome una fotografía. Por la ventana que está a su espalda se ve la noche de luna… la luz de la luna que ilumina unos muros con enredaderas y un árbol… La otra ventana de la habitación da a la otra noche, mucho más oscura. A veces, me acerco y busco a la mujer, y allí está siempre, esperando… La mujer, la luz, el árbol y la noche están en un cuadro de Joy Laville”, escribe Jorge Ibargüengoitia en un catálogo de la muestra que Laville presentó en la Galería de Arte Mexicano en 1967. El escritor maneja aquí la ambigüedad fundada entre la mujer (su mujer), que comparte la recámara con él, y las figuras femeninas de dos cuadros colgados sobre los muros del cuarto. Es decir, Ibargüengoitia abre en su texto las fronteras de los cuadros para crear un juego de relaciones entre el interior y el exterior de ambas telas. Un juego que la pintora parece realizar con naturalidad. Veamos lo que el escritor agrega en otra parte del prólogo: “Joy Laville sabe ver, sabe recordar, sabe poner colores sobre una superficie plana, y tiene la rara virtud de poder participar en el pequeño mundo que la rodea.” El paralelismo hecho por Ibargüengoitia en el fragmento anterior y esta última transcripción hablan de una vertiente autobiográfica sui géneris, pero palpable en la obra de su mujer. Además, la ambivalencia entre la superficie pintada y el ámbito tridimensional de la habitación alude también a los rasgos personales que la pintora introduce en su pequeña, sintetizada y sabia poética visual. De ese modo, en la medida en que Joy Laville transforma su entorno en material estético, las pautas de su autobiografía se fusionan con la simultaneidad del presente. ~
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