Nadando en un mar de muerte

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Mi madre vivió casi la totalidad de sus 71 años con la creencia de ser una persona que vencería cualquier dificultad. Incluso durante los últimos nueve meses de su vida, una vez que le fue diagnosticado el síndrome mielodisplástico o smd, un tipo de cáncer particularmente virulento, siguió creyendo que ella sería la excepción. Técnicamente, el SMD antecede a una leucemia mieloide aguda. En promedio, el índice de supervivencia en una generación no supera el veinte por ciento, y esto es mucho peor tratándose de una mujer con setenta y tantos años que había padecido cáncer en dos ocasiones anteriores. No es que mi madre ignorara que las cartas de la biología no jugaban a su favor; siendo persona que se preciaba de comprender los datos médicos, esto lo tenía más que claro. Justo después de ser diagnosticada, entró a la red para buscar todo lo que pudiera saber sobre el smd, y se desalentó conforme la naturaleza letal del síndrome se fue evidenciando. Ese desaliento era la otra cara de la confianza mantenida durante toda una vida en su habilidad para sortear los obstáculos. “Esta vez, por primera vez”, me dijo, “no me siento especial.”
     Notablemente, en unas cuantas semanas mi madre se había repuesto psicológicamente y estaba preparándose entusiasta, tal como lo había hecho anteriormente en sus dos batallas victoriosas contra el cáncer, para encontrar los tratamientos y a los doctores que pudieran ofrecerle alguna esperanza de vencer esa horrorosa adversidad y convertirse una vez más en la excepción. Cómo lo hizo es algo que no sé. Tal vez fue el mismo espíritu que la llevó a escribir, en su libro El sida y sus metáforas, que había sanado de su primer cáncer “maldiciendo el pesimismo de mi doctor”. Quizá de alguna manera fue capaz de maldecir su propio pesimismo también. Lo que sí sé es que los ataques de pánico que la avasallaron al principio se hicieron menos frecuentes, y que en la información sobre el SMD que encontraba en la red comenzó a encontrar más motivos de esperanza que de desaliento. Incluso comenzó a trabajar de nuevo, y escribió un texto feroz sobre las fotografías de tortura en Abu Ghraib para la revista del New York Times, al tiempo que se preparaba para ingresar en el Fred Hutchinson Cancer Center en Seattle, donde se habían hecho los primeros trasplantes de médula ósea, su única esperanza realista de curación.
     Después de todo, su “negación positiva”, como yo siempre la consideré, ya fuera respecto de su salud, su trabajo como escritora o su vida privada, no menguó con los datos brutos del smd. En su cumpleaños número setenta, quince meses antes de descubrir que estaba enferma de nuevo, me había hablado largo y tendido, y con la pasión característica que ponía en su trabajo, sobre lo que ella consideraba una nueva y mejor etapa de su vida como escritora. Ahora, una vez más, comenzó a hablar de nuevos proyectos —sobre todo de la novela que estaba esbozando— que emprendería a su regreso a Nueva York, e incluso comenzó a especular sobre si tendría fuerzas suficientes para escribir durante el tratamiento.
     ¿Sería bravuconería? Sin duda lo era, pero no era sólo bravuconería. Durante los dos años de quimioterapia a la que se sometió a mediados de los setenta para tratar su primer cáncer —un cáncer de mama avanzado que se había extendido a diecisiete nódulos linfáticos—, logró escribir un libro sobre fotografía, y dos años más tarde, su libro La enfermedad como metáfora. En esa ocasión, había sorteado los obstáculos. William Cahan, su doctor principal en el Memorial Sloan-Kettering Cancer Center en la ciudad de Nueva York, me dijo entonces que él prácticamente no veía esperanza alguna (en aquellos días los doctores solían decir a los familiares de los pacientes cosas que no revelaban frente a los enfermos). Sin embargo, el doctor Jerome Groopman, jefe de medicina experimental en el Beth Israel Deaconess Medical Center en Boston y amigo de mi madre, me dijo algunos meses después de su muerte: “Las estadísticas sólo te dicen un poco. Siempre hay personas en el borde de la curva. Ellas sobreviven milagrosamente, como tu madre, con cáncer de mama. Su pronóstico fue horrible. Ella dijo ‘no, soy demasiado joven y terca, quiero intentarlo [el tratamiento]’. Estadísticamente, ella habría muerto. Pero no fue así. Estaba en el borde de esa curva.”
     “Nos contamos historias para poder vivir.” Es una frase de Joan Didion y, al considerar la vida de mi madre, me he preguntado últimamente si no nos contamos historias también para morir. En retrospectiva, me doy cuenta de que mi madre nunca hablaba mucho sobre la muerte. Pero la muerte era el fantasma en medio del banquete en muchas de sus conversaciones, un fantasma que se manifestaba particularmente en su insistencia sobre su propia longevidad y, conforme envejeció, por sus frecuentes declaraciones en torno a la esperanza de cumplir los cien años. A los 71 años no estaba más resignada a morir que a los 42. Tras su muerte, un rasgo común en muchas de las cartas de condolencia, extremadamente generosas y sinceras, que recibí por parte de sus amigos me dejó perplejo: era sorprendente —sorprendente— que mi madre no hubiera vencido el sdm como había vencido el cáncer de mama y el sarcoma uterino que la habían atacado a mediados de los años sesenta. Claro que ella también se sorprendió cuando los doctores en Seattle entraron en su habitación para decirle que el trasplante de médula había fracasado y que su leucemia estaba de vuelta. Mi madre gritó: “¡Pero esto significa que voy a morir!”

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     Nunca olvidaré ese grito, nunca pensaré en él sin querer gritar yo mismo. Y, sin embargo, incluso en esa terrible mañana, en esa habitación limpísima del hospital de la Universidad de Washington, con su vista incongruentemente bella del lago Union y del monte Rainier al fondo, recuerdo haberme sorprendido por ver a mi madre sorprendida. Creo que no debí hacerlo. Hay quien puede reconciliarse con la muerte y quien no puede. Cada vez me convenzo más de que ésta es una de las cosas más importantes que dividen el mundo. A manera de anécdota, mi percepción de todas esas horas en salas de espera, pasillos de hospital, cafeterías y cuartos para familiares, es que los seres queridos de personas muy enfermas se dividen de la misma manera. Para los doctores, empero, comprender y descifrar la respuesta ante la decisión individual de un paciente de continuar su lucha por la vida cuando las posibilidades de supervivencia son pocas, o bien, de detenerse y tratar de pasar el tiempo que queda de la mejor manera posible, puede ser una responsabilidad casi tan grande como lo es el reto científico de tratar la enfermedad.
     “Hay quien asume los riesgos y quien los evita”, es una regla general para el doctor principal de mi madre, Stephen Nimer, quien encabeza el departamento de oncología hematológica en el Memorial Sloan-Kettering Center, y quien es también uno de los investigadores más importantes en el área de biología fundamental de la leucemia en Estados Unidos. Según explica, “hay quien dice, ‘¿sabes?, tengo setenta años; si puedo tener otros cuatro o cinco meses, estaría bien’. Otros dicen, ‘haz todo lo que tengas que hacer para salvarme la vida’. Entonces es fácil. Puedes comenzar de inmediato una plática sobre lo que el paciente quiere”.
     Para Nimer, el desafío ético, que para un doctor es vital reconocer y, a la vez, imposible (y éticamente indeseable) de tratar con fórmulas, no radica en el treinta por ciento de pacientes que, según estima, saben qué camino quieren seguir, sino en el setenta por ciento de indecisos que se quedan a la mitad. Según me dijo Nimer con pesadumbre, el poder que tiene el médico para ejercer influencia sobre estos pacientes, ya sea para llevarlos por un camino o por otro, es casi total. “Hay maneras de decir las cosas”, dijo. “‘Ésta es su única esperanza’, puedes decir. O decir: ‘Algunos doctores dirán que es su única esperanza, pero tiene veinte veces más probabilidades de dañarlo que de ayudarlo’. Por eso estoy seguro de que puedo convencer a la gente.”
     Los oncólogos son científicos consumados. A juzgar por aquellos que trataron a mi madre tanto en Nueva York como en Seattle, y a quienes llegué a conocer y a admirar profundamente en los nueve meses durante los que intentaron salvar su vida, los oncólogos están tan apegados a su trabajo de laboratorio como lo están a la práctica clínica. Pero lo que Stephen Nimer describía era más arte que ciencia. Ilustraba la asimetría profunda y, para los pacientes y sus seres queridos, frustrante y a menudo infantil que radica en el núcleo de la relación entre pacientes y doctores. “El hecho es que la gente nunca es tan educada como el doctor”, decía Nimer. “No pueden comprender los temas. Si nunca has visto a nadie que haya pasado por un trasplante de médula ósea, ¿cómo demonios puedes entender cuando decimos que se trata de una enfermedad de injerto contra huésped? Ah, ¿y qué es eso? Bueno, es cuando el injerto ataca tu sistema inmune. Ah, ya, ahora entiendo. Pero no tienen ni idea de lo que es. ¿Qué es la diarrea? Bueno, tienes ocho litros de diarrea cada día, eso es un tanto diferente de: fui al baño y las cosas sucedieron un poco más suaves de lo que habría querido. ¿Cómo explicas algo a alguien si no es basándote en la experiencia?”
     A fin de cuentas, dijo Nimer, “tienes que adivinar algo sobre el paciente”. Esto no significa ocultar o suavizar lo terrible que resulta casi siempre un diagnóstico de cáncer. Pero, como lo señalaba Nimer, “siempre he sentido que si le digo a alguien que tiene leucemia no tengo que decirle que es una enfermedad mortal. Lo saben. Y si veinte por ciento de la gente responde a cierto tratamiento, puedo argüir ‘dime una razón por la cual no podrías estar entre la gente que responde'”.
     Jerome Groopman lo planteaba en términos ligeramente distintos. “Se trata de un equilibrio complicado”, decía. “Está el juramento de Hipócrates: ‘No dañarás’.” Pero eso es mucho más fácil de decir que de hacer. “Si existiera una respuesta obvia”, me dijo, “no estaríamos aquí sentados.”
     En su práctica clínica con pacientes como mi madre, pacientes para quienes, estadísticamente, el pronóstico es terrible, su manera de enfrentarlo consiste en comenzar diciendo “Éste es el escenario más plausible. Hay una esperanza muy pequeña y tiene un alto costo.” Entonces, la labor del médico consiste en analizar la respuesta y tratar de determinar un plan de tratamiento coherente con los deseos del enfermo, sin llegar a lo que los doctores llaman “médicamente fútil” —esto es, algo que no ofrece una alternativa real de curación o paliativo. Eso ya es suficientemente difícil. Lo que agrava aún más el dilema del doctor en tales situaciones es que lo “médicamente fútil” significa distintas cosas para distintos médicos. Después de que el trasplante de mi madre fracasara y tras ser trasladada del hospital de la Universidad de Washington al Memorial Sloan-Kettering, Stephen Nimer puso a prueba un último tratamiento —una medicina experimental llamada Zarnestra, que había inducido efectos paliativos en un diez por ciento del reducido número de pacientes a quienes se había administrado. Por los asistentes de enfermería que atendieron a mi madre durante sus últimas semanas de vida supe que algunos de los doctores y enfermeros en el ala de trasplantes estaban a disgusto con la decisión, precisamente porque consideraban que la condición de mi madre no tenía esperanza alguna, es decir, todo lo que se hiciera ya era “médicamente fútil”. Como jefe de la división, y habiéndolo consultado con el doctor Marcel van den Brink, el jefe del hospital en el área de trasplante de médula ósea, Nimer podía ignorar estas objeciones. Pero ninguno de estos hombres habría negado la terrible dificultad que implica dibujar una frontera clara entre lo que es y lo que no es médicamente fútil.
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     Mi madre estaba decidida a vivir sin importar cuán terrible fuera su sufrimiento. Sus opciones habían sido escasas desde el principio. A diferencia de otros cánceres en los que la enfermedad puede detenerse temporalmente a través del tratamiento, no existen paliativos para el smd. La única posibilidad de supervivencia para mi madre radicaba en la posibilidad de curación rotunda ofrecida por el trasplante de células madre hemáticas adultas. De otra forma, citando uno de los sitios médicos de la red que visitó en repetidas ocasiones durante las semanas que siguieron a su diagnóstico, el tratamiento ofrecía tan sólo “el alivio de síntomas, la reducción de los requerimientos de transfusión y el mejoramiento de la calidad de vida”. De hecho, durante su segunda reunión, Nimer le había ofrecido la opción de un tratamiento con una medicina llamada Azacitidina-5, que daba a muchos pacientes con SMD algunos meses de vida con una salud relativamente buena. Pero la medicina no hacía mucho por alargar la vida. Mi madre respondió apasionadamente, “¡No estoy interesada en la calidad de vida!”
     Lo que Nimer sabía gracias a la horrible intimidad de una larga práctica clínica, y lo que mi madre no podría saber aún, pero llegaría a conocer demasiado bien con el tiempo, es lo terrible que puede ser un trasplante de células madre que no resulta exitoso. Para mí, la palabra tortura no es ni demasiado fuerte ni hiperbólica. Nimer sólo había asentido y comenzó a hablar sobre los mejores lugares para un trasplante de células madre, repasando las variaciones en los enfoques que cada centro médico daba al trasplante. Tras el fracaso, una vez que mi madre regresó de Seattle, Nimer ya sabía obviamente sobre la magnitud de los impedimentos para que una droga como Zarnestra produjera aunque fuera una breve prolongación de la vida. Pero se sintió obligado a intentarlo, porque la medicina había tenido cierto éxito y también porque mi madre le había dicho (y me había dicho) desde el principio que quería que sus doctores hicieran todo lo posible, sin importar lo arriesgado que fuera, para salvar o prolongar su vida.
     “Asumiendo siempre que no sea médicamente fútil,” me dijo Nimer unas cuantas semanas después de la muerte de mi madre, “si puedo llevar a cabo los deseos de mis pacientes, quiero hacerlo.”
     Durante sus últimas semanas de vida, mi madre sólo podía expresarse con una tremenda dificultad. Uno de los psiquiatras de Sloan-Kettering lo describía como “hibernación protectora”. Como sucede a la mayoría de las personas que han perdido a un ser querido, yo podría decir que una de las emociones que me domina desde la muerte de mi madre es la culpa —culpa sobre lo que hice y sobre lo dejé de hacer. Pero no lamento haber intentado que tragara aquellas cápsulas de Zarnestra incluso cuando su muerte estaba ya cerca, pues no tengo ni la menor duda de que, si pudiera haber expresado sus deseos, mi madre habría dicho que quería luchar por su vida hasta el final.
     Esto, empero, no cambia en absoluto el hecho de que parece casi imposible desarrollar una definición satisfactoria sobre lo que es y lo que no es médicamente fútil. ¿Dónde está la frontera? ¿Un diez por ciento de probabilidades de éxito? ¿Un cinco por ciento? ¿En qué momento pasó la “esperanza muy pequeña” a ser tan infinitesimal como para que no valiera la pena intentarlo?
     No he encontrado consenso entre los oncólogos con los que he hablado tras la muerte de mi madre, y no creo que exista tal consenso. Hay quienes asumen una postura fuerte y coherente contra tratamientos de esta índole y, lo que es más, contra la orientación de la medicina estadounidense en general, y en particular la oncología, que intenta hacer todo lo posible para salvar a cada paciente sin importar lo minúscula que sea su posibilidad de sobrevivir. Estos doctores parecen inspirados por un modelo de salud pública basado en mejores resultados para las comunidades, más que para los individuos, y consideran que éste es el modo moral y más efectivo en términos de costo de practicar la medicina. Se trata de una perspectiva ligada a menudo al trabajo del escritor médico Daniel Callahan, una perspectiva que cada vez tiene más influencia.
     Esto se debe, en parte, a que el sistema médico estadounidense actual está derrumbándose. Varios doctores que profesan poca simpatía por la perspectiva de Callahan me indicaron que, le guste o no, la sociedad estadounidense ya no puede financiar o tal vez ya no quiere financiar el cuidado heroico que algunas personas como mi madre, cuyas esperanzas son obviamente pocas, aún reciben en Estados Unidos. Diane Meier, una especialista en cuidado paliativo en el Hospital Mount Sinai de Nueva York, señaló que si nuestra sociedad gastara el mismo dinero en cuidados médicos del que se gasta, digamos, en la industria militar, el desafío que enfrentan los médicos sería muy distinto. Pero ni Meier ni cualquier otro doctor con los que hablé parece creer que esto pueda suceder. Lejos de ello, la dirección en la que avanza el sistema de financiación médica ha sido hasta ahora, y muy probablemente sea en el futuro, la dirección opuesta. Según lo planteó Meier, “la crisis de costos en Medicare derivará en reducciones sustanciales y reales en el acceso a la salud”.
     Algo que ilustra lo anterior es el hecho de que el Memorial Sloan-Kettering ya está obligado a tratar con fondos de la filantropía a muchos pacientes cuyos tratamientos no están cubiertos por Medicare o cuyas solicitudes para tratar un cáncer avanzado han sido rechazadas por sus compañías de seguros. Pero éste es uno de los pocos centros de oncología que puede hacer esto (y, lo que es más serio, las estadísticas indican que sólo el diez por ciento de los estadounidenses con cáncer son tratados en centros para el cáncer). Más allá de la filantropía —y es evidente que ni el filántropo más generoso podría subsanar el déficit que los continuos recortes en la financiación del gobierno producirán—, también puede ser, según lo sugiere Meier, que estemos avanzando rápidamente hacia un sistema de salud en el que “sólo los ricos puedan escoger los tratamientos que quieren”.
     En cierto sentido, el contexto financiero del tratamiento de mi madre prefiguraba el mundo descrito por Meier. Una vez que Stephen Nimer y ella habían acordado que se sometería a un trasplante de médula ósea en el Fred Hutchinson Cancer Center, y una vez que fue aceptada allí como paciente, envió una solicitud a Medicare —su principal seguro— para cubrir el tratamiento. Medicare se negó, arguyendo que los gastos sólo podrían ser cubiertos hasta que el SMD se “convirtiera” en una leucemia declarada; en otras palabras, hasta que estuviera mucho más enferma.

Entonces mi madre hizo la misma solicitud a su compañía de seguros privada. La respuesta fue que su cobertura no abarcaba trasplantes de órganos, que es como consideraban un trasplante de médula ósea. Más adelante cedieron, pero incluso así se rehusaron a permitirle a mi madre “salir de la red” al Fred Hutchinson Cancer Center, aun cuando Stephen Nimer estaba convencido de que los doctores de dicho centro tenían las mayores posibilidades para salvar su vida. Así que la aseguradora propuso cuatro opciones “de la red” —los hospitales en los que ellos sí pagarían por el trasplante. Sin embargo, tres de ellos dijeron que no admitirían a un paciente como mi madre (por su edad, su historia médica, etcétera). El cuarto hospital aceptó a mi madre, pero declaró con franqueza que tenía muy poca experiencia con pacientes de esa edad.
     Decidida a obtener el mejor tratamiento posible, el tratamiento que Stephen Nimer había afirmado que se encontraba en Seattle, mi madre insistió, y fue admitida en el Fred Hutchinson Cancer Center como un “paciente autofinanciado” y tuvo que dejar un depósito de 250,000 dólares para que la gente en Seattle la aceptara. Incluso antes de esto, había tenido que pagar 45,000 dólares para buscar un donador compatible de médula ósea —un gasto que rara vez es cubierto por el seguro, si no es que nunca.
     El que estuviera recibiendo el mejor tratamiento disponible, tanto en Sloan-Kettering como en Fred Hutchinson, era de gran consuelo para mi madre. Esto fortalecía su voluntad de luchar, su voluntad de vivir. Aunque, claro, ella era la única que recibía ese tratamiento porque era la única que tenía el dinero suficiente para pagarlo. Ciertamente, al tiempo que pagaba, sus doctores tanto en Seattle como en Nueva York le ayudaron generosamente a apelar la decisión de su compañía aseguradora —llamaron y escribieron cartas en que proporcionaban documentación y opiniones de expertos sobre por qué el tratamiento que habían recomendado era el único viable. Tanto ella como sus doctores sabían que cualquier esperanza de curación radicaba en realizar cuanto antes el trasplante de médula ósea. Pero esto no habría sido posible si no hubiera tenido el dinero para desafiar el veredicto de su aseguradora, incluso para apelarlo por la vía legal. Permítaseme una perogrullada: el número de estadounidenses que pueden hacer lo que mi madre hizo comprende a un pequeñísimo porcentaje de la población, y aunque siempre estaré agradecido más allá de las palabras por el tratamiento que recibió, y aunque sé que ella y sus doctores tomaron la decisión correcta, no puedo decir que fuera justo en absoluto.
     Elucidar cómo se concilian o si es posible que las realidades del sistema de salud de Estados Unidos hoy en día puedan conciliarse con la aspiración fundamental de la ciencia, que es descubrir, y la aspiración fundamental de la medicina, que es curar las enfermedades, rebasa mis capacidades. Pero si el tiempo que he pasado en compañía de oncólogos e investigadores me convence de algo, ello es que estas aspiraciones son casi tan fundamentales para los doctores serios como lo es la voluntad de vivir para los pacientes de cáncer. La posibilidad de descubrimiento, de investigación es como un imán. Marcel van den Brink, que es holandés, me dijo que la razón por la que está en Estados Unidos es porque aquí, a diferencia de Holanda o, según piensa, de otros países occidentales europeos, hay más dinero para sus investigaciones. Por su parte, Jerome Groopman me habló sobre el extraordinario número de investigadores extranjeros en su laboratorio, y dijo que se trataba de “lo opuesto a la subcontratación, es una ‘hipercontratación'”.
     Además, los científicos pueden encontrar inspiración en el ejemplo de la investigación en torno al sida, un ejemplo casi paradigmático de investigación heroica y libre de preocupaciones financieras. Según los estándares de la salud pública, el sida ha recibido una parte desproporcionada de los recursos médicos estadounidenses, en gran medida gracias a una incansable campaña de los homosexuales con la fuerza económica y la sofisticación cultural suficientes para hacer que sus voces fueran escuchadas por quienes toman las decisiones tanto en el ámbito médico como en el gobierno. Y, como me dijo Fred Appelbaum, el director clínico del Fred Hutchinson Cancer Center, comprender el sida y luego idear tratamientos para esa enfermedad rebasó en un principio los más grandes esfuerzos de los investigadores. Pero, pese a que no se ha encontrado una cura, con el tiempo se encontraron tratamientos efectivos —tratamientos, empero, que son sumamente costosos. Appelbaum se preguntaba secamente: “Incluso si dejamos de lado los avances tan importantes que nos ha legado la investigación para nuestro entendimiento del sida, y si dejamos de lado también las implicaciones que esto tiene para otras enfermedades como el cáncer, ¿realmente estaríamos mejor como sociedad si no hubiéramos hecho el intento por encontrar estos tratamientos?”
     Si hay una diferencia entre la investigación en torno al sida y la que se hace en torno al cáncer, ésta consiste en que, mientras que los avances en el campo del sida han llegado relativamente rápido (como lo predijo mi madre, aún sin conocer el estado de los progresos médicos en aquel tiempo, a finales de los años ochenta en El sida y sus metáforas), los avances en el tratamiento del cáncer e incluso en la comprensión fundamental de cómo se desarrolla esta enfermedad han llegado mucho más despacio de lo que mucha gente esperaba. Desde 1971, cuando el Presidente Nixon, presumiblemente incitado por sus asesores científicos, predijo que la cura para el cáncer se encontraría en cinco años, la sensación de que se está a punto de llegar a la meta regresa de forma periódica. Hoy en día estamos en uno de esos momentos, al menos hasta cierto punto. El National Cancer Institute se ha planteado recientemente metas ambiciosas en lo que respecta al progreso en la investigación y el tratamiento del cáncer. Según me dijo el doctor Andrew von Eschenbach, un médico prestigioso y un sobreviviente del cáncer (ahora se encuentra a la cabeza de la Food and Drug Administration), “la oruga está a punto de convertirse en una mariposa. Nunca he visto tanto entusiasmo entre los investigadores del cáncer. Es un momento clave”. El sufrimiento causado por el cáncer, afirmaba, bien podría estar en camino de ser aliviado en el año 2015.
     En términos generales, los medios de comunicación se han hecho eco de este optimismo. No es raro leer artículos sobre el último avance en el tratamiento del cáncer, tanto en términos de comprensión del proceso biológico básico como en relación con tratamientos médicos innovadores. En el nivel de la investigación, no cabe duda de que se ha logrado un gran progreso. Harold Varmus, el premio Nobel que ahora encabeza el Memorial Sloan-Kettering, fue contundente al respecto. “Hace cincuenta años”, me dijo, “no sabíamos lo que eran los genes. Hace treinta años no sabíamos lo que eran los genes cancerígenos. Hace veinte años no sabíamos lo que eran los genes cancerígenos humanos. Hace diez años apenas teníamos medicinas para inhibir cualquiera de estos genes. Me parece que hemos progresado muchísimo en lo que equivale al tiempo de vida de una persona.” Las células madre, añadió, “todavía nos ofrecen claves reveladoras sobre la forma en que las células se regulan y se desarrollan. Muchos de los genes que son importantes en el cáncer, según lo sabemos ahora, son importantes también en el desarrollo temprano”. Pero rápidamente señaló que “por otra parte, muchas de las cosas que permiten una vida bastante sana en Estados Unidos están basadas en vacunas, mejores dietas, no fumar, beber con moderación”.

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     Varios científicos dedicados a la investigación básica parecían mucho más pesimistas cuando charlé con ellos. Lee Hartwell, también premio Nobel y ahora presidente del Fred Hutchinson Cancer Center, ha insistido en que la atención en el tratamiento del cáncer debe cambiar del desarrollo de sustancias a las nuevas disciplinas de genómica y, sobre todo, de proteómica. Si bien reconoció los profundos avances que se han logrado en el conocimiento de la enfermedad durante las dos décadas pasadas, Hartwell parecía más preocupado por “qué tan bien estamos aplicando nuestro conocimiento al problema. El ámbito de la terapia ha sido cubierto de manera bastante débil. Se han registrado avances: curamos la mayor parte de las leucemias infantiles con quimioterapia, por ejemplo. Pero el progreso ha sido sorprendentemente escaso dados los inmensos gastos que hemos hecho desde los años setenta. Gastamos más de veinticinco mil millones de dólares anuales para mejorar los resultados de la investigación sobre el cáncer, esto si se incluye el gasto de las compañías farmacéuticas. Así que debemos preguntarnos”, dijo Hartwell, “si este es el enfoque correcto”.
     Para Hartwell, la atención se debe centrar en “el diagnóstico, antes que en la terapia. Si descubres un cáncer en su etapa inicial”, dijo, “casi todas las personas viven, mientras que si lo descubres en una etapa avanzada, casi todas las personas mueren. A partir del cáncer cervical sabemos que se puede reducir el cáncer si se detecta hasta un setenta por ciento. Simplemente no estamos gastando los recursos suficientes para trabajar y encontrar señales para la detección temprana”.
     Algunos investigadores son mucho más escépticos. Mark Greene, profesor de Ciencia Médica en la Universidad de Pensilvania y un científico cuyo laboratorio realizó gran parte del trabajo fundamental sobre la Herceptina, la primera medicina diseñada específicamente para atacar las anormalidades genéticas de las células cancerígenas y para ocasionar efectivamente su autodestrucción, está de acuerdo con Hartwell. El mejor método para luchar contra el cáncer, me dijo, es “tratarlo en su etapa temprana, porque la comprensión básica del cáncer avanzado casi no existe, la gente con cáncer avanzado puede hacer poco más de lo que hacía hace veinte años”. Desde la perspectiva de Greene, “las expectativas son muy altas. Acabamos de aprender cómo atacar de forma específica las oncoproteínas. Pero cómo realizar el tratamiento, cuándo realizarlo y qué tratar con qué sustancia es algo que no hemos optimizado”.
     Por su parte, Harold Varmus, quien se ubicó burlonamente en un punto medio entre los optimistas y los pesimistas, aceptó de inmediato que hasta ahora los resultados de la práctica clínica son complejos. Sin embargo, según lo planteó, “muchos cánceres son tratables en gran medida, a diferencia, digamos, de una insuficiencia cardiaca congestiva. Soy optimista, pero no diré que ahora es cuando“.
     El optimismo prudente de Varmus puede estar bien respaldado. Si bien resulta arriesgado generalizar, la gran mayoría de los médicos con los que hablé lo comparten. Pero estos oncólogos también parecen divididos entre el entusiasmo de la ciencia y la sombría realidad de los resultados clínicos. Jerry Groopman lo dijo así: “Yo diría que estamos logrando avances. Pero podríamos hacer algo mejor. Podríamos hacer algo mucho mejor. Y lo podríamos hacer proporcionando una tremenda libertad creativa a la investigación, quitándole los grilletes. La burocracia del cáncer teme asumir riesgos. Pero si no se puede fracasar, tampoco se puede triunfar. Se aprende de los propios errores, y no del camino surcado por el que todo el mundo está transitando”.
     Pero, añadió Groopman, “estoy entusiasmado por la familia médica que sigue al Gleevac. Lo que sucede con estas nuevas medicinas es que suspenden temporalmente el desarrollo de la enfermedad. ¿Por qué no crece tu nariz como la de Pinocho? Porque cada célula tiene una coreografía en la que debe cumplir cierto ciclo de vida y luego morir. El cáncer tiene una programación de muerte distinta, una programación que favorece la supervivencia por encima de la muerte. Cuando suspendes esto, anulas la programación y resucitas la programación de la muerte. Es casi un oxímoron. Esta programación de la muerte es a lo que nos referimos con el término ‘apoptosis’ —el proceso de muerte de las células. Las medicinas nuevas más importantes fortalecerán la apoptosis. Y si combinas una medicina como el Retoxin con la quimioterapia, puedes tener mucho mejores resultados”.
     Pese a todo, el hecho innegable es que el fracaso acompaña siempre al oncólogo clínico. Cada uno de los médicos que trataron a mi madre parecía haber desarrollado una estrategia para lidiar con esto. Stephen Nimer dijo: “Tendría que ser idiota para pensar que todo lo que hago funciona. Quiero decir, ¿dónde he estado los últimos veinte años? No tengo miedo de fracasar.” Fred Appelbaum lo dijo de manera más simple. “Puedes lograr victorias que compensen las pérdidas”, me dijo. “Pero las pérdidas son muy dolorosas.” Y mientras me hallaba sentado en su oficina, frente a otra vista realmente hermosa de Seattle que remarcaba la incongruencia entre los alrededores y la conversación que manteníamos, de pronto parecía que no había más que decir.

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     Al igual que sucedió en casi todas las conversaciones que tuve con los médicos, la afirmación modesta, casi estudiada, de Appelbaum me dejó una pregunta recurrente de los meses brutales en que mi madre estuvo enferma y de los meses que sucedieron a su muerte. Me preguntaba una y otra vez cómo hacían los médicos que trataban a mi madre con tal determinación, contra todos los obstáculos, para mantenerse a flote en este mar de muerte al que se enfrentaban cada día, ya que no podían darse el lujo de fingir, al menos ante ellos mismos, qué paciente podría vivir y cuál no lo lograría.
     La pregunta tenía sentido para algunos y para otros no. Para Jerome Groopman resonó de inmediato, y asintió en silencio. Para Stephen Nimer, no tuvo sentido. “Prefiero ‘nadar en un mar de vida'”, dijo, y agregó: “sé que no voy a salvar a todos, pero no me veo nadando en un mar de muerte. Para las personas que sufren de una insuficiencia cardiaca congestiva los resultados pueden ser iguales que los peores cánceres. La gente ve la insuficiencia cardiaca como una muerte más limpia, y el cáncer como una muerte más sucia, pero ése no es el caso. Yo me acerco a la situación con la pregunta ‘¿Cómo sería estar del otro lado?’ En primer lugar, hay que dar confianza. Siempre me preocupo por que la gente me pueda encontrar. No me llamarán por algo frívolo. Hay cierto sentido común cuando sabes que puedes llamar a un doctor. Pienso que si padeces alguna de estas enfermedades, sabes que puedes morir. Antes de llegar al momento de la muerte, la gente quiere un poco de esperanza, un poco de sentido, quiere saber que existe la posibilidad de que las cosas mejoren.”
     Y cuando no lo hacen, continuó Nimer, “lo que pase tendrá que pasar. ¿Pero qué hay del camino? ¿Qué tan duro será? Si yo estuviera muriendo lo que me preocuparía más sería cuánto voy a sufrir. He visto a mucha gente morir a lo largo de los años. Algo que se puede decir es: ‘haré todo lo humanamente posible para que usted no sufra.’ Todos vamos a morir, pero yo prestaré la misma atención a sus últimos días que a los primeros”.
     Y con mi madre, eso fue exactamente lo que hizo en el momento de su muerte —una de las muchas, de las demasiadas muertes que Stephen Nimer ha visto. Y, con todo respeto, si eso no es nadar en un mar de muerte…
     Si mi madre se había imaginado a sí misma como alguien especial, su última enfermedad expuso cruelmente la fragilidad de esa concepción. La enfermedad fue inclemente en el grado de dolor y miedo que le infligió. Mi madre, que temía la muerte más que nada, vivió angustiada por su inminencia. Poco antes de morir, miró a una de las asistentes de enfermería —una mujer espléndida, que la cuidó como a su propia madre— y le dijo: “Voy a morir”, y luego comenzó a llorar. Sin embargo, aunque su enfermedad fue inclemente con ella, su muerte fue misericordiosa. Casi 48 horas antes del final, comenzó a ceder, quejándose de un leve dolor generalizado (una señal de que la leucemia corría por su torrente sanguíneo). Poco después la atacó una infección. Los doctores dijeron que, dado el delicado estado de su sistema inmune, había pocas probabilidades de que su cuerpo resistiera. Mantuvo una lucidez intermitente durante otro día, aunque su garganta estaba tan escoriada que apenas se le oía hablar y estaba confundida. Siento que sabía que yo estaba ahí, pero no estoy del todo seguro. Dijo que se estaba muriendo. Preguntó si estaba loca.
     Hacia la tarde del lunes, nos había dejado, aunque aún vivía. Los doctores le llaman un estado preterminal. No era que mi madre no estuviera o que estuviera del todo inconsciente; ninguna de las dos cosas. Se había replegado en un lugar profundo de sí misma, a un último reducto de su ser, al menos tal como lo imagino. Nunca sabré lo que se llevó consigo, pero ya no podía comunicarse si acaso lo hubiera querido. Quienes estábamos a su lado nos retiramos a las once de la noche y fuimos a casa para dormir un poco. A las 3:30 de la madrugada del martes, llamó una enfermera. Mi madre estaba agonizando. Cuando llegamos a su habitación, la encontramos conectada a una máquina de oxígeno. Su presión sanguínea había caído a un nivel peligroso y seguía derrumbándose, su pulso se debilitaba y el oxígeno en su sangre se hacía cada vez menos.
     Durante una hora y media mi madre pareció resistir por sí sola. Luego, comenzó a dar el último paso. A las 6:00 a.m. llamé a Stephen Nimer, que se presentó de inmediato. Estuvo con ella en cada momento de su muerte.
     Y su muerte fue suave, como es la muerte si se considera que casi no sentía dolor ni manifestaba angustia. Simplemente se fue. Primero, inhaló con fuerza; hubo una pausa de cuarenta segundos, un tiempo de agonía, infinito, cuando se está mirando el fin de un ser humano; luego, otra inhalación profunda. Esto duró no más que unos pocos minutos. Después, la pausa se convirtió en permanencia, la persona dejó de ser, y Stephen Nimer dijo: “Se ha ido.”
     Pocos días después de la muerte de mi madre, Stephen Nimer me envió un correo electrónico. “Pienso en Susan todo el tiempo”, escribió. Y agregó: “Tenemos que hacer algo mejor.” –
     

© David Rieff, publicado por The New York Times Magazine
     — Traducción Marianela Santoveña

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David Rieff es escritor. En 2022 Debate reeditรณ su libro 'Un mar de muerte: recuerdos de un hijo'.


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