Aunque vivimos en sociedades liberales, la desconfianza hacia el liberalismo es patente. Nadie parece estar satisfecho con aquello que de liberal tienen nuestras sociedades, ni con el diseño democrático que constituye su expresión institucional. Y difícilmente sorprenderá saber que el movimiento ecologista es, desde su aparición, uno de los más fieros críticos del liberalismo, ideología a la que tiene por causa mayor de la crisis medioambiental y obstáculo permanente para su futura resolución. No se trata de un desacuerdo meramente práctico, sino también sustantivo: los fundamentos epistemológicos y filosóficos del liberalismo estarían en la raíz de nuestro alejamiento del mundo natural, mientras la práctica capitalista asociada al mismo habría deteriorado nuestro entorno hasta amenazar nuestra supervivencia. En palabras de Jonathon Porritt, histórico líder del ecologismo británico, el resultado es que los verdes siguen convencidos de que una sociedad sostenible solo puede ser algún tipo de sociedad socialista, nunca una liberal-capitalista.
No es difícil comprender las razones de semejante desencuentro. Si hay un principio central de la ideología liberal, es el valor superior de la libertad individual. Y, si queremos proteger la integridad del mundo natural, bien sea porque reconocemos su valor intrínseco, bien para garantizar nuestra supervivencia, esa libertad tiene que ser debidamente restringida. Así pues, el conflicto está servido.
Sin embargo, esta aparente incompatibilidad esconde muchos matices. Para empezar, porque la propia emergencia de la conciencia ambiental es un fenómeno reciente que solo puede entenderse a la luz del progreso material de la especie. Si Peter Sloterdijk tiene dicho que este último se compone de sucesivas “evoluciones del lujo” humano, tiene sentido afirmar que la preocupación por el mundo natural es el lujo civilizatorio por excelencia, una preocupación que solo puede nacer en un contexto de relativa abundancia, donde la naturaleza ha dejado de ser una amenaza directa. En ese sentido, no hay que pasar por alto el hecho de que la consolidación del ecologismo y la introducción de los problemas medioambientales en la agenda pública tienen lugar en un contexto liberal-capitalista, o sea, en sociedades plurales que mantienen abierto el debate sobre su propia forma. Hasta cierto punto, es absurdo plantearse si el avance de la conciencia y legislación ambientales en el mundo occidental se han producido a pesar de la democracia liberal o gracias a ella.
Por otro lado, no obstante, sería inexacto afirmar que el liberalismo ha permanecido indiferente al desafío medioambiental y no se ha esforzado por desarrollar un discurso propio en este terreno. Durante los últimos años, se ha producido un gradual acercamiento entre liberalismo y ecologismo que parece dominado por un implícito acuerdo de mínimos: el primero ha venido a aceptar la necesidad de preocuparse por el medio ambiente, mientras el segundo se muestra parcialmente dispuesto a abandonar el radicalismo anticapitalista. Naturalmente, subsisten en los extremos un liberalismo negacionista que no quiere oír hablar de limitaciones medioambientales a la libertad individual, así como un ecologismo antiliberal que quiere trascender el capitalismo y la democracia representativa. Pero es propio de los extremos ejercer el maximalismo.
¿Existe, entonces, algo parecido a un liberalismo verde? Aunque discreto, existe. Pero para comprenderlo hay que diferenciar entre dos objetivos distintos, que a menudo se confunden: uno es la sostenibilidad medioambiental y otro es la protección del mundo natural. Porque no son lo mismo. Asegurar el equilibrio futuro de las relaciones socionaturales no tiene por qué ir ligado necesariamente a la conservación de las formas naturales. Y ello porque bien podría suceder que los avances técnicos permitieran la progresiva sustitución del capital natural por capital artificial, de modo que replicáramos en el laboratorio un buen número de funciones ecológicas. O sea, que quizá podemos sobrevivir sin que lo hagan los arrecifes de coral; cuestión distinta es que queramos hacerlo. Pues bien, el liberalismo contemporáneo se preocupa más por lo primero que por lo segundo, pero procura dejar abierta la puerta a la justificación deontológica de la conservación. Veamos.
Sin duda, el núcleo del conflicto entre liberalismo y ecología radica en el principio de neutralidad liberal. Este principio deriva de la convicción liberal de que no existe ninguna concepción auténtica del bien. En palabras de Kołakowski, el liberalismo no se adhiere a ninguna utopía epistemológica ni cree en el cierre del conocimiento. Y, como no es posible elegir entre distintas concepciones del bien, se establece una estructura política neutral que garantiza las libertades necesarias para que cada cual, en la esfera privada, persiga su propio plan de vida. Para los ecologistas, en cambio, cuidar del medio ambiente parece requerir la posibilidad de interferir en las preferencias privadas.
Sucede que el liberalismo no está cerrado a innovaciones morales o cambios en su estructura básica de valores. Principios como la igualdad o la provisión de servicios sociales básicos han sido incorporados a su catálogo constitucional, sobre la base de que constituyen precondiciones para el justo ejercicio de la libertad individual. Y es por esa vía como pueden incorporarse también el objetivo de la sostenibilidad medioambiental y una cierta protección del mundo natural. ¿Por qué? Pues porque si la sociedad no es sostenible, deja de ser sociedad; así de simple. Si la necesidad de que una autoridad independiente haga cumplir los acuerdos individuales justifica por sí misma la existencia del Estado, tal como demostrara Robert Nozick, ese mismo Estado está legitimado para imponer ciertos estándares ambientales si queremos evitar lo que Garrett Hardin denominara “tragedia de los bienes comunes”, es decir, la desatención individual hacia bienes naturales cuyo consumo el mercado se limita a externalizar. Ya uno de los padres fundadores del liberalismo, John Locke, constreñía el ejercicio de la propiedad privada en atención a las exigencias sociales, estableciendo una célebre cláusula según la cual el individuo puede apropiarse de su trabajo sobre la naturaleza solo si, tras hacerlo, queda suficiente en común con los demás.
Al mismo tiempo, un cierto grado de conservación cumple la función de permitir que aquellos individuos cuya concepción del bien incluye el disfrute del mundo natural puedan seguir haciéndolo. No obstante, es importante entender que la preferencia individual por la protección y el disfrute de la naturaleza es, como sugiere Dieter Birnbacher, “un respetable ideal personal, pero nada más que eso”. La preservación de una naturaleza no antropogénica tendría un valor derivativo para el liberalismo: protege la posibilidad misma de una forma verde de vida y, con ello, la diversidad del paisaje moral. En qué medida esa protección haya de llevarse a cabo, en cambio, se decidirá en el curso del debate público. Por el contrario, la sostenibilidad en sentido amplio constituye la precondición para el desarrollo de cualquier plan de vida y puede ser razonablemente asimilada como finalidad estatal.
Pero hay muchas formas posibles de alcanzar la sostenibilidad. ¿Cuál es la vía preferida por el liberalismo? Pues aquella que en menor medida comprometa la forma actual de nuestras sociedades. Se trata de incentivar la búsqueda de soluciones a través de la ciencia y el mercado, fomentando la modernización ecológica de la economía y abriendo la puerta a ideas imaginativas, como la geoingeniería del clima. Es una suerte de ecologismo escéptico, que trata de mitigar los efectos indeseados del progreso material y preservar una parte del mundo natural por su valor simbólico para el ser humano. Así que no es que el ecologismo haya asimilado al liberalismo, sino que, una vez más, este ha asumido pragmáticamente el ideario de uno de sus críticos. ~
(Málaga, 1974) es catedrático de ciencia política en la Universidad de Málaga. Su libro más reciente es 'Ficción fatal. Ensayo sobre Vértigo' (Taurus, 2024).