La torre elevada, de Lawrence Wright y El segundo avión, de Martin Amis

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Los cascotes del 11-S fundaron el desequilibrio de una negación tan destructiva que por fuerza había de irradiar más energía aniquiladora, paranoia, ambivalencia y muerte. A finales de 2009 toman cuerpo las discrepancias sobre la intervención militar en Afganistán tanto en Estados Unidos como entre los miembros de la OTAN, con contradicciones estratégicas frente a las contraofensivas talibán, los atentados de Al-Qaeda o la inestabilidad de Pakistán. Lo que estamos haciendo en Afganistán es una cuestión recurrente en la opinión pública occidental. La torre elevada de Lawrence Wright cuenta paso a paso cómo las mutaciones del islam condujeron al mega-atentado del 11-s que derivó en el ataque a los santuarios de Al-Qaeda y luego a la idea de construir una democracia afgana, antes de intervenir en Irak. El segundo avión de Martin Amis reflexiona sobre la entraña de las decisiones morales y geopolíticas que se tomaron entonces, especialmente en Washington.

En la incipiente historia del siglo XXI, el 11-S es un novum, todavía indecible, carente de sentido descifrable en su dimensión plena. En el nuevo siglo, las mutaciones del islam siempre han sido violentamente regresivas en el orden de la razón y del derecho. Es un dato nuclear que Osama Bin Laden buscase exactamente el choque de civilizaciones y la extinción de Occidente. También es un dato muy asequible a la desmemoria intelectual. El recorrido ejerce la fascinación de lo demoniaco y la dramaturgia apocalíptica de los desplazamientos tectónicos en aceleración.

Con el viaje de Sayyid Qutb (1906-1966) a los Estados Unidos el viejo islam incuba una de sus mutaciones más extremadas. En 1949, el egipcio Qutb tenía cuarenta y tres años, vocación de ideólogo absoluto y un estatus fijo de escritor fracasado. La experiencia de su beca de estudios en Norteamérica le hizo creerse acosado por mujeres sexualmente famélicas y por el materialismo del sistema pragmático-capitalista. Le gustó siempre la música clásica y odió el rock. Tolerado por Nasser, acaba en la cárcel. Fue el padre del islamismo, en lo que coinciden Martin Amis y Lawrence Wright. Es un hito inicial en la larga marcha hacia el 11-S. Amis habla de “narcisismo frustrado” transfigurado en odio tenaz y sin límites. Miembro de los Hermanos Musulmanes que germinaron la revuelta islamista incluso más allá de Egipto, Qutb iba a ser el pensador predilecto de Bin Laden. Sobre todo, es un predicador de la destrucción imprescindible para alcanzar una inmortalidad paradisíaca que comienza incluso antes de que el corazón del suicida-bomba acabe de latir.

En 1967, el mundo árabe queda estupefacto tras su derrota frente a Israel en la Guerra de los Seis Días. Los mitos hitlerianos habían cundido tanto en el panarabismo que se suponía que el exterminio de Israel sería algo muy fácil. En 1979, invasión soviética de Afganistán y regreso de Jomeini a Teherán. Sadat es asesinado en 1981. De Qutb la antorcha islamista pasa a al-Zawahiri, también egipcio, a quien se da por muerto desde 2008, en la actual guerra de Afganistán. Médico, líder de la Al-Yihad que al final acabó siendo absorbida por la Al-Qaeda de Bin Laden, Zawahiri perfila más otra mutación islamista: el takfir, es decir, arrogarse el poder de decidir quién es auténtico musulmán y quién tiene derecho a la vida o debe perecer. Ser torturado en las cárceles de Egipto propulsa el resentimiento de Zawahiri a la reacción total.

Bin Laden, nacido en 1957, crece excepcionalmente prohijado por el régimen teocrático-petrolero saudí. Riad es una conglomeración del miedo a la inestabilidad abismal en una sociedad sin anclajes de formalidad institucional, nacida para la opacidad y el poder arbitrario aunque sea un poder más dúctil que los parámetros integristas de la antropología saudí. Es la autocracia sostenida por los émbolos de la extracción petrolífera y un espíritu de secta con potencial geoestratégico, siempre que Washington no ponga vetos. Bin Laden creció hiperprotegido, hijo del status quo, guerrero de desiertos patrullados por la automoción japonesa y el galope de los halconeros. Poco aplicado en sus estudios, algo voluble, Bin Laden comienza a atender las lecciones de la mística. Así llegará al ultrafanatismo de secta.

Etapa de pausa en Jartum: Bin Laden se dedica a la obra pública para el régimen islamista inspirado por Turabi en Sudán. Curiosa personalidad, Turabi: con Bin Laden primero son aliados de necesidad y luego se enfrentan a cara de perro. Oportunidad de Al-Qaeda para entrometerse en Somalia en una escaramuza velada con tropas estadounidenses. Por aquel Jartum merodeaban Chacal, Abu Nidal, Hamas, Hezbollah, el grupo de Zawahiri –Al-Yihad– y las pocas huestes de Bin Laden, Al Qaeda, ya definido su objetivo de subvertir y acabar con Occidente. Así no puede sorprender que Sudán esté como está.

En 1996 Osama Bin Laden declara la guerra a Estados Unidos desde una cueva afgana, Tora Bora. La permanencia en Arabia Saudí de las tropas norteamericanas que habían participado en la liberación de Kuwait es una afrenta para la identidad del islam. El mismo Bin Laden que ayudó –torpemente– a los afganos invadidos por la Unión Soviética, invierte su capacidad ofensiva. A partir de un núcleo muy reducido de seguidores, monta campos de entrenamiento y sufraga células durmientes. Retazos inconexos de esta trama llegan a la CIA y al FBI, entonces empeñados en no compartir –sino sustraerse– información.

Como una perspectiva de Al-Qaeda y los orígenes del 11-S, La torre elevada (2006) fue un notable éxito editorial por la capacidad narrativa y la exposición sintética de Lawrence Wright, un escritor con ese talento y minuciosidad que lleva años dando razón de ser al New Yorker a pesar los cambios.

En El segundo avión, el novelista Martin Amis compiló sus reflexiones y reacciones sobre el 11-S, incluyendo la crítica del libro de Lawrence Wright. Son dos libros muy apropiados para el lector español que quiera indagar en paralelo qué asimetrías rasgaron la conciencia colectiva al estallar y poblarse de muerte los vagones de Atocha el 11 de marzo de 2004, a tres días de las elecciones generales.

Los episodios se suceden según el más claro hilván que logra Lawrence Wright. Primer atentado contra el World Trade Center en 1993. Mientras la revolución islamista actúa en Somalia y practica el genocidio sistemático en Argelia con 100.000 muertos, Bin Laden está dispuesto comprar cabezas nucleares. El rey Fahd le revoca la ciudadanía saudí. Bin Laden –según Wright– cree que la Historia avanza por oleadas largas y lentas, y que es una lucha que se está produciendo siempre desde la fundación del islam. En realidad, resulta ser una larga nota a pie de página –todavía por concluir– en El choque de civilizaciones que el profesor Huntington había publicado en 1993.

No queda otra vía que abandonar Sudán. Es el regreso a las cuevas afganas, con los talibán que entrarán en Kabul imponiendo las más horrorosas pautas del terror islamista. Ha llegado la hora de declarar explícitamente la guerra a Norteamérica, promulgada la fatwa que ordena asesinar a ciudadanos estadounidenses donde quiera que se encuentren. Atentados contra las embajadas norteamericanas en Kenia y Tanzania, ataque al destructor USS Cole en el puerto de Adén. Bin Laden –sostiene Wright– confiaba entonces en atraer a los Estados Unidos a la misma trampa en la que había caído la Unión Soviética: Afganistán. De allí ya tuvo que salir precipitadamente el Imperio Británico. Bin Laden estaba liderando la penúltima mutación destructora y regresiva del islam.

El FBI y la CIA siguen las pistas, entran en contraposición, sucumben a la burocracia o la superan. Muhammad Atta hace algunos preparativos para el 11-S en Salou. Finalmente, al chocar los aviones con las Torres Gemelas, Bin Laden reza y llora en su cueva de Afganistán. Es la celebración del nuevo califato y de la muerte. Comienza la operación aliada en Afganistán, hasta ahora.

Con el 11-S, la primera reacción de Martin Amis es constatar el odio del islam hacia Norteamérica y al mismo tiempo un nuevo sentimiento de inseguridad en unos Estados Unidos que emergían de la Guerra Fría como potencia unipolar. Ambos factores desembocarán en la elección de Barack Obama a la presidencia, en noviembre de 2008. Todavía como superpotencia asume el lenguaje multilateralista, pero el enemigo irracionalista, agonal y teocrático-ideocrático, ejecutor del 11-S, sigue agazapado en las cuevas de la frontera afgano-pakistaní y en internet. A mediados de 2009, unos vídeos con la franquicia Bin Laden han amenazado con atacar a la Alemania en proceso electoral.

Abunda en los intentos discursivos de Amis un acné de postadolescencia política que –por ejemplo– le lleva a equiparar Texas a la Arabia Saudí. Son rasgos de una pasión que desborda el recinto de la ficción, pasa por la novela-ensayo y redescubre las implicaciones del escritor público. Para Amis todas las religiones son iguales en su choque intempestivo con la razón aunque ve un islam que resulta incapaz de articular su propia Reforma o de no decapitar su propia Ilustración. Al hecho de la juventud desposeída se suma la clave misógina de la domesticidad musulmana. El genocidio y la bomba suicida como alternativa a una sexualidad espontánea, viene a decir Amis.

Es una de las preguntas hondas que se hace Amis: “El enemigo más general es, por supuesto, el extremismo. ¿Qué ha hecho el extremismo por cualquiera de nosotros? ¿Dónde están sus dádivas a la humanidad? ¿Dónde sus obras?”. Aún así, el 11-S es algo que se configura y ejecuta más allá de un extremismo, en otra dimensión. ¿Es el islamismo una forma del nihilismo o –como dice Amis– de rango totalitario? ¿Es un vástago malformado de la modernidad? En realidad, para Qutb, islam y modernidad eran del todo incompatibles. ¿Democracias iliberales abriendo paso a una posdemocracia de rasgos totalitarios? Pero lo que más hay en el islam radical son elementos predemocráticos que persisten en la negación mortífera de un Occidente que en gran parte se desentiende de la existencia del mal. Radicalmente adverso al racionalismo y a la cultura individualista, el islamismo es en estos momentos la más potente oposición a la voluntad endeble de las sociedades abiertas.

Sin separación entre iglesia y Estado, las sociedades musulmanas están en notable retraso respecto a la tolerancia implícita en la libertad religiosa. Tanta violencia arcaica dotada de última tecnología solo se somete a la fortaleza aunque es cierto que –a ocho años del 11-S– pierde apoyo demoscópico en las sociedades musulmanas. Si el islamismo y las amenazas de Al-Qaeda van a más o están estancadas es algo que se sigue de cerca pero con incertidumbre en los servicios de inteligencia y en un frente intelectual al que se van sumando también disidentes perseguidos en países musulmanes. A menudo las comparaciones entre Occidente y el islam solo contribuyen a una trivialización que aletarga. En su radicalidad, es un novum que intercepta la Historia como una lluvia de aerolitos devastadores. Explicar, contextualizar, no equivalen a dar sentido. No lo tuvo ni lo tiene el Holocausto. Poco puede entenderse si se niega que la Historia es trágica. No vamos a librarnos de las pisadas asesinas de Osama Bin Laden hasta que pase largo tiempo después que desaparezca de la Tierra. ~

 

 

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(Palma de Mallorca, 1949) es escritor. Ha recibido los premios Ramon Llull, Josep Pla, Sant Joan, Premio de la Crítica, entre otros.


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