Tela de Sevoya

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Myriam Moscona

Tela de Sevoya

México, Lumen, 2012,

292 pp.

Corren tiempos ingratos y difíciles para la novela mexicana. Ignoro si se debe a la ansiedad de la actual camada de autores por forjar personalidades como novelistas antes que obras novelísticas –que no son para nada lo mismo–, al reciclaje y no a la renovación de un puñado de temas y recursos que ya acusan síntomas de agotamiento –el retrato vitalista y la disección generacional, el impulso realista y el pastiche literario–, al vértigo indiscriminado y acrítico que los grupos editoriales alimentan mes tras mes con novedades que parecen redactadas más que escritas, o bien a una conjunción de estos y otros factores que por ahora se me escapan. Como sea, lo cierto es que, salvo contadas excepciones, la novela mexicana entrega desde hace años ejemplos tibios que se enfrían en cuanto abandonan el circuito promocional y las mesas a la entrada de las librerías para ser remplazados por otras muestras igualmente tibias en un círculo que solo se puede definir como vicioso. En este panorama en el que se ha dado preponderancia a la figura del escritor por encima de lo que escribe resulta una revelación bienvenida un libro comoTela de sevoya, el debut de Myriam Moscona en territorio novelístico. Una revelación por partida doble: porque inaugura la nueva veta de una trayectoria ya reconocida en los campos de la poesía, la traducción y el periodismo cultural, y porque representa una forma de novela que hibrida diversas técnicas para consolidar una historia con ramificaciones asombrosas y estremecedoras. Dueña de una voz poética que sin embargo –he ahí otra gran sorpresa– no sucumbe al arrebato lírico y opta por la concisión, por la transparencia que permite atisbar las profundidades, Moscona (ciudad de México, 1955) teje su paño narrativo con hilos como el exilio físico y metafísico, la exploración del universo de los sueños, la memoria familiar y personal y la restauración de la lengua perdida.  Se trata de una voz no desprovista de dubitaciones –la narradora deTela de sevoya tiene un gesto recurrente: llevarse la mano a la garganta para sentir  la vibración vocal, el latido de la palabra articulada con temor– que remite a una máxima de Joseph Brodsky, magnífico intérprete del destierro: “En el negocio de escribir no se acumulan experiencias sino incertidumbres, que [son] un sinónimo de pericia.” Y las incertidumbres son justo el bastidor sobre el que Moscona tensa con habilidad la trama de su novela.

“La voz de lo que nada / es seca / […] acaricio / el pelo muerto / que me cuelga / de los lados / me quedo dormida / me quedo dormido / feliz / viviendo con lo muerto.” Incluidos en El que nada (2006), uno de los mejores volúmenes de poesía de Moscona, estos versos anticipan y condensan algunas de las rutas por donde transitaTela de sevoya. En principio, como ya se apuntó, está la voz que narra y también nada: precisa, sobria, alejada de adornos melodramáticos y cercana a una desnudez que apuesta por la esencia del lenguaje. Luego está el contacto con la esfera onírica, que a su vez posibilita la comunicación con el orbe de los difuntos en un vaivén en que resuena la idea formulada por Samuel Beckett en su ensayo sobre Marcel Proust: “Los muertos solo están muertos mientras siguen existiendo en el corazón del sobreviviente.” (Moscona hace de Proust una especie de faro escritural a cuyo fulgor se suman Roland Barthes, Walter Benjamin y Paul Celan, entre otros guías.) El vínculo entre narración y natación se estrecha de modo sutil pero innegable durante uno de los sueños que cruzan Tela de sevoya como hilos conductores. La protagonista sin nombre –obvio álter ego de la autora– toma entre sus manos un nautilo, uno de esos moluscos con “quinientos millones de años de subsistencia”, y se echa a nadar hacia el fondo del océano en compañía de un amigo de su padre ausente, que le señala: “Cuando vuelvas a encontrar a tu gente será a través de un río que desemboca en esta misma zona. La vida de la tierra tiene su raíz allí: en el mar.” Al despertar la protagonista efectúa en su cuaderno el dibujo exacto del nautilo, que reaparecerá en uno de sus bolsillos durante otro sueño –el sueño con que cierra la novela– donde ella viaja a bordo de su bicicleta rumbo al país de los muertos. “Hay mundos más reales que el mundo de la vigilia”, se nos dice en algún instante, y en esta declaración se cifra uno de los hallazgos deTela de sevoya: el río que fluye hacia el abismo se descubre como la corriente onírica que surca y nutre secretamente la extensión oceánica de la realidad. En ese río la narradora nada de muerto, es  decir, avanza sin ser vista para ver que “el sueño rompe las dimensiones y penetra en nuestra percepción confundiendo las coordenadas. Entendemos más de lo que aceptamos entender”.

Auténtica odisea al fondo del entendimiento, Tela de sevoya se estructura como un poliedro en el que la memoria, “nuestro inquilino incómodo”, juega un papel primordial. Cada cara del poliedro cobija una estrategia literaria que, para regresar a Brodsky, muestra la pericia de una  narradora/nadadora rica en incertidumbres. Así, mientras que en las secciones encabezadas por el título “Molino de viento” se congregan los sueños y las visiones que la protagonista enfrenta con ánimo quijotesco, en el resto de los apartados se da cabida a un entrañable “mundo de la vigilia”. “Distancia de foco”, por ejemplo, se centra en la recuperación de la niñez y la rutina familiar; “Del diario de viaje”, en el periplo emprendido a Bulgaria y Macedonia en busca de las raíces paternas y maternas; “Pisapapeles”, en  la reflexión de bordes ensayísticos  en torno de la condición judía y la historia del ladino, djudezmo o judeoespañol, entre otros asuntos; “Kantikas” y “La cuarta pared”, en el rescate del ladino a través de poemas, cartas y fragmentos de diarios hipotéticos. Alrededor justamente del ladino, el idioma de los sefardíes trocado en actor principal, gira toda una galaxia de personajes tan cálidos (la madre de la narradora, cuya agonía precipitada por el cáncer urde las páginas más dolorosas del libro) como perturbadores (Victoria, la abuela que roza lo diabólico en varios pasajes) queTela de sevoya trae de entre los difuntos con renovado vigor. “La muerte es la otra cara de la vida que no está iluminada”, sentencia Myriam Moscona, y con su debut novelístico logra arrojar una potente luz que nos deslumbra. ~

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