Estoy de vuelta en El Salvador por primera vez en treinta aรฑos, y no reconozco nada. Tersas autopistas van del aeropuerto a San Salvador, la capital, y a lo largo del trecho de dunas que separa la autopista del ocรฉano Pacรญfico hay puestos animados donde los clientes se estacionan para comprar cocos y comida tรญpica incluso a estas altas horas. Pero lo que yo recuerdo es una carretera de doble carril llena de baches, un sol inclemente que resaltaba cada detalle en la piel tiesa de los cadรกveres, un hoyo en el suelo arenoso, la infamante noticia de que cuatro mujeres estadounidenses, tres de ellas monjas, acababan de ser desenterradas de ese agujero poco profundo.
“¿Hay algรบn monumento o algรบn letrero que seรฑale dรณnde fueron asesinadas las cuatro americanas durante la guerra?”, le pregunto al conductor de la camioneta del hotel.
“Sรญ, allรก en la universidad, en la UCA, donde murieron.”
“No, esos fueron los seis sacerdotes jesuitas, aรฑos despuรฉs, en San Salvador. Me refiero a las monjas, aquรญ, en 1980.”
“Ah”, me responde. “De eso no me acuerdo.”
Aquel acontecimiento –la violaciรณn y el asesinato de cuatro religiosas que iban camino del aeropuerto a la ciudad– fue, sin duda, inolvidable para personas como Robert White, embajador de Estados Unidos en El Salvador durante el รบltimo aรฑo de la administraciรณn Carter. En el entierro al dรญa siguiente, White, con el rostro demudado, parecรญa un blanco en potencia mรกs de la facinerosa junta golpista de derecha que estaba en el poder. Ya habรญa sido asesinado, meses atrรกs, el heroico arzobispo de San Salvador, รscar Arnulfo Romero –para gran regocijo de la clase gobernante, que solรญa llamarlo “Belcebรบ”. Semanas despuรฉs de su asesinato, orquestado en las trastiendas mรกs oscuras del rรฉgimen por el infame ideรณlogo Roberto D’Aubuisson, el gobierno de Reagan lanzรณ su intervenciรณn militar en El Salvador y dedicรณ miles de millones de dรณlares a la lucha contra los grupos guerrilleros marxistas agrupados bajo las siglas del Frente Farabundo Martรญ para la Liberaciรณn Nacional (FMLN).
Cuando terminรณ en 1992, la guerra de doce aรฑos habรญa acumulado unos 70,000 muertos, pero esa guerra comenzรณ aรบn antes de que nacieran mรกs de la mitad de los salvadoreรฑos que viven hoy. ¿Por quรฉ habrรญa de recordarla un joven conductor? Y, sin embargo, El Salvador de hoy –infestado por una violencia peor que la de cualquier momento desde los primeros aรฑos de la guerra, inseparablemente vinculado a Estados Unidos por un fenรณmeno migrante que comenzรณ durante el conflicto, asediado siempre por la memoria del asesino Roberto D’Aubuisson, quien mรกs tarde fundarรญa el partido que gobernรณ su paรญs ininterrumpidamente hasta las mรกs recientes elecciones de 2009– es inconcebible sin los aรฑos sangrientos de la guerra.
A los salvadoreรฑos les gusta decir que si plancharan el paรญs serรญa bien grande. Pero es pequeรฑito y arrugado; la lava de volcanes que se extinguieron hace milenios surca y ondula el paisaje de un lado y otro. San Salvador se encuentra en un valle al pie de un volcรกn y, puestos a adivinar, arriesgarรญamos que hoy tiene tantos centros comerciales como, digamos, Fort Lauderdale, y tambiรฉn plazas y glorietas, y barrios tranquilos con guardias de seguridad en cada esquina. Es muy verde, e incluso los cinturones de miseria que se enredan por las colinas en las afueras de la ciudad resultan exuberantes para quienes estรกn acostumbrados a tipos mรกs urbanos de pobreza.
Justo al lado del volcรกn de San Salvador se encuentra el municipio de Mejicanos, famoso por su combatividad durante la guerra. Una calle larga y angosta sube desde su mercado y luego tuerce hacia abajo y desciende por los flancos de un estrecho caรฑรณn. Si uno sigue esa calle conforme se hunde en la zona, puede ver que entre las sombras de la vegetaciรณn hay tambiรฉn manchas de casas hechizas. Aquรญ y allรก, un grupo de hombres flacos se apiรฑa alrededor de lo que podrรญa ser una pipa de crack, pero fuera de eso, la calle estรก vacรญa y silenciosa.
Tanto el barrio como la calle se llaman Montreal, y ambos gozan de mala fama. El aรฑo pasado le prendieron fuego a un autobรบs del transporte pรบblico que hacรญa su ruta hacia el centro de Mejicanos cuando llegaba al mercado. Diecisiete personas murieron quemadas, entre ellas una niรฑa de un aรฑo y medio. Al menos unos cuantos de entre los muertos eran supuestamente integrantes de alguna mara, pandillas feroces con las que El Salvador contribuye al trรกfico de drogas y al universo del crimen transnacional en el que este se desarrolla. Hijos de la guerra y de Estados Unidos en mรกs de un sentido, los mareros –los miembros de las pandillas– son los responsables de la mayor parte de la desgarradora violencia actual. Hace unos veinte aรฑos comenzaron a atraer la atenciรณn pรบblica, cuando lo que habรญa sido un rabioso conflicto abierto fue transformรกndose en un amenaza cada vez mรกs grande y omnipresente.
En aquel momento, Marisa D’Aubuisson de Martรญnez, hermana de Roberto D’Aubuisson, decidiรณ crear un proyecto para las mujeres de los mercados y sus hijos pequeรฑos en un barrio como Mejicanos. La enรฉrgica personalidad de Marisa y su risotada fรกcil contrastan con la personalidad hipnรณtica y fatua de su hermano, lo mismo que con su polรญtica: ella es una activista catรณlica de toda la vida, seguidora del valiente obispo al que su hermano asesinรณ. Roberto, que morirรญa de cรกncer de garganta en 1992, entrรณ a la polรญtica electoral en la dรฉcada de 1980. En esos รบltimos aรฑos de la guerra, Marisa tambiรฉn cambiรณ: se alejรณ de sus sueรฑos utรณpicos de cambiar el mundo y se concentrรณ entonces en proyectos mรกs asequibles. Hablรฉ con ella un dรญa en la sencilla y soleada oficina en la que trabaja.
“En aquel entonces, la ayuda internacional llegaba sobre todo a los macroproyectos, pero yo comencรฉ a impulsar algo muy pequeรฑo”, me dijo. Con dinero internacional, Marisa fundรณ una organizaciรณn llamada Centros Infantiles de Desarrollo (CINDE) cuya finalidad es proporcionar guarderรญas a bebรฉs y niรฑos pequeรฑos, sobre todo a los hijos de las mujeres que trabajan como vendedoras en los mercados. Ahora existen tres centros, incluido uno en Mejicanos, a los que mรกs tarde se aรฑadirรญan instalaciones para preescolar y jardรญn de niรฑos.[1] Hace unos cuantos aรฑos, CINDE creรณ un programa conocido como “reforzamiento escolar”, en el que niรฑos mayores pueden hacer su tarea en ambientes seguros y bajo la orientaciรณn de un adulto. Uno de estos centros estรก en Montreal, y es uno de los pocos lugares en los que personas ajenas al barrio pueden sentirse bienvenidas y a salvo de las maras.
El centro extraescolar consiste tan solo en un hangar abierto conectado a dos cuartos de bloques prefabricados de concreto que rara vez se utilizan, porque se calientan como un horno. Lleguรฉ al centro una tarde mรกs bien fresca y venteada. Los niรฑos estaban disfrutando de un alborotado recreo, pero cuando el maestro encargado dio un silbatazo, regresaron de inmediato a sus mesas de trabajo al aire libre y se concentraron en su tarea casi con voracidad. Todos, desde los maestros hasta los encargados voluntarios, se ocupaban de su trabajo con una concentraciรณn casi febril. Interrumpรญ la tarea de las niรฑas mรกs grandes –que tenรญan ambiciosos nombres en inglรฉs, como Jennifer y Natalie– para preguntarle a una si iba ahรญ a aprender o a divertirse, y me respondiรณ al instante, muy seria: “aprendo y me divierto”. Sus calificaciones habรญan pasado de cincos y seises el aรฑo anterior a un promedio constante de nueve, pero seguรญa batallando, me dijo, con su materia menos favorita: matemรกticas.
Quizรกs el entusiasmo general se debiera a la condiciรณn de รบltimo chance que tiene el centro mismo. Durante el recreo estuve observando a una jovencita lindรญsima que pateaba una pelota de futbol con sus compaรฑeros como si fuese aรบn una niรฑa, pero ya era alta para su edad, y pรบber, y me invadiรณ una especie de terror por ella, pues habรญa escuchado una y otra vez que los mareros acostumbran obligar a las adolescentes que viven en sus zonas de control al trabajo sexual, una labor que a menudo comienza con una violaciรณn colectiva.[2] En el dรญa de “visita รญntima” –que en toda Amรฉrica Latina es nominalmente el dรญa en que a las esposas se les permite privacidad con sus esposos o compaรฑeros de vida encarcelados– una adolescente ya mayor podrรก ser enviada como “esposa” a las prisiones donde los miembros de las pandillas estรกn cumpliendo condena. Nadie sabe exactamente quรฉ tan a menudo hay “visita รญntima” en las prisiones salvadoreรฑas; como me dijo un amigo, cualquiera que obtenga acceso a alguna de las cรกrceles mรกs infames puede acceder tambiรฉn a los cuartos de visita รญntima. En los barrios mareros los padres de familia, desesperados por mantener a sus hijas alejadas de cualquier tipo de contacto con las maras, intentan muchas veces enviarlas al campo a que se crรญen con sus familiares, pero no todo el mundo tiene primos o familia en el campo, y el barrio de Montreal y sus peligros eran la circunstancia inevitable de esta niรฑa.
Como lo es para los niรฑos. “Tenemos un chico que siempre viene aquรญ y que es increรญblemente listo, realmente muy especial”, me dijo uno de los maestros en voz baja. “Pero estรก a un paso de irse con las maras. ¡Es tan jovencito! Un muchachito apenas. Hemos hablado con รฉl, porque aquรญ tratamos de no minimizar la realidad, pero รฉl estรก que se va. No vamos a poder retenerlo.”
De regreso de Montreal, en el mercado de Mejicanos, descubrรญ algunas de las recompensas mรกs inmediatas a disposiciรณn de un adolescente que se une a las maras. Las mujeres del mercado, que no tienen absolutamente ningรบn problema con las matemรกticas, me explicaron su vida en nรบmeros: le pagan a la municipalidad una renta de 35 centavos diarios por cada metro y medio lineal que ocupen sus puestos.[3] Gastan 50 centavos en tarifas de autobรบs de ida y vuelta, multiplicados por el nรบmero de niรฑos en edad escolar. Cuatro dรณlares de producto comprado al mayoreo, mรกs tres dรณlares para transportar la mercancรญa a sus puestos. Las ganancias de un dรญa, menos los cuatro dรณlares de las compras del dรญa siguiente, menos las tarifas de autobuses y taxis, deja unos tres dรณlares –cuatro en dรญas buenos– para comprar comida para la familia.
Y luego estรก “la renta”: la cuota de extorsiรณn diaria que cobran los mareros; pero nadie quiso darme esas cifras. Tampoco quedรณ claro si la renta del mercado la cobran miembros de la Mara Salvatrucha –tambiรฉn conocida como MS-13– o del grupo rival cada vez mรกs poderoso, el Barrio 18. Varios menores pertenecientes al Barrio 18 fueron juzgados y sentenciados por prender fuego al autobรบs en el que murieron diecisiete personas, pero de la gente con la que hablรฉ nadie, ni siquiera los maestros del centro preescolar del CINDE, quiso hablar sobre el incidente.
Una tarde charlรฉ con una mujer particularmente vivaz –llamรฉmosla Marรญa–. Me estaba contando del cinde, y de cรณmo el programa de microcrรฉditos que gestiona le habรญa cambiado la vida, ya que ahora tenรญa un carretรณn para acarrear sus mercancรญas de un lado a otro, cuando dos chicos que rozaban, cuando mucho, los quince aรฑos llegaron a su puesto. Marรญa parรณ la conversaciรณn en seco mientras los niรฑos elegรญan algunas de sus mercancรญas y se marchaban sin que dinero alguno pasara de manos. Los ojos de Marรญa relampaguearon de miedo cuando le preguntรฉ si los mareros la estaban renteando (extorsionando). “Casi no, casi no”, susurrรณ, mirรกndome, como suplicante. “No me piden dinero. Todavรญa no. Solo… regalitos.”
“Nosotros no renteamos”, tronรณ Josรฉ Cruz, como si lo anunciara al mundo. “Eso es un invento de la prensa.” Josรฉ tiene una voz sensacional de declamador, ojos achinados sobre altos pรณmulos, un rostro limpio de los tatuajes que son la marca de los mareros, un cuerpo รกgil y unos gestos fantรกsticamente autoritarios. “¿Cรณmo estรก?”, vociferรณ al entrar al cuarto de visitas de la cรกrcel, extendiendo la mano esposada, y desde ese momento no dejรณ de arengarme. Despuรฉs de nuestra conversaciรณn, un guardia de la prisiรณn se me acercรณ y, mientras uno de sus compaรฑeros vigilaba, me susurrรณ que, en tanto lรญder de la pandilla Barrio 18, Cruz era la autoridad de facto del penal. Era Cruz, me dijo el guardia, quien decidรญa quiรฉn da entrevistas a la prensa (las daba รฉl), a quรฉ guardias se les permitรญa el acceso al รกrea de celdas, donde entre 40 y 45 prisioneros son confinados cada noche en celdas de seis por seis metros, y quiรฉn recibรญa castigo.
Cruz tenรญa metas muy definidas: a sus veintinueve aรฑos ya habรญa cumplido siete de su sentencia de homicidio, le quedaban quince y querรญa salir a tiempo y vivo. “Soy un preso rehabilitable”, me informรณ. No se alteraba. De noche, segรบn escuchรฉ, se retiraba temprano (supuse que tendrรญa aposentos mรกs grandes que la mayorรญa) y dormรญa plรกcidamente. Despuรฉs de nuestra conversaciรณn, me dijeron que en realidad, bajo el paliacate amarrado en la cabeza que usan los miembros encarcelados de las pandillas, sรญ llevaba tatuajes: dos ojos dibujados en la nuca, que permiten –no serรญa รฉl el รบnico en creerlo– que no pierda nunca de vista a sus enemigos. Cruz ya me habรญa presumido sus numerosas entrevistas a cargo de periodistas franceses, holandeses, alemanes, estadounidenses, del mundo entero, y ahora intentaba engancharme en su retรณrica –somos vรญctimas de la sociedad, los ricos se vuelven mรกs ricos y los pobres mรกs pobres–, pero nada de lo que dijo resultรณ tan sugestivo como su presencia fรญsica y la informaciรณn que me dio el guardia en un susurro, a pesar de que no era ningรบn secreto fuera de la cรกrcel: que las golpizas y las ejecuciones por apuรฑalamiento eran un hecho cotidiano en el penal de Quezaltepeque.
A diferencia de la mujer del mercado en Mejicanos, el guardia no tenรญa ninguna razรณn en particular para no hablar: todo el mundo sabe que el sistema penitenciario estรก en bancarrota, y que es imposible controlar un sistema de detenciones en que los presos –casi la mitad de ellos asesinos acusados o convictos– estรกn amontonados en celdas cual ganado industrial. En El Salvador hay 65 homicidios por cada 100,000 habitantes, mรกs del triple del รญndice actual en Mรฉxico y un nรบmero significativamente mรกs alto que la cifra anual de muertes durante la segunda mitad de la guerra. De un total de 25,000 personas encarceladas, un tercio nunca han sido sentenciadas. El hacinamiento es tan extremo que el sistema penitenciario se negรณ este aรฑo a recibir mรกs presos. Los acusados van ahora a jaulas de detenciรณn de la policรญa pero, dado el รญndice delictivo y el nรบmero de arrestos, las jaulas se han saturado con igual rapidez.[4]
Ha habido motines y tambiรฉn huelgas pacรญficas de presos que exigen mejoras en las condiciones, pero los huelguistas no estรกn en la lista de prioridades de nadie. La suya es solo una de las muchas catรกstrofes de El Salvador, donde, veinte aรฑos despuรฉs de la guerra que supuestamente salvarรญa al paรญs –del capitalismo o del comunismo, dependiendo del bando en que uno estuviera–, hay medio millรณn de hogares uniparentales, como se dice, intentando criar a sus hijos en medio de la inseguridad. (La inmensa mayorรญa de estos hogares estรก a cargo de mujeres.) El gobierno estรก en bancarrota, el รญndice de pobreza es del 38%, y la economรญa, que se levantรณ ligeramente de un รญndice de crecimiento negativo de -2% en 2008 solo gracias al aumento en el precio del cafรฉ, parece estancada.
Serรญa fรกcil echarle la culpa de este desastre social y econรณmico exclusivamente al partido fundado por Roberto D’Aubuisson –la Alianza Republicana Nacionalista, o arena, por sus siglas– que, una vez firmados los acuerdos de paz en 1992, gobernรณ el paรญs durante veinte aรฑos con un interรฉs evidente, si no es que obsesivo, en el bienestar de los ricos. (En 2009, Mauricio Funes, el candidato del partido fundado por las antiguas guerrillas, el Frente Farabundo Martรญ para la Liberaciรณn Nacional, o FMLN, ganรณ la presidencia.) Pero tambiรฉn hay que considerar el hecho descomunal de la guerra misma: las carreteras y demรกs infraestructuras destruidas, el colapso de la sociedad rural, el surgimiento de cinturones de miseria poblados por campesinos que huรญan de aquellas รกreas remotas del paรญs que fueron el escenario principal de la guerra, la prรกctica sistemรกtica de la inmisericordia, el aumento drรกstico de familias monoparentales, la pรฉrdida de una รฉlite educada, el inmenso arsenal de armas que sobraron, al que nadie dio seguimiento. Y, no obstante, nada de esto explica de manera completa o satisfactoria la proliferaciรณn de los mareros, cuyo nรบmero segรบn los cรกlculos ronda los 25,000, mรกs otros 9,000 en prisiรณn.
El fenรณmeno comenzรณ en Los รngeles, con los hijos de los inmigrantes que habรญan huido de la guerra en El Salvador. Fueron niรฑos con padres a los que nadie respetaba. Padecieron el bombardeo de comerciales para productos que no tenรญan esperanza alguna de poder adquirir. Se criaron en barrios peligrosos y heredaron enemigos y guerras pandilleras ajenas. Entre los salvadoreรฑos de segunda generaciรณn de Los รngeles, un nรบmero significativo acabรณ creando sus propios grupos para confrontar a las pandillas mexicanas y afroamericanas en cuyos barrios se habรญan asentado sus padres. De los dos grupos que controlan actualmente casi todos los barrios pobres de El Salvador, la pandilla Barrio 18 toma su nombre de la pandilla de la Calle 18 en Los รngeles, cuyos integrantes suman miles. En cuanto a la Mara Salvatrucha, con la que arrancรณ el fenรณmeno, la รบnica parte de su nombre en la que todo el mundo se pone de acuerdo es que “Salva” es un apรณcope de “salvadoreรฑo”.
Conforme la polรญtica de inmigraciรณn de Estados Unidos se ha ido concentrando en deportar al mayor nรบmero posible de migrantes indocumentados, sin importar su situaciรณn, un altรญsimo nรบmero de deportados salvadoreรฑos, algunos de ellos educados en Estados Unidos y que apenas hablan espaรฑol, se han encontrado de buenas a primeras de regreso en su paรญs de nacimiento. Algunos de ellos, repatriados involuntarios, son mareros que, o bien acaban integrรกndose a la mara de su barrio, o bien tratan de escabullirse de vuelta a casa (es decir, a Estados Unidos) sumรกndose asรญ a la ruta migrante que atraviesa Mรฉxico y que utilizan cada aรฑo cientos de miles de inmigrantes potenciales a Estados Unidos. En el camino, los mareros suelen ser reclutados por los narcotraficantes mexicanos, que han desarrollado ramas altamente rentables de trata de blancas, prostituciรณn infantil y extorsiรณn a migrantes. Los asaltos, los robos y las violaciones son ahora un aspecto casi rutinario de la travesรญa migratoria por Mรฉxico.
Los viajeros mรกs desafortunados son secuestrados en Mรฉxico y retenidos a cambio de un rescate, normalmente de entre 500 y 2,000 dรณlares. Si sus familiares no logran conseguir el dinero rรกpidamente, la vรญctima del secuestro muere asesinada. De acuerdo con la Comisiรณn Nacional de los Derechos Humanos de Mรฉxico, 11,000 migrantes fueron secuestrados durante los seis primeros meses de 2010. No existen estadรญsticas del nรบmero total de muertos, pero sabemos que en agosto de 2010 72 migrantes fueron secuestrados y asesinados en un solo incidente. Seis meses despuรฉs, otros 195 cuerpos fueron desenterrados en el mismo municipio. Entre los asesinos, y tambiรฉn, quizรกs, entre los asesinados, probablemente habรญa mareros.
Howard Cotto, subdirector de investigaciones para la Policรญa Nacional Civil de El Salvador, ha estudiado las maras durante aรฑos. Cotto es el producto fino y articulado de los acuerdos de paz firmados entre el gobierno de arena y las guerrillas del FMLN en tiempos de la guerra, que incluyeron, segรบn mandato de la ONU, una reestructuraciรณn de los antiguos cuerpos policiales asesinos; se transformaron en una sola fuerza que integrรณ y entrenรณ a miembros de los dos bandos de la guerra. Otro comandante de la policรญa, Jaime Granados, me dijo, riendo, que la resultante Policรญa Nacional Civil es como el hijo feo que nadie quiere, en gran medida debido a sus esfuerzos por mantener la neutralidad. “Somos una buena policรญa, muy buena”, me dijo. “Pero nadie estรก de nuestro lado.” La policรญa carece de recursos y de equipo (solo hay un experto forense para todo el paรญs) y la corrupciรณn se estรก volviendo endรฉmica nuevamente, pero quedan reductos importantes de eficacia y profesionalismo, y los diplomas y certificados internacionales que se alinean en la pared de la oficina de Howard Cotto –uno de ellos del FBI– dan seรฑal del prestigio del comandante.
Cotto calcula que en los barrios los que apoyan a las pandillas suman quizรกs unas 80,000 o 90,000 personas, lo cual, si se aรฑade el nรบmero de mareros en activo o encarcelados, representa cerca del 1.5% de la poblaciรณn del paรญs. Si bien en el narcotrรกfico salvadoreรฑo las maras se ocupan del narcomenudeo, Cotto no atribuye su crecimiento a la bonanza del narcotrรกfico en Centroamรฉrica, a pesar de que la regiรณn se ha convertido en el principal corredor para transportar drogas sudamericanas hacia Amรฉrica del Norte. “Las pandillas son claramente parte del crimen organizado, como lo son los traficantes de drogas y armas y autos robados y demรกs”, me dijo Cotto una maรฑana en su oficina amueblada discretamente. “Pero los traficantes construyen organizaciones jerรกrquicas alrededor de intereses especรญficos –trata de blancas, contrabando, drogas– y atraen a la gente apoyados en ese [negocio]. Las pandillas hacen lo contrario: reclutan desde abajo.”
Las pandillas distribuyen drogas en el barrio al tiempo que se presentan a sรญ mismas como sus defensoras, dijo Cotto:
Pero en realidad, no defienden al barrio; lo aterrorizan. El barrio es el territorio donde extorsionan, distribuyen drogas, matan y hacen dinero. Sin embargo, no viven con grandes lujos; no son narcos. Sus orรญgenes estรกn en la comunidad y lo que temen mรกs que a la muerte misma es perder su autoridad ahรญ, porque en el momento en que la pierdan estรกn muertos. Pero es una excelente manera de vivir cรณmodamente y repartir dinero entre una cantidad de gente; su fuerza radica en no romper esa cadena de distribuciรณn del dinero. Asรญ es como les pueden decir [a sus subordinados]: “pelea por mรญ”.
Cotto charlaba tranquilamente bajo la rรกfaga helada del aire acondicionado. “La vida [de un marero] es muy corta”, continuรณ:
En seguida les cae una sentencia de treinta aรฑos. Pero ellos piensan que en este paรญs hay de dos: puedes ser un loser y seguir estudiando, y ya veremos si puedes encontrar un trabajo cuando te gradรบes, o puedes tener catorce o diecisiete aรฑos y ser el big man del barrio. Puedes mandar, encargarte de la distribuciรณn de la droga. No tienes que mostrarles respeto a tus mayores; serรกs el que le pueda decir al vecino: “te me vas de este barrio ahora mismo”, y te instalas a vivir en su casa. Podrรกs decirle a la chica que te gusta y a la que no le gustas, “¿sabes quรฉ?, te guste o no, vas a ser mรญa, o de cualquier otro que yo decida”.
A estas alturas Cotto ha visto muchos cadรกveres: decapitados, desmembrados, quemados. (Se dice que lo primero que debe hacer un marero, sin importar cuรกn joven sea, es matar arbitrariamente a alguien. Despuรฉs de eso, estรกn listos para ser reprogramados.) Pero la escena de homicidio mรกs perturbadora a la que ha llegado nunca fue en un bastiรณn mara, en una de las casas colectivas que los muchachos llaman casa destroyer. “Me quedรฉ frรญo”, dice. “Entramos a la casa y ahรญ estaban todos los chicos, en cรญrculo. Y ahรญ estaba la persona muerta. Llevaba muerto varias horas, pero no se habรญan [deshecho de รฉl]. Sencillamente se habรญan sentado alrededor del cadรกver, y estaban platicando y pasando el rato como si nada.”
Alexis Ramรญrez, que se uniรณ a las maras cuando tenรญa quince aรฑos, no parece capaz de matar despiadadamente, aunque estรก cumpliendo 50 aรฑos por homicidio, de los que le faltan 48. Tiene la piel morena, labios gruesos que parecen esculpidos, grandes ojos negros y luce mucho menor de sus 29 aรฑos. Le preguntรฉ si cuando estaba libre no habรญa sido peligroso para รฉl caminar por la calle cubierto de tatuajes, y me sonriรณ de lado. “Si sabes cรณmo caminar, no es peligroso. De esquina a esquina… asรญ es como me he recorrido todito El Salvador.” Y se bamboleรณ ligeramente, en un movimiento entre cohibido y seductor que me dejรณ ver cรณmo, efectivamente, pudo haber logrado esquivar muchos obstรกculos agachรกndose y sonriendo.
Venรญa de buena familia, me dijo; su padre, creyente evangรฉlico, “estuvo siempre participando en los asuntos de la iglesia”, mientras que su madre “hace aproximadamente quince aรฑos que persevera en las cosas de Dios”. Sus hermanos trabajan en una carpinterรญa. Su suegro reciรฉn habรญa logrado sacar ilegalmente a la esposa de Alexis fuera del paรญs, probablemente para alejarla de su influencia, y la pareja ya perdiรณ la custodia de sus dos hijos –de cinco y nueve aรฑos–, que se encuentran a cargo de sus abuelos.
Alexis todavรญa estaba en la escuela cuando decidiรณ unirse a las maras. “Vi los tatuajes [de los mareros de su barrio]. Vi cรณmo se portaban entre ellos”, dijo. “En mi barrio no le robaban a la gente; la cuidaban. Eso me gustaba.”
Su vida, le comentรฉ, era bastante desesperanzadora. ¿No se arrepentรญa de haberse unido a las maras?
“Cuando elegimos ser lo que somos”, me contestรณ, “sabรญamos que no habรญa vuelta atrรกs”. Intentรฉ, sin รฉxito, descifrar si ese bamboleo entre tรญmido y cool era el remanente sincero de lo que alguna vez fue una persona entera y amable, o el truco engaรฑoso que un asesino despiadado guardaba entre su colecciรณn de armas.
Josรฉ Eduardo Villalta, de veinticuatro aรฑos, tiene la palabra “dieciocho”, de “Barrio 18”, tatuada en francรฉs e inglรฉs en sus brazos y dedos, y en nรบmeros romanos y varios otros cรณdigos en todos los demรกs lugares donde cabe un tatuaje. No es encantador, pero en el curso de nuestra conversaciรณn saliรณ a relucir que era originario del campo, y que su madre lo visita con regularidad. Le pedรญ que describiera cรณmo se prepara una milpa, y conforme repasaba ese ritual –desmonte, quema de maleza, siembra, deshierbe– tuve la visiรณn momentรกnea de un joven respirando aire libre. Aรบn le queda la mayor parte de una sentencia de 50 aรฑos por delante, y le preguntรฉ si eso no le resultaba deprimente.
“No”, me dijo sin titubear. “Aquรญ yo me siento bien. Esta es mi casa.” ~
© The New York Review of Books,12 de octubre de 2011.
The Investigative Fund de The Nation Institute proporcionรณ apoyo para la investigaciรณn que precediรณ a este artรญculo.
Traducciรณn de Marianela Santoveรฑa
[1] Este aรฑo, las guarderรญas fueron canceladas por falta de recursos, y solo quedaron los programas de jardรญn de niรฑos y preescolar.
[2] Un recuento espeluznante de una de estas violaciones fue publicado en julio de 2011 por el notable diario electrรณnico salvadoreรฑo El Faro. Vรฉase Roberto Valencia, “Yo violada”, disponible en www.salanegra.elfaro.net/es/201107/cronicas/4922/.
[3] La moneda oficial de El Salvador es el dรณlar estadounidense.
[4] Poco despuรฉs de mi visita, el director del sistema penitenciario despidiรณ y reemplazรณ a todos los custodios de la prisiรณn de Quezaltepeque.