Mary McCarthy (1912-1989).

Cartas de escritores

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Podría decirse que la amistad es una conversación a lo largo del tiempo y, si es así, la correspondencia contaría la historia de esa amistad, de esa conversación siempre interrumpida y vuelta a reanudar a lo largo de los años. Por suerte, y a contracorriente de la crisis y el miedo editorial, en este país empiezan a proliferar los libros de cartas, tan omnipresentes en el mundo anglosajón y en el universo francófono, como muestra ese delicioso Musée des Lettres et des Manuscrits de París, o los inmensos volúmenes de cartas de poetas y novelistas anglosajones.

Para los escritores, es un género más libre, sin tanta exigencia formal, donde la reciprocidad produce mutua inspiración. Sirve contra el bloqueo y la obsesión, y permite a los autores pensar en sus obras a través de la escucha crítica del otro. Suele haber cierta conciencia de una hipotética publicación futura. “Algún día ganarás dinero con estas cartas”, le escribió una vez Bukowski a una escritora americana con la que tuvo un affair cuando no era conocido, y una larga correspondencia. Y, efectivamente, ella acabó vendiéndolas casi todas en un momento de apuro económico.

Naturalmente, el hecho de que sean escritores, con un universo particular y la capacidad de expresar su mirada en palabras, cambia mucho la calidad y el interés de una correspondencia. Diría que un escritor siempre está componiendo, incluso cuando discute. La obsesividad del oficio de la escritura lo traspasa todo, sobre todo en los intervalos en que el escritor no escribe: cartas, e-mails, conversaciones, por todas partes aparece la escritura refoulée.

Aunque el género epistolar no inspira igual a todos. Kafka brilla incluso en una nota donde pide dinero al editor, como también Pessoa, que decía ser brillante únicamente cuando estaba solo. En cambio, no hay nada en las cartas de Nabokov, salvo puntualizaciones prosaicas de folios, dinero, etc. Son maravillosas las cartas de Giono reunidas en J’ai ce que j’ai donné (a sus padres, sobre guerra, a una amiga triste, a sus hijos). O las maravillosas, vehementes, furiosas y analíticas cartas de Saul Bellow (recién publicadas por Alfabia), discutiendo contra el mundo con su humor particular.

Sorprende la correspondencia de Gustave Flaubert con George Sand (Marbot Ediciones), que guarda un parecido a mi juicio, salvando las distancias, con la de Juan Benet y Carmen Martín Gaite (Galaxia Gutenberg). En ambos casos se trata de parejas de escritores muy distintos, que se admiran y respetan a pesar de la gran diferencia del peso literario de sus obras e incluso de su actitud ante la vida y la obra.

Si, en sus cartas a Louise Colet, Flaubert se mostraba misógino y despectivo, esta correspondencia muestra una amistad admirativa y recíproca, que puede leerse narrativamente como un thriller. Para Georges Sand, la vida es lo importante y la escritura, un modo de ganársela. Para Flaubert, la escritura lo ocupa todo. Para Sand, se trata de ideas y emociones. Para Flaubert, es el estilo. Ella escribe sin parar. Él pasa semanas forcejeando con un párrafo, obsesionado con el ritmo, buscando le mot juste. Los dos sufren problemas pecuniarios. Flaubert se desespera con las reacciones que provocan sus libros, se enfurece contra la estupidez. George Sand comprende mejor que él por qué no se le entiende, por qué se le envidia, por qué se le ve como una amenaza. Ella misma defendió La educación sentimental. Flaubert lee y valora la obra de ella, se deja conmover, la elogia. Sus ideas políticas son casi opuestas, ella progresista, demócrata, socialista; él más bien monárquico y desdeñoso de lo popular. Ella parece casi zen, apegada a la naturaleza y celebrando la vida, mientras que él goza de su condición de anacoreta. Y sin embargo se encuentran, mágicamente, por su inteligencia y por su afecto.

Otra correspondencia apasionante es Entre amigas de Mary McCarthy y Hannah Arendt (Lumen), una novelista y una filósofa, dos amigas que empiezan disintiendo casi ferozmente y seguirán siempre discutiendo admirándose, leyéndose y criticándose mutuamente en las ideas, añorándose intelectual y afectivamente, buscando las maneras de encontrarse, visitándose. Y entre tanto se escriben. Y nos hacen pensar en torno a la cuestión judía y la ética tras la Shoah, pero también sobre las relaciones personales, la envidia, el poder en lo amoroso, la libertad, la independencia, la construcción de una obra. Sus cartas no solo trazan sus trayectorias vitales y la evolución de sus obras respectivas conectadas con sus biografías, sino también la vida intelectual y los debates del momento, los encuentros y desencuentros de las figuras del mundo cultural.

O la de Theodor W. Adorno y Walter Benjamin (Trotta), dos intelectuales que se leen con pasión, y asombra con qué atención dedica su tiempo Adorno al examen crítico de los trabajos de Benjamin y con qué delicadeza expone sus objeciones, y cómo intentó rescatarle en vano de su destino trágico. Es inevitable comparar la solidez organizada de Adorno con el brillo lúcido y vulnerable de Benjamin, la sensación de que Benjamin no se salvó porque el peso de su melancolía interior le impidió aprovechar las ocasiones de huir, mientras que Adorno, a pesar de sus sueños terribles, su memoria y su conciencia, logró otra vida en Estados Unidos. Y para acabar este recorrido epistolar que podría no tener fin, un libro viejo que reconciliaría con la figura del editor: en El autor y su editor (Taurus), Siegfried Unseld reúne las cartas de Hesse, Brecht, Rilke y Robert Walser con sus editores (las de Walser con un poso especial). Esas cartas, por muy acotado que sea su terreno, muestran con asombrosa claridad la relación de cada uno de esos escritores con el mundo, material y humano, con su escritura y su yo, con el delirio y la razón. ~

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(Figueres, 1957) es escritora, traductora y crítica literaria. Su libro más reciente es Mis postales de Barcelona (Triangle Postals, 2012).


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