“El simulador”, un cuento de Ana Merino

En la obra colectiva 'Doce visiones para un nuevo mundo', publicada por la Fundación Banco Santander, escritores como Agustín Fernández Mallo, Ana Merino, Juan Manuel de Prada o Mercedes Cebrián exploran el futuro de la humanidad.
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La Fundación Banco Santander encargó a doce escritores un texto narrativo que abordara la cuestión del futuro del ser humano. El resultado es la obra ‘Doce visiones para un nuevo mundo. ¿Hacia dónde camina el ser humano?’, recién publicada en la colección Obra Fundamental de la fundación con epílogo de César Antonio Molina. A continuación reproducimos el relato de la escritora Ana Merino.

—Habrá que reiniciar. —Anne revisó el panel de su tableta con gesto de fastidio—. Me temo que nada de lo que hay aquí nos va a servir.

Se la notaba cansada y sin muchas ganas, habían trabajado demasiado y le dolía la cabeza.

—Inténtalo, tal vez la conexión compartida no está funcionando. —Adam miraba alrededor mostrando una actitud esperanzada y jubilosa—. Son un montón de cosas. Estoy seguro de que algunas, con ciertas modificaciones, nos serán muy útiles.

—No lo sé, estas instalaciones son obsoletas. Todo esto tiene pinta de no haber resistido al paso del tiempo. —Anne no intuía las mismas posibilidades que anticipaba su esposo.

—Qué bonito es todo, y qué extraño, ¿verdad? —dijo él mientras empujaba una puerta que daba acceso a la gran nave de experimentos—. Increíble —siguió comentando—, esto fue en su día el mayor y más avanzado simulador de conducción…

—Exactamente, querido: “fue”. —Anne le interrumpió e hizo hincapié cambiando el tono de su voz al pronunciar en pasado el verbo ir, para que Adam entendiera su postura escéptica. No quería que su esposo se hiciera falsas ilusiones.

—Vale, aquí se llevaron a cabo muchísimas investigaciones hace tiempo, pero la maquinaria parece estar intacta. —Adam se refería a las burbujas gigantescas y robóticas de metal blanco que tenían en su interior automóviles.

—Intacta, de hace más de cien años…, 147 para ser exactos —puntualizó Anne.

—Ya, pero estas instalaciones han estado a salvo, herméticamente cerradas, y usaban energía solar autosuficiente. Descifrar su mecanismo puede servirnos.

—No tienen buena pinta…, creo que aquí, sobre todo, hay chatarra —insistió Anne.

—Vamos a intentarlo, será bueno saber cómo funcionaba todo esto.

—No creo que fuera tan distinto de lo de ahora, en realidad hemos avanzado poco. —Anne quiso quitarle importancia a la situación mientras reconectaba su tableta para que midiera la energía de los aparatos que Adam iba encendiendo.

—Parece que los generadores solares están respondiendo, ¿no? Hicimos bien en limpiar las placas de fuera. Anne, creo que necesitas tener paciencia, te lo pido por favor —le suplicó su marido con tono cariñoso.

La mujer suspiró mientras se apoyaba en una de las superficies con teclas y, entretanto, una de las pantallas grandes empezaba a iluminarse.

—Hemos logrado lo más difícil, llegar —le dijo Adam mientras la miraba con ternura. Pero Anne no respondió y siguió comprobando los paneles.

El hombre cerró los ojos y quiso imaginarse en otro tiempo, cuando aquel lugar estaba lleno de ingenieros haciendo experimentos. Su bisabuelo había sido el último en salir de allí y el encargado de desconectarlo todo. Tuvieron pocas horas, por eso daba la sensación de que todo lo que estuvieran haciendo había sido interrumpido por unos instantes. Estar allí era como viajar en el tiempo.

—¡Cómo me alegro de que nos dieran los permisos! —Adam seguía ilusionado con la sensación de estar viviendo un momento importante en ese lugar ligado a su historia familiar.

Anne miraba las máquinas y anotaba con el dedo en su tableta. Hacía un esfuerzo por resistir, porque estaba realmente cansada por todo el trabajo físico que habían hecho antes de abrir las primeras compuertas.

—Vaya, parece que ahora responde bien —le dijo Anne a su marido. Comprobar que los circuitos internos empezaban a funcionar la animó un poco, tragó saliva y se concentró en activar algunas cosas.

Una de las cápsulas en forma de huevo gigantesco se abrió cuando Anne presionó varias palancas.

—Mira qué automóvil tan bonito —comentó Adam—, y qué limpio, como si fuera nuevo.

—Al estar cerrado no ha entrado ni una mota de polvo —dijo Anne.

—¿Lo probamos? —A Adam le apeteció mucho sentarse en los asientos de cuero brillante con sus reposacabezas.

—Me da pena mancharlo todo —respondió Anne.

La ropa de ambos era de una tela grisácea y estaba llenísima de polvo. Habían pasado varias horas limpiando las placas y los paneles solares antes de entrar en las instalaciones. Activaron los filtros de oxígeno que habían traído y abrieron los conductos para que volviera a circular el aire desde fuera hacia dentro.

—Si quieres nos desvestimos y asunto arreglado —dijo Adam mientras se quitaba con gusto la especie de mono de tela gruesa que llevaba y lo arrinconaba en el suelo. Debajo vestía una malla oscura. Miró a Anne y la animó a hacer lo mismo—: Aquí estamos a salvo, quítatelo tú también, te sentirás más cómoda.

La mujer no sabía realmente qué hacer:

—No lo sé. ¿Cuáles son los protocolos en este caso?

—Ninguno. Nos han asignado este lugar, aquí podemos hacer lo que nos plazca. —Uf, no me acostumbro a ser libre —contestó Anne preocupada mientras miraba de reojo a uno y otro lado.

—Somos repobladores, disfrutemos de lo que conlleva.

—¿Y si nos enfermamos? —dijo Anne con algo de angustia.

—Tus medidores indican que el aire ya está limpio y que la radiactividad es muy leve, ¿verdad?

—Vale, me lo quito. Está sucísimo. —Anne se desprendió del denso mono de tela gris y lo dejó en el suelo junto al de Adam. Ella también llevaba ropa interior de un color oscuro.

—Mi padre me contó que aquí su abuelo estudiaba a la gente que conducía, que hacían muchos experimentos con estas máquinas. El mundo estaba lleno de coches, qué raro se me hace —dijo Adam mientras se sentaba en el asiento del piloto.

—Estos asientos son comodísimos. —Anne celebró por fin sentarse, y reclinó el asiento del copiloto mientras se estiraba y comprobaba su funcionamiento. Luego lo volvió a enderezar para mirar su tableta—. Buenas noticias, parece que tenemos conexión compartida incluso con este aparato.

—¿Eso qué quiere decir? —preguntó Adam. —Que tenemos este mausoleo bajo mi control.

—Te lo dije, no todo es chatarra.

—Vas a tener razón, cariño, pero creo que me estoy durmiendo. —Anne ya no daba más de sí y el cómodo asiento del coche, metido en la estructura de la esfera del Simulador, la invitaba a dar una cabezada. Antes de cerrar los ojos ofreció unas breves instrucciones a Adam—: Puedes hacer lo que quieras, he conectado el aparato para que puedas tener una experiencia simulada.

—¿De verdad? —Adam vio cómo el panel se encendía.

—Recuerda que el volante debe permanecer recto y seguir la dirección de la carretera, y abajo están los pedales del acelerador y el freno.

—Sé conducir mejor que tú estas máquinas.

—Diviértete —dijo Anne mientras se quedaba profundamente dormida. Adam, sentado en la plaza del conductor, se sentía como un niño feliz. Las endorfinas y la sensación de estar conduciendo de verdad le mantenían despierto. En las pantallas que rodeaban el coche aparecía un paisaje verde. Había otros coches en la carretera. A veces debía frenar para evitar a los ciervos, y otras reducir la velocidad porque había zonas en construcción. Notaba cómo el coche se movía simulando todos los movimientos.

“Así que la tierra de mi bisabuelo era verde y estaba llena de carreteras”, pensó Adam mientras aceleraba y se alejaba de los coches que habían aparecido al principio. Ahora no quedaba ninguna de esas carreteras. Los cambios bruscos de temperatura y el abandono habían hecho que creciera la maleza y los resistentes hierbajos, y solo permaneciera un leve trazo. Por lo visto, los matojos se habían adaptado bien a la radiactividad y al polvo volcánico. “Un cóctel corrosivo”, decían los informativos al aludir a aquellos sucesos.

Mezcla el descuido de los fallos humanos y el rugir de la tierra y tendrás el apocalipsis. Ni los mejores sismólogos de aquel entonces pudieron predecir los fuertes terremotos. Tampoco los ingenieros que habían diseñado las centrales nucleares dos siglos atrás. En la segunda mitad del siglo XX se habían construido demasiadas centrales nucleares, que los humanos del siglo XXI no supieron gestionar correctamente. Eso les habían explicado de niños a Anne y Adam. Por eso los humanos al final improvisaron, porque no existen instrucciones perfectas para hacer frente a las catástrofes más insólitas. Con los temblores de la tierra, varias de las centrales más antiguas se dañaron gravemente y dejaron escapar su venenosa energía. En realidad, se lo llevaron todo por delante. Así fue como tuvieron que desalojar inmensos territorios. Un día la Tierra empezó a convulsionar y los imperios de oriente y occidente se fueron resquebrajando con sus frágiles centrales nucleares y sus bases de datos y sus infraestructuras colapsadas. El enemigo invisible era la energía que habían inventado. El siglo XX se volvió contra ellos, les pasó una espeluznante factura.

Mientras la corteza terrestre temblaba con fuerza, y volvía a temblar con el eco de las réplicas, algunos volcanes dormidos se despertaron. Fue como si la Tierra estuviera viva, el magma quería salir y apoderarse de los valles. Comenzaron las explosiones, las erupciones volcánicas, y las cenizas invadieron los cielos de los océanos obligando a los aviones a aterrizar en cualquier sitio. Ya no había visibilidad y todas las aeronaves transoceánicas se quedaron en tierra.

No fue una gran guerra ni una pandemia lo que al final acorraló al ser humano. Fueron los intensos terremotos y la fuerza enrarecida de los volcanes los que iniciaron un cambio de paradigma. Fue la total destrucción de muchas poblaciones estratégicas que jamás imaginaron que pudieran ser susceptibles de semejantes catástrofes. Pero, curiosamente, la infraestructura del Simulador estaba intacta, como si nada del horror y el caos que hubo entonces lo hubiera tocado. Ni una grieta, solo el abandono y la espera.

El padre de Adam había conservado como una reliquia el viejo coche del bisabuelo, por eso él, en cierto modo, sabía conducir. Ya no funcionaba y ocupaba todo el patio trasero de los contenedores vivienda. A Adam le gustaba jugar a pilotarlo, apretar el pedal de freno y el del acelerador, y rememorar las historias de cómo aquel trasto había salvado a la familia de una muerte segura. Había recorrido mil trescientos kilómetros de distancia dejando atrás el repentino apocalipsis de radiación y ruinas. Ante tanta suma de catástrofes, los gobiernos no se esforzaron en mandar liquidadores. Las noticias eran espeluznantes y ya nadie quería ir a limpiar los desastres. No merecía la pena el esfuerzo, en realidad no podían, estaban desbordados, pasaron página y trataron de reinventarse en las áreas seguras de contención y supervivencia. Por eso, simplemente evacuaron a las poblaciones próximas a los epicentros del caos rogándoles que se fueran cuanto antes. Luego marcaron los perímetros de zonas muertas donde nadie debía acercarse, las franjas de zonas tóxicas y peligrosas. El mapamundi se llenó de círculos amarillos considerados infiernos radiactivos y de círculos rojos donde estaban los desiertos volcánicos que seguían escupiendo magma.

Adam se puso a hablar solo, sabía que Anne estaba en las profundidades de un sueño denso cocinado con el cansancio del largo día trabajando. Puso un tono solemne en su monólogo:

—Heredamos la nostalgia por los lugares que fueron el cobijo de nuestros antepasados.

Anne respiraba emitiendo leves ronquidos, como si aquella frase que le sonaba tan bien a Adam no fuera con ella. El hombre siguió hablando:

—Heredamos las historias que nos describen cómo ha sido la vida en otro tiempo. Anne, ¿sabes?, nos toca vivir en el presente, construir un futuro, pero el pasado es la sombra que nos murmura… —Los ronquidos de Anne sonaron con más fuerza. Adam paró el coche y el motor del Simulador se detuvo—. Sí, querida, el pasado, en realidad, nos ayuda a entender las grandes equivocaciones.

Adam había crecido en las montañas, a mil trescientos kilómetros del Simulador, del gran proyecto de su bisabuelo, el ingeniero. La industria del automóvil, por aquel entonces, estaba en un momento esplendoroso, en la era de la globalización, según decían, y buscaban coches más eficaces e inteligentes con los que competir en los grandes mercados. Coches que ayudasen a los conductores, que se hicieran con los mandos si el piloto se quedaba dormido, que pudieran anticipar un accidente. La tecnología puesta al servicio de una vida llena de comodidades. Se fabricaban todo tipo de productos. Había avances vertiginosos que propiciaban el consumo de una gama infinita de objetos electrónicos. Cientos de aplicaciones proyectaban ilusiones virtuales en las pantallas de los dispositivos.

Pero todo cambió con el tenebroso rugido de la Tierra transformado en temblores, con el desmoronamiento de las ciudades y sus edificios carismáticos, con la suma de catástrofes nucleares encadenadas. La vieja central nuclear que había asolado los alrededores del Simulador estaba a cincuenta y cinco kilómetros, en un área de pequeñas poblaciones que tuvieron que renunciar a sus vidas en unas horas y escapar con lo puesto.

“Dicen que era la zona más fértil de la tierra, qué pena que se contaminara”, solía repetir la abuela de Adam, que también había nacido por allí. Tenía solo seis años cuando sucedió el accidente. Recordaba a su madre metiendo maletas y cajas en el coche, y a su hermano pequeño de tres años llorando, y al perro dando largos aulli- dos como si llegara el fin del mundo. Y es que era, literalmente, el fin del mundo, según clamaban las redes sociales y los informativos. Tuvieron que dejarlo todo atrás y buscar una ruta de salida. La anciana recordaba bien las horas interminables en la carretera, filas de coches acelerando por los caminos y los sembrados llenos de cosechas a los lados.

“Nunca antes la consideraron zona de peligro sísmico —se lamentaba ya muy anciana—, el epicentro del terremoto estaba lejísimos, nosotros realmente no lo notamos, pero la central nuclear por lo visto se resquebrajó.”

Las grietas, el derrumbe de los muros de contención y el sobrecalentamiento generaron un grave incendio y una explosión. El accidente nuclear obligó al éxodo. Y esto se sumó a un encadenamiento de desgracias, los edificios que almacenaban la nube de información de las redes también se derrumbaron, y las torres de repetición de los teléfonos móviles. Las infraestructuras que se habían construido a prueba de graves catástrofes no superaron el reto y se interrumpieron los sistemas de comunicación inalámbrica. Los diseños del siglo XX y del XXI se desmoronaron. Y siglo y medio después de todo aquello solo quedaban los traumáticos recuerdos que habían pasado de boca a oreja, historias de los que lo vivieron siendo niños muy pequeños, o crecieron escuchando a sus padres relatarles el horror de la gran catástrofe.

Muy pocos se atrevían a solicitar permisos para la exploración de los lugares tóxicos que quedaron abandonados. Había cientos de zonas restringidas, las más tenebrosas destacaban por ser auténticos cementerios de huesos al aire libre en ciudades en ruinas a las que nadie obviamente querría ir. Pero el área donde estaban Anne y Adam era una zona de praderas y llanuras de vegetación desbordada, donde solamente se había depositado algo de polvo denso. Un paraje inquietante y misterioso para los aventureros de espíritu desencantado que consideraban la idea de asentarse en tierra de nadie.

Muy pocos comprendían la absurda iniciativa de los repobladores. Se consideraba una patología esa curiosidad morbosa por conocer de cerca los territorios desolados del cataclismo. Pero Adam no tenía curiosidad morbosa ni nada de eso, en realidad él estaba buscando dar un sentido a su vida. Quería reconstruir la mirada del pasado y en ese esfuerzo apreciar su presente. El mundo no se parecía en nada a lo que había sido la vida antes del cataclismo nuclear. Si solo hubieran sido los terremotos y las erupciones volcánicas, hubiera resultado más fácil sobreponerse a aquello, pero la radiactividad lo contaminó todo. Por eso hubo que esperar casi un siglo y medio. El anhelo por el regreso se heredó en la forma de un relato maravilloso que pasó de una generación a otra.

—Estoy seguro de que habrán bajado los niveles de radiación, los datos han quedado obsoletos y no parece que les preocupe demasiado reevaluarlos —le dijo un día Adam a su mujer—. Me gustaría solicitar los permisos. Quiero ir a allí, quiero ver lo que queda de aquello.

Anne deseaba que su esposo se sintiera mejor y volviera a encontrar su rumbo existencial. Ella también estaba harta de la rutina de su propia vida. Quería que Adam se curara y hallara la calma más allá de los pensamientos del trauma colectivo de sus antepasados. El miedo heredado a las catástrofes y el trauma del éxodo habían generado una sociedad fuertemente reglada que no pensaba en las emociones cotidianas. Eran grupos sociales que se limitaban a subsistir, cumpliendo sus funciones en absoluta armonía dentro de un entorno aséptico extremadamente protegido y lleno de rígidas restricciones.

El proyecto de la nueva civilización armónica era válido, pese a las renuncias implícitas y a las duras reglas de contención que estructuraban sus leyes. Válido, necesario y satisfactorio para la mayoría. Pero Anne y Adam, al cumplir años y cruzar la barrera de los cincuenta, empezaron a sentir una especie de vacío que no se estabilizaba con ninguna medicación sicotrópica. Sobre todo Adam, que se despertaba agitado en medio de la noche y muchas veces ni siquiera podía dormir. Lloraba sin entender por qué y le temblaban las manos. Tuvo que dejar de trabajar procesando alimentos y comenzó una terapia intensiva que no le servía. Nada le servía para combatir el ahogo y la presión que sentía en el pecho. La convivencia vecinal se enrareció y tuvo cuadros paranoicos.

Fue entonces cuando les sugirieron la posibilidad de ser repobladores y formar parte de un proyecto experimental para personas en situación emocional irreparable. A los que se obsesionaban y sentían con la edad un profundo vacío impregnado de ansiedad les daban la opción del reencuentro con los vestigios del pasado como re- pobladores o de abrir vías exploradoras hacia el futuro uniéndose a flotas de viajes espaciales experimentales. No era un destierro, era una oportunidad para buscar el cauce de su vacío en sus propios términos. La sociedad de autocontrol armónico no tenía capacidad para integrar las anomalías emocionales de la madurez, y el caso de Anne y Adam era claro. Él estaba enfermo y arrastraba a su mujer en esa emocionalidad distorsionada.

“Con las ruinas de lo que se encuentren pueden inventar otra forma de vida.” Eso les explicaron. No tenían demasiados voluntarios por ahora. Solo algunos jóvenes rebeldes obsesionados con el futuro, que fueron etiquetados como secta y a los que habían mandado a conquistar Marte en una vieja nave espacial reciclada de los tiempos anteriores al cataclismo. Otros, no más de diez con diferentes tipos de patologías nerviosas, se habían atrevido a aventurarse en las zonas tóxicas. Y, por ahora, no había rastro de sus andanzas. Ni la nave hacia el futuro, ni los exploradores del pasado habían sido capaces de emitir informes una vez cruzaban el umbral de su destino. Era como si la sociedad armónica simplemente abriera las compuertas de los inadaptados para que buscaran su destino en otros lugares y no contagiaran a sus congéneres la amarga desazón que los obsesionaba. Porque las obsesiones eran cauces de energía peligrosa. La insatisfacción, la rabia, el vacío…, todas esas emociones dispares había que encauzarlas antes de que ocasionaran comportamientos descontrolados en cadena. Encauzarlas con soluciones éticas, como la posibilidad de emprender un nuevo camino hacia el futuro espacial o hacia los territorios excluidos del pasado.

Adam empezó a darle vueltas a la idea de ir a la zona del Simulador donde su bisabuelo había sido tan feliz trabajando antes de la catástrofe. A Anne le pareció bien, aunque intuía que seguramente aquella edificación idealizada por su marido estaría inservible o en ruinas, pero sabía que un cambio radical les ayudaría. Si el ánimo de Adam mejoraba y proyectaba una ilusión, renunciar a todo sería una buena decisión. Buscar la felicidad, aunque fuera algo breve, merecía la pena. Recuperaron un antiguo mapa de carreteras y calcularon las coordenadas para el desplazamiento. Hicieron la solicitud e inmediatamente fueron aprobados para la renuncia y el nuevo emplazamiento. Una aeronave de descarga los depositó con un contenedor de supervivencia. Se convirtieron en repobladores con libre albedrío. Algo que para la mayor parte de los humanos de las comunidades de autocontrol armónico resultaba terrorífico, pues lo asociaban al pasado catastrófico.

Cuando Anne se despertó vio que Adam sollozaba a su lado.

—¿Qué te pasa? —preguntó preocupada.

—Me angustia esta idea loca de haberte traído aquí —dijo él con tono compungido—. Perdóname por todo lo que has perdido con tu renuncia.

—Adam, cariño, yo estoy bien.

—¿De verdad?

—Sí, esto está muchísimo mejor de lo que me esperaba. Hay circuitos electrónicos

que todavía funcionan y puedo adaptar. Tenías razón, vamos a poder reciclar muchísimas cosas. Además, estos asientos son comodísimos. No, en serio, estoy bien. —Anne se encontraba de muy buen humor después del sueño reparador—. ¿Te has fijado en el paisaje?

—¿El del Simulador? —Adam creía que Anne le estaba preguntando por los lugares simulados que él había recorrido mientras ella dormía.

—No, no, el de fuera. El que se veía desde lo alto de los paneles solares cuando los limpiábamos. ¿Te acuerdas?

—Ahora que lo mencionas, no me fijé demasiado, estaba pensando en cómo sería entrar en el Simulador.

—Pues yo sí me fijé, y está todo lleno de vegetación y parece tranquilo y sentí que hay mucho por conocer más allá de este edificio.

—La idea de salir de aquí me asusta un poco. Tenemos suministros para aguantar casi un año. —Adam sentía que el Simulador era su lugar y su propósito.

—Ya, pero me gustaría ver qué otras cosas están intactas por aquí.

—No lo sé.

—Tranquilo, no iremos muy lejos, simplemente será bueno inspeccionar la zona

para comprobar lo que ha cambiado respecto al mapa de carreteras de tu bisabuelo. —Anne se refería a un viejo mapa de cartulina donde se podían ver las carreteras y los diminutos pueblos—. En esos lugares hubo otros edificios, imagino que quedarán cosas útiles. Creo que conocer lo que nos rodea es parte de la terapia.

—¿La terapia? —preguntó Adam.

—Lo que nos explicaron que había que hacer para combatir la angustia que sientes.

Adam suspiró, él no había podido dormir. Sus pensamientos mezclados con las imágenes del Simulador lo habían desorientado.

—Estoy agotado, ahora soy yo el que se cae de sueño.

—No te preocupes, reclina el respaldo y cierra los ojos. Saldremos a dar una vuelta cuando estés descansado. Tenemos mucho tiempo por delante.

Al principio, a Anne no le fue tan sencillo convencer a Adam para salir juntos a inspeccionar los alrededores. Cuando se alejaban más de quinientos metros, a él le entraba aprensión, como si el aire soleado del verano tuviera todavía las partículas venenosas del cataclismo.

—Anne, no puedo. Estoy bien en el Simulador. No quiero conocer más allá de estos árboles. —Adam se refería a una hilera de manzanos que había cerca del edificio—. Entiendo que necesites saber más, pero yo he encontrado el sentido a mi mundo.

Adam se pasaba largas horas metido en los coches de las cápsulas de simulación. Ya no le temblaban las manos y dormía casi ocho horas de un tirón. Estaba mejor que antes, pero solo se quedaba dentro de las naves del edificio o en la misma zona que rodeaba las instalaciones.

—Yo necesito saber más.

A Anne el Simulador le aburría. Examinar sus circuitos y ajustar la maquinaria le había llevado pocos días. Por otra parte, no le gustaba fingir que conducía en paisajes simulados. Había intentado poner en funcionamiento un coche del almacén, pero le faltaban las ruedas y el motor, era un simple cascarón. Tal vez en algún pueblo cercano hubiera algún coche antiguo que pudiera hacer funcionar, pero para eso necesitaba alejarse y explorar. Al menos, encontró una bicicleta con ruedas gruesas que pudo arreglar y que le sirvió para empezar a crear un mapa detallado de lo que había en pie.

La vegetación había crecido en las granjas que fueron de madera y ahora eran básicamente las ruinas del metal que quedaba corroído. Sin embargo, una parte del centro comercial que había a pocos kilómetros, y que había sido construida con piedra y acero, seguía en pie y en muy buen estado de conservación, como las naves del Simulador. Curiosamente, estaba vacío, no quedaba ninguna mercancía dentro. A Anne le sorprendió ver sus puertas abiertas, los espacios diáfanos y que las estanterías y los pasillos no tuvieran absolutamente nada. Era extraño, pues estaban todas las estructuras de los expositores de metal y plástico perfectamente alineadas.

—No lo entiendo, las tiendas están sin mercancía. No tiene mucho sentido, porque la población salió de forma abrupta. Tendría que estar con todas las cosas que dejaron, como en el Simulador.

—Tal vez la gente compró muchos enseres en el último momento, o simplemente con el pánico se lo llevaron.

—No es eso. Es como si se hubiera vaciado con calma. No sé cómo explicarlo, tuve una sensación muy extraña.

—¿Qué quieres decir?

—Todo es muy raro. Ha crecido la vegetación por todas partes y las carreteras están resquebrajadas por el desgaste, pero no encuentro secuelas de la radiación. Tal vez tengo el medidor estropeado, pero todo está limpio.

—¿Has visto animales?

—Algunos pájaros y varias ardillas, y no sé si te has fijado en que las chicharras están armando escándalo todo el día y los grillos toda la noche. Parece que han sobrevivido sin problemas. Y el agua de lluvia del depósito está limpia y es potable. Si nos atenemos a los informes de los accidentes nucleares, esto no tiene ningún sentido.

Anne iba abriendo cada día el círculo de sus pequeñas exploraciones y planeaba llegar más lejos.

—Hoy me encontré una manada de ciervos. Un macho con una gran cornamenta y varias hembras con sus crías. Los animales parecen estar bien, no he visto malformaciones… He intentado dar con ondas de comunicación, pero no llega nada. Es imposible sintonizar con la frecuencia de las Comunidades Armónicas, tal y como nos dijeron estamos aislados. Solo detecto el Simulador y es porque, obviamente, lo encendimos nosotros… El centro comercial dependía de la red eléctrica convencional y no hay forma de reconectar nada. Deberías venir un día a verlo conmigo, así te haces una idea de lo que te estoy contando.

—Está demasiado lejos para caminar, y hace calor. Con lo que me cuentas me vale.

Adam no mostró demasiado interés por ver los restos del centro comercial en persona. Solo se atrevió a hacer pequeñas salidas con Anne, pues lo que le tranquilizaba era conducir dentro de los coches del Simulador y ver pasar las pantallas. Anne, en cambio, cada día quería conocer más, y en su cabeza estaba comenzando a trazar un complejo plan de supervivencia. Tenían suministros de alimentos deshidratados para algo más de un año, y debían generar alimentos frescos. Habían traído semillas tratadas y dos sacas de tierra ionizada para plantar vegetales nutritivos de última generación. El aire era respirable, y no había, que supieran, depredadores que pudieran atacarles. Los árboles frutales parecían sanos o eso decían los indicadores. La vida en los espacios abiertos de las llanuras resultaba más estimulante que dentro de los parámetros de contención de la sociedad armónica. Adam se relacionaba de otra forma con el lugar de sus ancestros, tenía una especie de adicción a las máquinas del Simulador, pero empezó a salir con más frecuencia para clasificar las plantas de los alrededores y ver su potencial alimenticio.

Fue a comienzos del otoño, justo a los tres meses de estar allí, cuando sucedió algo insólito. Anne se había alejado a explorar pedaleando más de hora y media por los restos de la carretera hacia al sur. Allí vio con sorpresa los sembrados bien cuidados y vacas pastando en pequeñas fincas junto a un grupo de granjas de madera perfectamente conservadas. Bajó por uno de los caminos de tierra para ver de cerca todo aquello, y se cruzó con un hombre viejo de largas barbas blancas y sombrero que conducía un pequeño carromato negro de madera tirado por un caballo oscuro. A su lado había un niño rubio. El hombre se tocó el ala del sombrero e hizo un gesto de saludo al verla. Anne estaba perpleja. ¿Qué hacía esa gente allí? En los entrenamientos informativos sobre el impacto del cataclismo no había constancia de que quedara allí vida humana. Adam y ella eran los primeros repobladores de la zona tóxica. Vio a un hombre joven con sombrero de paja haciendo surcos con un arado de dos caballos y se acercó a hablarle.

—Vengo en son de paz. —A Anne no se le ocurrió mejor forma de presentarse.

El joven paró el arado y le sonrió amistoso. Conocía algunas palabras, pero hablaba un idioma diferente. Se hicieron entender como pudieron, mezclando señas y frases. El muchacho llevó a Anne a ver a las mujeres de la comunidad. Varias de ellas hablaban su idioma con fluidez, aunque con un acento extraño. Las mujeres le ofrecieron agua fresca y algo de alimento.

A grandes rasgos le explicaron a Anne que eran amish y que conocían la lengua de los que se fueron porque todavía se hablaba en otras poblaciones y era la que usaban para hacer intercambios.

—¿Otras poblaciones?

—Sí, nuestros antepasados se quedaron, también los menonitas, los indios meskawi y un grupo de latinos agricultores.

—¿Se quedaron? ¿Y no enfermaron? ¿Ustedes saben lo que ocurrió?

—Los ingleses se fueron —así era como llamaban a los que siglo y medio atrás habían vivido también allí—, pero nosotros nos quedamos. ¿Es usted descendiente de los que se marcharon?

—Hubo una catástrofe nuclear ocasionada por el impacto de los terremotos. ¿Entienden lo que significa?

Aquella noche, cuando Anne regresó al Simulador, estaba conmocionada y trató de explicarle a Adam todo lo que había descubierto:

—Fueron grupos de población que no quisieron irse. Gentes que trabajaban la tierra. Nunca nos contaron nada sobre ellos. Hablan varios idiomas, pero conservan el nuestro para comunicarse entre ellos.

—¿Y están sanos?

—Sí, Adam, perfectamente, no han heredado ni una secuela.

—¿Cómo es posible? —interrogó Adam.

—Te juro que no tengo la menor idea.

—¿Crees que nuestras autoridades armónicas lo saben? —volvió a preguntar

Adam.

—Hum…, no… ¿Por qué querrían ocultárnoslo? Todo esto es muy confuso, ojalá

pudiéramos informarles de lo que está pasando aquí. —¿Para qué? —siguió interrogando Adam. —Bueno, para que lo supieran.

—¿Y?

—Pues no lo sé. Pero creo que nuestros conciudadanos armónicos deberían saberlo.

—¿Saber que hay otros humanos haciendo su vida en la zona tóxica y que sus antepasados, al parecer, no sufrieron las consecuencias del cataclismo?

—Sí —respondió Anne pensativa.

Se miraron en silencio, y Adam expresó su desacuerdo:

—No, saber esto ahora no tiene sentido. Que se queden donde están. —Adam se sentía muy bien allí solo con su mujer. Rechazaba la idea de volver a encontrarse con humanos armónicos.

Anne siguió verbalizando su perplejidad:

—Nuestros antepasados sufrieron muchísimo. Tuvieron que dejarlo todo atrás… No entiendo nada de lo que ha pasado aquí, ¿cómo crees que han podido sobrevivir a la radiación? La central está solo a 55 kilómetros… —En ese instante Anne tuvo una corazonada y sintió una rabia densa—: ¿Y si la central nunca explotó?

—¿Cómo?

—¿Quién dice que hace 147 años explotó esta central? —interrogó Anne. —Nuestras familias salieron huyendo, fue un caos espantoso, nuestros abuelosveran niños y lo recordaban todo con horror.

—Sí, las terribles imágenes circulando en las redes, era el fin del mundo conocido. Todas las agencias de noticias lo decían, ¿verdad? Hemos crecido repitiendo esa historia, viendo fotografías y terroríficos vídeos una y otra vez. Nuestros antepasados tuvieron que empezar de cero, desprenderse de todo y crear otra sociedad. Inventar algo diferente a lo que los había llevado al borde del abismo. Borrar el veneno de la horrible civilización que se había gestado en el siglo XX.

—Sí, las nuevas estructuras de la sociedad armónica fue lo que nos salvó —respondió Adam siguiendo el hilo de Anne. Habían crecido con esa idea. La superioridad de la civilización armónica había ordenado el planeta.

—Adam, cariño, tal vez los humanos de entonces eran la catástrofe, por eso los obligaron a marcharse y empezar de nuevo transformados en otra sociedad.

—¿Qué dices?

—Presiento que la central nunca explotó, ni se averió, ni nada. Debería ir hasta allí y comprobarlo con mis propios ojos. No tengo idea de lo que pasó en otros lugares, pero intuyo que aquí nunca pasó nada.

—¿Qué significa todo esto entonces, Anne?

—Quizás fue un simulacro para prepararnos, y esas cosas horribles sucedieron en otras partes. Quién sabe. ¿Crees que queda alguien que nos lo pueda explicar? Todo son conjeturas.

Adam y Anne se quedaron en silencio.

—¿Pedalearás mañana hacia la central? Con estos caminos te llevará varios días llegar allí —dijo Adam preocupado.

—No lo sé. —Anne suspiró y cambió de tema—. Las mujeres amish me han advertido de que los inviernos son muy fríos. Tendremos que aprovisionarnos bien los próximos años.

—Pensabas que íbamos a morir rápido, ¿verdad? —dijo Adam mientras miraba con curiosidad a su mujer—. Que no duraríamos ni un año…

—Imaginé que todo sería más difícil —contestó Anne sonriendo—, que nada funcionaría y que los restos del veneno de la radiación nos consumirían lentamente. —Se le había pasado la rabia y estaba cansada de pedalear—. Hay otros grupos que viven cerca. Imagino que los iremos conociendo poco a poco.

Pensó en las mujeres con su cofia blanca y su mandil, en el pan de grano con mermelada y en la bancada de la mesa de madera donde se había sentado a escucharlas. En sus rostros amigables explicándole sobre el viejo mapa que los latinos hablaban español y vivían al sur, en el pueblo de Hills, y los indios meskawi al norte. Los menonitas, mucho más cerca. Todos estaban bien, en sus grupos, con sus sembrados y sus animales. Al final de cada temporada se intercambiaban el grano sobrante, algunas conservas y pieles curtidas. Los meskawi eran buenos cazadores y sabían cómo conservar el calor bajo la tierra.

—Increíble, se quedaron con lo puesto. Y para sobrevivir han debido retroceder tres siglos, no tienen ni luz eléctrica.

Adam acarició el rostro de su mujer, y la miró con gesto misterioso. —Tengo un regalo para ti —le dijo.

—¿Un regalo? —preguntó ella con curiosidad.

Adam puso una hermosa y sonrosada manzana en la mano de Anne. —Es la primera de la temporada. Ya están madurando.

Anne la miró con sorpresa, la apretó con los dedos y se la llevó a la boca. Era crujiente y tenía un sabor ácido que se volvía más dulce al masticar. El sabor fresco de la manzana le devolvió a las sensaciones del instante. Se fijó en el rostro de Adam y pensó que con el sol y el aire se había puesto muy guapo. A su marido le sentaba muy bien la nueva vida que se estaban inventando. Se inclinó juguetona hasta sus labios y le dio un largo beso.

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Ana Merino es escritora. En 2020 recibió el Premio Nadal por su novela 'El mapa de los afectos'.


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