Nacionalismo, cosmopolitismo y el futuro de Europa del Este

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El cosmopolitismo es un humanismo. Está enraizado en la visión ilustrada de que la dignidad humana trasciende las fronteras. Parte de la idea de que es imposible no tener raíces, pero no es imposible trascenderlas y encontrar arraigo más allá de tu origen. El cosmopolitismo puede ser también, desafortunadamente, una forma de privilegio. Lo saben los refugiados que envidian a los ciudadanos de los Estados-nación y sus Estados de bienestar. Un refugiado es un verdadero cosmopolita, pero es un cosmopolita reticente; quiere dejar de serlo cuanto antes. El cosmopolita suele estar contento con su condición apátrida porque tiene un lugar de origen incuestionable, un lugar al que volver; con la seguridad y estabilidad que proporciona vivir en una democracia liberal o un Estado estable el cosmopolitismo resulta sencillo. Solo puedo considerarme realmente un ciudadano del mundo si antes soy un ciudadano de un Estado que me protege. Es algo en lo que insistió Hannah Arendt en los años posteriores a la Segunda Guerra Mundial cuando reflexionó sobre los derechos humanos: solo existen si hay un Estado detrás dispuesto a protegerlos.

Como ha escrito Oliver Bullough, autor de Moneyland y del recién publicado Butler to the world (sobre cómo Londres se ha convertido en el refugio de la oligarquía rusa), “El dinero se mueve a través de las fronteras, pero las leyes no. Los ricos viven globalmente, el resto de nosotros tenemos fronteras.” El verdadero cosmopolita en el siglo XXI es el oligarca que compra pasaportes en paraísos fiscales, el privilegiado que no cree en las fronteras porque se mueve a través de ellas como el dinero. El otro verdadero cosmopolita contemporáneo es el refugiado que arriesga su vida para llegar a un lugar mejor y acaba atrapado en el limbo.

La invasión rusa de Ucrania ha acentuado una brecha que ya existía entre Europa occidental y Europa del Este. Es una brecha entre el cosmopolitismo y el nacionalismo. Para los países de Europa del Este, que han vivido bajo la opresión imperial hasta hace apenas tres décadas, el cosmopolitismo siempre ha sido una imposición.

Aunque hoy los países de Europa del Este son muy homogéneos étnica y religiosamente, históricamente la región ha sido muy multicultural: convivían protestantes, católicos, judíos, eslavos, gitanos. Hubo épocas en las que los habitantes de Europa del Este no sabían muy bien qué nacionalidad tenían. Si preguntabas a un bielorruso de la primera mitad del siglo XX qué nacionalidad tenía quizá te respondía con su religión. El escritor judío Aharon Appelfeld nació en Chernovitz (hoy Chernivtsí), una ciudad que formó parte, solo en el siglo XX, de Austria-Hungría, el Reino de Rumanía, la Ucrania soviética y la Ucrania democrática. Durante años su lingua franca fue el alemán pero tuvo una gran población judía antes del Holocausto. En Ucrania se idealiza a menudo el pasado multicultural de una ciudad como Lviv, o Leópolis, que formó parte del Imperio austrohúngaro, Polonia y ahora Ucrania. Mucha de su población era judía pero también fue un importante epicentro del nacionalismo ucraniano. En Otra Europa, el poeta polaco Czesław Miłosz narra su vida a través de los cambios de fronteras que se produjeron en su región natal: cuando Vilna se adhirió a la recién creada Segunda República de Polonia, los Miłosz, para volver a su pueblo natal en Lituania, a pocos kilómetros de Vilna, tenían que cruzar la frontera ilegalmente.

La diversidad de la región tenía una parte enriquecedora, como ocurre en muchos lugares fronterizos y multiculturales. La lengua no determinaba la identidad, sino el apego al territorio. Como escribe Miłosz, muchos europeos del Este “tenían una visión del mundo de corte vertical: un pequeño pedazo de la tierra, sentida más como un llano que como una esfera, y, por encima, el cielo”. Pero detrás de esa diversidad había mucha sangre: los cambios de soberanía surgían como consecuencia de guerras e implicaban grandes cambios demográficos. Ser un cosmopolita en la primera mitad del siglo XX en Europa del Este implicaba ser víctima de la Historia con mayúscula, o ser un peón de grandes poderes.

En Europa Occidental, la Historia es historia. En Europa del Este, no. Para los países bálticos, Polonia, Moldavia, Eslovaquia, Hungría, República Checa, Ucrania, la Historia sigue presente en una amenaza existencial constante desde el Este. Esa amenaza constante ha exacerbado su nacionalismo, que funciona como un mecanismo de defensa. Tras siglos de imposición imperial de fronteras y soberanías y heterogeneidad (casi siempre a través de la sangre), la población de Europa del Este tomó el camino de la emancipación nacional para protegerse de la opresión del pasado. Como ha señalado Branko Milanovic, las revoluciones tras la caída de la urss fueron más nacionalistas que democráticas. Por eso, según la lógica de los gobernantes de Europa del Este, la defensa de su homogeneidad étnica y religiosa es también una defensa de su integridad territorial. Como escribe Milanovic, “Si se las considera [a las revoluciones de 1989], como creo que debe hacerse, revoluciones de emancipación nacional, simplemente como el último despliegue de una lucha de siglos por la libertad, y no como revoluciones democráticas en sí mismas, las actitudes hacia la migración y los llamados valores europeos se vuelven totalmente inteligibles.”

Por eso la brecha ya existente entre Europa Central y del Este se puede exacerbar tras la guerra en Ucrania. La diferencia de valores va unida a una cuestión existencial, no simplemente moral. Los países del Este de Europa son más conscientes de la amenaza rusa y por eso son más reacios al cosmopolitismo de más al oeste.

La respuesta europea a la invasión rusa de Ucrania ha sido contundente y, salvo excepciones, unida. Pero no hay que cometer el error de pensar, como ya ocurrió con el Maidán, que los ucranianos luchan exclusivamente por la democracia liberal o la Unión Europea. Hay un alto componente de esto: la principal desavenencia entre Rusia y Ucrania no es cultural sino de modelo político. Ucrania ha rechazado en varias ocasiones el modelo autoritario ruso. Pero esa lucha por la democracia es inseparable de la emancipación nacional. Los ucranianos defienden su propia integridad territorial y luchan para no acabar convertidos en un territorio cosmopolita, es decir, una región donde la diversidad no es natural sino una imposición sangrienta de la Historia. Los más de cuatro millones de ucranianos que han tenido que abandonar su país como consecuencia de la invasión rusa se han convertido en refugiados; son cosmopolitas a la fuerza, como muchos de sus antepasados. ~

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Ricardo Dudda (Madrid, 1992) es periodista y miembro de la redacción de Letras Libres. Es autor de 'Mi padre alemán' (Libros del Asteroide, 2023).


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