¿La libertad es esa condición feliz que rodeaba a Salman Rushdie cuando creyó que tenía el derecho a imaginar demonios, ángeles, islas y metamorfosis con guiños al islam? ¿O la libertad es la conciencia que adquirió luego de atravesar el miedo, la amenaza de muerte, la vigilancia y todo lo que vino con la publicación de su novela Los versos satánicos?
Esas y otras preguntas me hice cuando terminé de leer, no hace mucho, la autobiografía del autor inglés de origen indio, esa que tituló con el nombre clave que lo protegió durante una década: Joseph Anton.
El escritor Martín Solares me dio la oportunidad de poner sobre la mesa esas preguntas en una breve charla digital con el autor, dos semanas antes de que fuera apuñalado en Nueva York. Como era de esperarse en un intercambio con un grande así, su respuesta me dio claves para una reflexión absorbente de la que no logro salir. El escritor necesita suponer que es libre, pero se engaña, me dijo Rushdie. Él creía que podía escribir sobre lo que quisiera. Pensó que podía usar su imaginación sin ataduras, sin miedo a los hombres y a sus ideas. Se equivocaba, pero para escribir es preciso suponer esa libertad. Me puso como ejemplo a Ósip Mandelstam. Si alguien iba a satirizar a Stalin, tenía que hacerlo desde la inconsciencia, desde el autoengaño de la libertad, para luego, como Mandelstam, darse cuenta de que su poema, sus palabras, su juego, su lucidez lúdica, eran una sentencia de muerte. Fue libre Mandelstam para escribir, pero eso le quitó la libertad y la vida.
Por lo que se lee en Joseph Anton, Salman Rushdie se desengañó: tras la publicación de su novela tuvo que aceptar que de libertad, nada, pero quizá sea posible afirmar que la lucha por su vida se convirtió en la construcción de otra libertad.
Supongo que todos están enterados, pero a los recién llegados les cuento un poco de los problemas del autor de Los versos satánicos. Publicó ese libro a fines de los 80 y aún no estaba en librerías cuando ya tenía críticas por ridiculizar al islam. No están ni Alá ni Mahoma en su novela, pero hay personajes que les hacen guiños. De la mano de su padre, un hombre laico con intereses profundos en las religiones, Rushdie había quedado fascinado con las figuras del islam, la historia del profeta y el pasaje sobre unas diosas aladas que se cambió en el Corán porque no lo había dictado dios, sino el diablo. Ese pasaje es conocido como los versos satánicos. De ahí se agarró para su extraordinaria novela y de ahí se agarró el ayatola Jomeini para dictar una fetua, una orden a todos los musulmanes del mundo para acabar con el impío. Quedaban obligados con dios.
La libertad es un bien escaso en el mundo, advirtió Rushdie, pero “para escribir, el escritor debe asumir que es libre”.
Le he dado muchas vueltas a su respuesta y con ella como escalón me atrevo a plantear mi propia construcción: la literatura, como la ciencia, como el conocimiento, como el arte, son libres, pero sus autores no. Se convencen de que lo son, pero ¿quién va a ser libre en un mundo donde la razón es constantemente vencida por la fe exenta de duda? Piensen en Rushdie: un autor ya consagrado que creció y vivía y escribía en una sociedad de libertades (Inglaterra), pero que topó un día con el demencial enojo de un político que desayunaba cada mañana a 3 mil 800 kilómetros de distancia, en Irán.
Nadie está a salvo de la sinrazón del poder. Pienso entonces que los autores pueden tener dos momentos de libertad: aquel en el que insensatamente dibujan, escriben, cantan, revelan, descubren o imaginan, y aquel otro en el que como individuos asumen racionalmente la tarea de defender ese primer momento inconsciente de libertad.
Intento decirlo de otra forma. La libertad no existe. La libertad se inventa, primero. Se tiene fe en ella. Se descansa irracionalmente en la creencia de su existencia. Los autores la inventan para avanzar. Es su primer personaje. Su primer escenario. Su primera palabra, su primer experimento, su primer reportaje. Luego se dan cuenta, si tocan a la sinrazón, de que la libertad no estaba y la tienen que construir.
Pienso que fue el caso de Salman Rushdie. En esa libertad inventada para un mundo donde aún existen la fetua y la prohibición para reír de dios, escribió Los versos satánicos. Esta novela dejó de pertenecerle para convertirse primero en el aparente error que le costaría más de diez años de vida en cautiverio protector y luego en los ladrillos de una libertad construida a golpe de pérdidas y puñetazos de consciencia.
¿Es más libre hoy Salman Rushdie de lo que fue cuando escribió su polémica novela? No lo sé. Pero, a pesar de las puñaladas, de las amenazas, del mundo que aloja sinrazones, Salman Rushdie es un ejemplo de nuestra capacidad para construir libertad. Se la inventó primero. Se la construyó después y se la apuñalaron… pero ya no se la pueden quitar.
es politóloga y analista.