Primer amor, primeras penas

La historia de la URSS puede verse como el aprendizaje de la decepción. Para algunos fue el gulag, para otros la hambruna de Ucrania o la Guerra Civil española. Para Daniel Bell, uno de los grandes intelectuales del siglo XX, fue el Kronstadt.
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En 1932, a los trece años, me uní a la Liga Socialista de Jóvenes, comúnmente conocida como los Yipsels, la división juvenil del partido socialista. Había crecido en los barrios bajos de Nueva York. Mi madre había trabajado en una fábrica de ropa desde que tengo uso de razón; mi padre murió cuando yo era un bebé. A mi alrededor veía las hoovervilles, las villas de chabolas de hojalata cerca de los muelles del East River, donde los parados vivían en casas improvisadas y rebuscaban en la basura para conseguir comida. A última hora de la noche iba con una pandilla de chicos a los mercados de verduras al por mayor del West Side, a robar patatas o a recoger tomates magullados en la calle para llevarlos a casa, o a comer alrededor de las pequeñas hogueras que hacíamos en la calle con las cajas rotas de los mercados. Me preguntaba por qué las cosas tenían que ser así. Mi conversión en sociólogo fue inevitable. En la sucursal Ottendorfer de la Biblioteca Pública de Nueva York me acuclillaba ante la sección de sociología –que en el sistema de clasificación Dewey que se utilizaba entonces estaba en el número 300–, agradecido no solo por la gratuidad de la biblioteca sino también por el acceso abierto a los anaqueles, que me permitía hojear a voluntad y leer a Robert Hunter sobre la pobreza o los Principios de sociología de Herbert Spencer.

Los fines de semana iba a la Escuela Dominical Socialista, donde estudiábamos The case for socialism de Fred Henderson y el Marx esencial de Algernon Lee. Dos veces a la semana, por las tardes, iba a la Rand School of Social Science de la calle 15 para asistir a un grupo de lectura sobre El capital de Marx –el texto, sin embargo, era un resumen de un hombre llamado Borchardt (según recuerdo), y había sido editado por Max Eastman– e incluso asistí a un curso sobre materialismo dialéctico. En ese curso aprendí que el materialismo ordinario veía los acontecimientos en términos simples de causa y efecto, como una piedra que cae de una cornisa y golpea a alguien en la cabeza, mientras que el materialismo dialéctico buscaba las causas en los contextos naturales y sociales más amplios, de modo que había que entender que la piedra se había caído porque el suelo se había erosionado por la explotación de la tierra. Me impresionó. Tenía trece años.

Al igual que muchos de los Yipsels de la época, me sentí tentado por el movimiento comunista. John Dos Passos había dicho entonces que afiliarse al partido socialista era como beber near beer, la cerveza débil y casi sin alcohol que se permitía en aquella época bajo la Ley Seca. (En años posteriores, Dos Passos se convirtió en un “borracho reformado” y a veces actuaba como tal.) La victoria de Hitler, y la rápida destrucción del poderoso movimiento socialdemócrata, me hizo creer que, efectivamente, estábamos ante el conflicto final, y que cada uno debía ocupar su lugar. Muchos de mis compañeros se unieron a la Unión de Jóvenes Comunistas; unos pocos, más sofisticados, se convirtieron en trotskistas. Yo estaba dividido entre los dos. Se lo comenté a unos parientes anarquistas, primos de mi madre, un matrimonio ruso-judío que vivía en Mohegan Colony, un asentamiento radical a ochenta kilómetros de Nueva York, donde yo pasaba una o dos semanas en verano después de terminar mi trabajo en el distrito de la confección, donde empujaba pesados carritos de ropa por las calles y repartía folletos propagandísticos del Sindicato Internacional de Trabajadoras de la Confección. No les importaba que me hubiera hecho socialista. Pero que pensara en hacerme comunista o trotskista les horrorizaba.

Me llevaron a ver a Rudolf Rocker, el venerable líder anarquista, un hombre imponente y corpulento, con una gran cabeza cuadrada y una imponente mata de pelo gris, que entonces vivía en la Colonia. Rocker simplemente me dijo que los bolcheviques –me llamó la atención entonces, y recuerdo casi medio siglo después, que nunca los llamaba comunistas sino bolcheviques– se habían apropiado del poder en nombre del pueblo utilizando lemas anarquistas como el de la tierra para el pueblo; que los sóviets, los consejos de obreros y soldados, eran movimientos espontáneos que demostraban la veracidad de las sentencias anarquistas, pero que los bolcheviques habían tomado el poder y los habían destruido. Al despedirse, me dio varios panfletos anarquistas, de Malatesta, de Kropotkin (sobre la Comuna de París), y en particular dos panfletos de Alexander Berkman, La tragedia rusa y La rebelión de Kronstadt, escritos en inglés pero “preparados e impresos para Der Syndikalist”, Berlín, 1922 –panfletos que tengo ante mí mientras escribo (uno con una dedicatoria, con grandes letras redondas, “con saludos fraternales, A. B.”)– y me sugirió que leyera El mito bolchevique de Berkman, el diario de sus años en Rusia, 1920-1922, un ejemplar que pronto encontré y que aún conservo. Se dice que cada generación radical tiene su Kronstadt. Para algunos fueron los Juicios de Moscú, para otros el Pacto Nazi-Soviético, para otros Hungría (el Juicio de Rajk o el año 1956), Checoslovaquia (la defenestración de Masryk en 1948 o la Primavera de Praga de 1968), el Gulag, Camboya, Polonia (y habrá más por venir). Mi Kronstadt fue Kronstadt.

Alexander Berkman era un anarquista de origen ruso que había cumplido catorce años de prisión por disparar a Henry Clay Frick, el director de la siderúrgica Carnegie, durante la sangrienta huelga de Homestead en 1892, y había escrito el hermoso y elocuente libro Memorias de un anarquista en prisión. En 1917, él y su compañera Emma Goldman fueron detenidos tras el estallido de la guerra, cumplieron condena en prisión y, en 1919, fueron deportados a Rusia. Emma Goldman, de hecho, había escrito un panfleto justo antes de ir a la cárcel durante dos años, titulado La verdad sobre los Boylsheviki (¡sic!), en el que alababa los “planes libertarios” y la “integridad incorruptible” de Lenin y Trotski, “grandes figuras de la Revolución”. Ojalá fuera posible reimprimir íntegramente las doce páginas del diario de Berkman en Petrogrado, desde finales de febrero hasta mediados de marzo de 1921, ya que ningún resumen puede transmitir la inmediatez, la tensión y el dramatismo que vivieron los marineros de la primera y segunda escuadras de la flota del Báltico en Kronstadt, los hombres de la base naval de Petrogrado que habían catalizado las jornadas de octubre de 1917, cuando hicieron un llamamiento, tras las huelgas espontáneas de los trabajadores en Petrogrado y Moscú, para establecer la libertad de expresión y de prensa “para los obreros y campesinos, para los partidos anarquistas y socialistas de izquierda”, por la liberación de “todos los presos políticos de los partidos socialistas”, para “igualar las raciones de todos los que trabajan”, etc. Para Trotski, que era presidente del Sóviet Militar Revolucionario, eso era mvatezh, o sea, un motín. Exigió que los marineros se rindieran u “os dispararé como a faisanes”. Las tres últimas entradas de los diarios de Berkman relatan el lamentable final:

7 de marzo. Un estruendo lejano llega a mis oídos mientras cruzo la Nevsky. Vuelve a sonar, más fuerte y cercano, como si rodara hacia mí. De inmediato me doy cuenta de que se está disparando la artillería. Son las 6 de la tarde. Kronstadt ha sido atacada.

17 de marzo. Kronstadt ha caído hoy. Miles de marineros y trabajadores yacen muertos en sus calles. Continúa la ejecución sumaria de prisioneros y rehenes.

18 de marzo. Los vencedores celebran el aniversario de la Comuna de 1871. Trotski y Zinoviev denuncian a Thiers y Gallifet por la matanza de los rebeldes de París.

Seguí siendo socialista y me desplacé hacia el ala derecha del partido.

Las mentiras del partido

La conmoción emocional al leer sobre Kronstadt se vio reforzada por los detalles fácticos sobre la cooperación comunista con los nazis en Berlín en 1932, la espantosa teoría del “fascismo social” en la que la Comintern proclamaba que no eran los nazis, sino los socialdemócratas, los principales enemigos de los comunistas. A esto se añadieron las espantosas escenas de febrero de 1934, cuando el partido socialista celebró una gran reunión en el Madison Square Garden de Nueva York para demostrar su solidaridad con los socialistas austriacos (que se habían levantado en conflicto armado contra el Heimwehr de Dollfuss), solo para que esa reunión fuera violentamente interrumpida por los comunistas, que estaban llevando a cabo literalmente, en la práctica, la teoría del socialfascismo. Todo esto, y más, es historia. Pero no es la historia de los “vencedores”. Y el hecho de ser los “vencedores” no explica el recurrente atractivo del comunismo, mucho después de que los acontecimientos de Kronstadt se repitieran una y otra vez. La explicación –tras las repetidas desilusiones– ha sido dada muchas veces, y recientemente de forma más vívida y convincente por Jorge Semprún en Autobiografía de Federico Sánchez, las experiencias de un intelectual comunista contadas en forma novelística.

Semprún se afilió al Partido Comunista Español en el exilio en 1947. ¿No conocía los fusilamientos de anarquistas en Barcelona, los violentos atentados contra el cuasitrotskista poum, el papel asesino del dirigente comunista francés André Marty al ordenar la ejecución de “opositores” dentro de las Brigadas Internacionales, el siniestro papel de la gpu? No importa. “Al fin y al cabo”, escribe Semprún sobre su alter ego, “los aspectos cotidianos de la política siempre le han aburrido; la política solo le ha interesado como riesgo y como compromiso total”. Y cuando, en el otoño de 1952, Semprún leyó en L’Humanité que, en el juicio de Slansky, Josef Frank, el secretario general adjunto del Partido Comunista de Checoslovaquia, había confesado haber trabajado bajo las órdenes de la Gestapo en Buchenwald , “te paralizó por un momento un extraño escalofrío”, pues Frank había sido su camarada en Buchenwald, y convivió con él durante dos años, y supo “inmediatamente […] con esa certeza física y brutal que imponen las verdades materiales […] que la acusación era falsa”. Pero:

No dijiste nada, sin embargo. No proclamaste en ningún sitio la inocencia de Frank, la falsedad de la acusación que se le hacía. Sin duda, de haber proclamado esa inocencia habrías terminado siendo expulsado del partido. Decidiste permanecer en el partido. Preferiste vivir, dentro del partido, la mentira de la acusación contra Frank que vivir, fuera del partido, la verdad de su inocencia. Frank fue condenado a muerte y ajusticiado en la horca.

Aunque las memorias de Semprún aparecieron en 1977, fue esa historia, ya contada por Koestler, Silone, Manes Sperber y docenas de otros un cuarto de siglo antes, y mi propio recuerdo vivo de Kronstadt, lo que me hizo ser tan receptivo, cuando las leí en 1947, a las páginas finales de La política como vocación (1918) de Max Weber. La de Weber es la declaración más conmovedora que conozco sobre las tensiones de la ética y la política, y una descripción descarnada de las opciones a las que se enfrenta el individuo que se compromete con la política. No hace falta que repita la discusión de Weber sobre la “ética de la responsabilidad” y la “ética de los fines últimos”, y la corrupción inherente a cada camino si se sigue hasta el final: la pérdida de principios por el compromiso constante de la “responsabilidad”, y el fanatismo cuando los fines se utilizan para justificar cualquier medio moralmente aborrecible. “No se puede prescribir a nadie”, escribió Weber, “si debe seguir una ética de los fines absolutos o una ética de la responsabilidad, o cuándo lo uno y cuándo lo otro”. Weber comprendió, dadas las tormentas de su propia vida de 1910 a 1920, los dilemas y paradojas éticas de estas opciones. En sus últimos años, cuando los impulsos eróticos consiguieron superar algunas represiones profundas, Weber se sintió atraído por las corrientes románticas de la época. Sin embargo, por educación, por posición social y, en última instancia, por temperamento, siguió la ética de la responsabilidad. En el diálogo tácito con Nietzsche que recorre como un hilo escarlata su obra posterior sobre religión y política, Weber dice: Sí, a mí también me gustaría ir a la cima de la montaña, como Zaratustra, para pararme en Pisgah; pero si voy, ¿quién se “quedará a cargo de la tienda”, quién se ocupará de las tareas monótonas y prosaicas del mundo mundano? Como sabía Weber, después de la erupción carismática viene el aburrido día siguiente, de nuevo con la ronda diaria de tareas. “La política estriba en una prolongada y ardua lucha contra tenaces resistencias”, escribió. De lo que más desconfiaba era de la “excitación estéril” (frase de Georg Simmel que repite dos veces en las últimas páginas) de los intelectuales en el “carnaval” al que se da, para embellecerlo, el orgulloso nombre de Revolución. Es un “romanticismo de lo intelectualmente interesante”, un “vacío desprovisto de todo sentimiento de responsabilidad objetiva”. Y detestaba a los políticos Weltanschauungs, los “charlatanes que no se dan cuenta del todo de lo que asumen pero que se intoxican con sensaciones románticas”.

En mi primer libro, Marxian socialism in the United States (1952), adopté el marco de Weber en un esfuerzo por comprender la política radical. El bolchevique, como quiliasta o escatólogo, escribí, no está en este mundo ni es de este mundo, y por tanto no asume ninguna responsabilidad moral por las acciones de la sociedad burguesa; sigue una ética de fines últimos. El movimiento sindical, que tiene que lidiar con el día a día, la lucha contra tenaces resistencias, necesariamente está en y es de este mundo, y sigue una ética de la responsabilidad. El socialista (y para mí Norman Thomas era el ejemplo) era de este mundo, pero no estaba en él, sino que estaba atrapado en la pureza moral y el compromiso político. Al igual que Weber –tanto por razones de mi propio temperamento como por las “penas tempranas” de la política– opté por la ética de la responsabilidad. En su juventud, Weber había estudiado las ideas del sacerdote unitario y pacifista estadounidense de principios del siglo xix William Ellery Channing, que había influido en el pensamiento de la madre de Weber. Al rechazar cualquier absolutismo ético, escribió, en una carta de juventud, “la cuestión no me parece tan desesperada si no se pregunta de forma demasiado exclusiva: ‘¿Quién está moralmente bien y quién está moralmente mal?’, sino si uno se pregunta más bien: ‘Dado el conflicto existente, ¿cómo puedo resolverlo con el menor daño interno y externo para todos los implicados?’.” Y este es el punto de vista que defendí. Este punto de vista corre el riesgo de ser oportunista, pero el principio de compromiso en la política es primordial porque, como insistió Weber, “el medio decisivo para la política es la violencia”, y los que recurren a la violencia creyendo que tales acciones están justificadas tienen que estar preparados también para aceptar las consecuencias, “las fuerzas diabólicas que acechan a toda violencia”. Lo que me conmovió fue la forma en que, después de casi cuarenta páginas de distinciones didácticas e incluso áridas sobre sistemas de partidos y tipos de roles políticos, irrumpe en su conferencia una pasión personal que culmina en unas preocupaciones atormentadas y atribuladas y unas palabras finales estoicas. Hacía tiempo que había identificado detrás de sus últimas observaciones cierta tensión, y el pasaje que durante mucho tiempo permaneció en mi mente, y que en numerosas relecturas de ese ensayo siempre me hizo detenerme, fue este:

Ahora bien, en el plano de las realidades, observamos de continuo cómo aquellos que proceden conforme a la ética de la convicción se convierten con gran rapidez en profetas quiliásticos; vemos, por ejemplo, a quienes han predicado repetidamente el amor frente a la fuerza acogerse en seguida a la fuerza, a la fuerza definitiva que trae implícito el aniquilamiento de la violencia total […] Para quien actúa de acuerdo con la ética de la convicción resulta intolerable la irracionalidad ética del mundo. Se trata de un racionalismo cósmico-ético. Al respecto, todo aquel que haya leído a Dostoievski recordará sin duda la escena del Gran Inquisidor, en la cual se plantea este problema en términos muy profundos. No podemos meter en un mismo saco la ética de la convicción y la ética de la responsabilidad, nos resultará imposible, así como tampoco es posible determinar éticamente los fines que pueden santificar tales o cuales medios cuando pretendemos hacer alguna concesión a este principio.

El idealismo suicida de Ernst Toller

Weber debe de haber tenido a alguien en mente. ¿Quién? Había dos jóvenes angustiados que formaban parte del círculo de Heidelberg de Weber durante la Primera Guerra Mundial, dos hombres cuyos tormentos contemplaba con simpatía. Ambos, por los mismos impulsos, se habían unido a causas revolucionarias, y ambos, a su manera, sufrieron destinos trágicos. Uno de ellos era Ernst Toller, poeta y dramaturgo profundamente emotivo. Sensible al antisemitismo de las universidades alemanas, Toller se fue a estudiar a Grenoble, pero regresó a Alemania en 1914, voluntariamente, para alistarse en el ejército. Herido en el frente en 1916, sufrió una crisis nerviosa y, licenciado del ejército, asumió con una pasión excesivamente moralizante la causa del pacifismo. En las sesiones de puertas abiertas que Weber celebraba los domingos por la tarde, en el invierno de 1917-18, leía sus poemas en voz alta. Sus oyentes, como relata Marianne Weber, se sentían “conmovidos por el aliento de un alma pura que tenía fe en la bondad original y la solidaridad de los seres humanos”. Toller reunió a su alrededor a un grupo de jóvenes devotos con el pacifismo y pidió a Weber que apoyara su causa. Como escribe Toller en su autobiografía, Fui alemán,

La mayoría de los jóvenes de la época se acercaron a Max Weber profundamente atraídos por su honestidad intelectual. Detestaba el romanticismo político y atacaba amargamente a [Max] Maurenbrecher [un destacado reformador social que proclamaba la misión de Alemania de revitalizar Europa] y con él a todos esos eruditos alemanes… ¿De qué sirve, decía, encontrar la propia alma cuando la propia nación anda a tientas en la oscuridad exterior? El Estado alemán era una autocracia.

Lo que Toller quería era la aprobación de una proclama que pedía, entre otras cosas, el gobierno de Eros en el mundo y la abolición de la pobreza. Weber se horrorizó “ante este programa confuso y poco realista” (como escribe Marianne Weber), pero cuando Toller fue detenido por provocar una huelga general, Weber pidió que se le permitiera testificar y consiguió su liberación. En febrero de 1919, los diversos partidos socialistas de Baviera, dirigidos por Kurt Eisner, se unieron para proclamar una república socialista independiente. El famoso economista Lujo Brentano y el joven filósofo austriaco Otto Neurath fueron puestos al frente de un programa de “socialización total” para frenar el creciente movimiento comunista. Fracasaron, y en abril una coalición más radical, en la que destacaban Toller y el ensayista y filósofo anarquista Gustav Landauer, proclamó una nueva república soviética, solo para que una facción bolchevique aún más radical, dirigida por Eugen Levine, proclamara un régimen comunista.

Eisner había sido asesinado en las primeras turbulencias. Cuando las tropas gubernamentales regresaron en mayo, Toller, con veintiséis años, se convirtió en el comandante del Ejército Rojo y dirigió los destacamentos obreros en la brutal lucha callejera. Cuando la república soviética fue aplastada, Landauer fue asesinado y Neurath y Toller fueron juzgados por traición. Weber compareció ante el tribunal por ambos. Atestiguó la integridad de Neurath y habló especialmente “en favor de Toller, de cuyo pensamiento idealista estaba tan seguro como de su inmadurez política”. Durante la vista judicial (como continúa Marianne Weber), Max Weber caracterizó a Toller como un Gesinnungsethiker (un hombre guiado por una ética de fines últimos) que era weltfremd (visionario) frente a las realidades políticas que habían apelado, inconscientemente, a los instintos histéricos de las masas. “En un arrebato de cólera”, dijo Max Weber, “Dios lo convirtió en político”. Toller fue condenado a la prisión fortaleza de Niederschönenfeld donde, en octubre de 1919, en un período febril de dos días y medio, escribió su famosa obra expresionista Masse-Mensch (título que posteriormente se tradujo como Las masas y el hombre: Un fragmento de la revolución social del siglo XX).

Masse-Mensch es una obra moral, tan descarnada y sencilla como Jedermann, pero su tema es el dilema del uso de la violencia por una causa justa. La líder de la revolución es una mujer, Sonia, que desea una revolución de la Masse pero también reverencia la individualidad, Mensch. La revolución comienza con sangre y se ahoga en sangre. Durante la revolución, Sonia (la única persona individualizada) pierde el control de los acontecimientos ante der Namenlose, el sin nombre, la imagen sin rostro de la violencia de masas. La revolución fracasa y Sonia es condenada a muerte. Der Namenlose aparece en la cárcel y le dice a Sonia que puede ser liberada, pero solo a costa de la muerte de un guardián. Sonia se niega, y en un diálogo que tiene ecos de Weber y que recuerda a Brecht (la apología de la revolución escrita diez años después, Die Massnahme, un Lehrstück cuyo título recuerda inquietantemente al de Toller), Toller escribe:

El Sin Nombre: Lo que cuenta son las Masas, no el hombre. ¡No, tú no eres nuestra heroína, nuestro líder! Cada uno lleva consigo sus debilidades de origen; y las marcas de nacimiento de su clase: debilidad y autoengaño.

La Mujer: ¡No, tú no amas a la gente!

El Sin Nombre: Nuestra Causa va primero. Amo a la gente que será, amo el futuro.

La Mujer: La gente es lo primero. Sacrificas a la gente de ahora por unos dogmas.

El Sin Nombre: Nuestra Causa requiere de su sacrificio. Pero tú traicionas a las Masas, traicionas la Causa. Tienes que decidir hoy. El que vacila ayuda a nuestros amos, a los que nos oprimen y matan de hambre. El que vacila es nuestro enemigo.

La Mujer: Si tomara una sola vida humana, traicionaría a las masas. Quien actúa así acaba sacrificándose a sí mismo. Escúchame: ningún hombre ha de matar por una causa. Maldita sea toda causa que necesite matar. Cualquiera que pida derramar la sangre de los hombres es Moloch. Dios era Moloch. El Estado es Moloch. Y las Masas… Moloch.

Conocí a Toller en Nueva York en 1937. Yo era entonces presidente de la Huelga de Estudiantes contra la Guerra en la sede del City College de Nueva York. Había leído su Masse-Mensch y citado con pasión sus argumentos contra “la izquierda”. Había devorado El libro de las golondrinas, el largo poema escrito en la cárcel, y luego Mirar a través de los barrotes, sus cartas escritas desde la cárcel, incluyendo sus poemas. Su autobiografía y sus obras de teatro habían moldeado mi conciencia. Compartía su romanticismo, pero también temía el holocausto que podría desencadernarse por culpa de los excesos de la pasión. Le escribí expresando mi admiración, y le pedí que se uniera a nosotros como él, veinte años antes, había pedido a sus mayores que se unieran a él. Me respondió con una nota triste en la que expresaba su consternación por el giro de los acontecimientos en el mundo, pero aceptó participar. Era un día de abril, corría un viento frío. Se acercó a nuestro estrado, un hombre delgado y compacto, de tez oscura, con ojos negros profundos. Comencé a decirle con entusiasmo lo mucho que me gustaban sus escritos, pero parecía perturbado y no se sentía a gusto con esa atención. Lo presenté al público, que en su mayoría no había oído hablar de él. Habló despacio, entrecortadamente, en un inglés roto. La mayoría de los estudiantes no lo escucharon. Al cabo de un rato se detuvo y, tras un breve saludo a los que estábamos en el estrado, se marchó. Dos años más tarde, tras la invasión nazi de Checoslovaquia, se suicidó, actuando según su propia ética del fin último.

Lukács y Kierkegaard

El segundo joven del círculo de Weber con el que los Weber “entablaron una estrecha amistad” (como dice Marianne Weber) fue György von Lukács. Era hijo de un banquero húngaro-judío, György von Lukács, que había recibido una patente de nobleza por los servicios prestados a la monarquía austro-húngara, y el hijo conservó el “von” heredado hasta que se unió al Partido Comunista Húngaro en 1918. En los años que precedieron a la Primera Guerra Mundial, Weber había salido de su propio puritanismo ascético para explorar relaciones eróticas; había conocido, a través de Friedrich Gundolf, al famoso poeta estético Stefan George; y se había convertido en el centro de un grupo de jóvenes estudiantes rusos con los que mantuvo largas discusiones sobre Dostoievski y Tolstói, especialmente sobre Tolstói, cuya dedicación a la pureza moral y sus discursos sobre el Sermón de la Montaña le atraían profundamente.

En este contexto, Lukács, con sus propias y candentes preocupaciones estéticas y éticas, encontró un público dispuesto. En 1910, con veinticinco años, había publicado una colección de ensayos en húngaro, El alma y las formas, que apareció en forma algo ampliada en alemán un año después. Uno de los ensayos, “El estilo de vida burgués y el arte por el arte”, una meditación sobre Theodor Storm –un novelista y poeta hoy casi olvidado pero que en el tercer cuarto del siglo xix fue, con Eduard Morike y Theodor Fontane, uno de los escritores más importantes de Alemania– plantea una paradoja en su título y la resuelve mediante una formulación que se convirtió en un motivo recurrente en el pesimismo cultural que ha persistido hasta nuestros días. En su época de auge, decía Lukács, la vida y la cultura burguesas se fundían en forma de vocación:

La profesión burguesa como forma de vida significa, en primer lugar, la primacía de la ética en la vida: la vida dominada por algo que se repite sistemática y regularmente, algo que sucede una y otra vez en obediencia a una ley […] Su consecuencia más profunda, quizás, es que esa dedicación puede vencer la soledad egoísta.

Pero en una época de disolución la comunidad se disuelve, el artista vive alejado del mundo cotidiano de la burguesía, mientras que el artesano solo encuentra su sentido en la práctica de su vocación, del deber, como un fin en sí mismo. En este ensayo Lukács daba expresión, a través de la estética, a lo que el propio Weber había presagiado en las melancólicas últimas páginas de La ética protestante una media docena de años antes: la imagen prohibitiva de la “petrificación mecanizada” del ascetismo mundano, y lo que Thomas Mann había retratado en su gran novela publicada tras el cambio de siglo, Los Buddenbrook: Decadencia de una familia, sobre el ciclo de cuatro generaciones de una familia mercantil burguesa que termina en una desintegración que el esfuerzo del último hijo, Hanno, cuya vida está enteramente comprometida con el arte, no puede evitar. Esta tensión entre “forma” y “vida” era el centro de la estética de Lukács. No se podía establecer una “forma” en la vida, porque la vida, caótica y alienada, carecía de centro; sin embargo, la forma seguía existiendo en el arte, y la cuestión para Lukács era si la forma artística podía superar la vida alienada que estaba disolviendo la cultura. El alma y las formas, como ocurre con cualquier escrito apasionado de un joven, tiene sus dimensiones autobiográficas, y el verdadero héroe del libro (como han señalado Andrew Arato y Paul Breines) es Soren Kierkegaard. En gran medida descuidado después de su vida, excepto por un largo estudio del crítico danés Georg Brandes en 1877, Kierkegaard se dio a conocer rápidamente en Alemania antes de la Primera Guerra Mundial gracias a las traducciones de su obra entre 1909 y 1914. Lukács fue uno de los primeros en explorar su pensamiento.

El ensayo sobre Kierkegaard se titula, significativamente, “La fundación de la forma contra la vida”, y se subtitula “Soren Kierkegaard y Regine Olsen”. El ensayo trata menos de cualquiera de los argumentos teológicos de Kierkegaard que de su renuncia a Regine Olsen como paso necesario para convertirse en el héroe ascético y también en la búsqueda de una vida absoluta a través de medios absolutos: “El mundo de la comunión humana, el mundo ético cuya forma típica es el matrimonio, se sitúa entre los dos mundos del alma de Kierkegaard: el mundo de la poesía pura y el mundo de la fe pura.” Su gesto de renuncia fue “un camino hacia el gran y único amor absoluto, el amor de Dios”. Kierkegaard, escribió Lukács, “construyó toda su vida a partir de un gesto”. Su “heroísmo fue que quiso crear formas de vida. Su honestidad es consecuencia de haber visto una encrucijada y haber llegado hasta el final del camino que había elegido. Su tragedia fue querer vivir lo que no se puede vivir”. Escritas en 1909, estas palabras se convertirían en un gesto diez años más tarde y bien podrían servir, como veremos, de epitafio para la propia vida de Lukács. De 1912 a 1915, fue miembro del círculo de Weber, sobre todo en las habituales jornadas de puertas abiertas de los domingos, en las que la presencia de Weber dominaba la escena aunque, como escribió su esposa, “solo algunos de los invitados, como Gundolf o Lukács, fueron capaces de expresar sus ideas lo suficientemente bien como para convertirse en puntos de interés independientes”.

Weber se interesó por el trabajo de Lukács en el campo de la estética, pero lo que más le atrajo fue un relato suyo escrito en 1912, “Von der Armut am Geiste” (De los pobres de espíritu), sobre el autorreproche de un joven tras el suicidio de una chica a la que había amado –un hecho más o menos autobiográfico–. El núcleo de la discusión es la idea de “bondad” que, al igual que la idea de carisma de Weber, significa “ser agraciado con el poder de romper las formas”. Un tono dostoievskiano recorre el relato. Al igual que en Memorias del subsuelo, hay una crítica al comportamiento “orientado a los objetivos”, “responsable” o “útil”, en definitiva, burgués:

Qué le importan a la bondad las consecuencias […] La bondad no tiene utilidad como no tiene razón […] La bondad es divina, metapsicológica. Cuando la bondad aparece en nosotros, el paraíso se ha convertido en realidad y la divinidad se despierta en nosotros. […] ¿Recuerdas a Sonia, al príncipe Myschkin, a Alexei Karamasoff en Dostoievski? Me has preguntado si hay hombres buenos: aquí están.

La historia, más claramente que la mayoría de escritos de Lukács, revela las dos almas en su seno: una, la que busca estar entre los pocos elegidos que pueden prepararse para la “bondad”, que pueden liberarse de su “determinación psicológica” (es decir, su propio pasado burgués), para lograr la “necesidad metapsíquica”, el “giro del estado empírico a la vida auténtica”, donde los hombres buenos son “gnósticos de la acción”; la otra, la noción formal de obligación ética, el hallazgo del propio daemon, la aceptación de la idea del deber, y ser “poseído” por el propio trabajo, que es la verdadera virtud

((Que ese episodio y ese dilema absorbieron también a Weber se ve claramente en el hecho de que, según informa Arthur Mitzman, “Weber tenía tan alta opinión del relato que propuso que se lo enseñaran al amante de una de las amigas de Marianne (Weber), junto con Los hermanos Karamazov, para disuadirlo de la idea de que el comportamiento moral debía juzgarse por sus resultados más bien que por su valor intrínseco”. Lo que resulta igualmente claro es que el elemento sexual, que parece encontrarse tras el colapso nervioso de Weber y sus dos decisivas relaciones extramaritales, tenía alguna relación con el hecho de que Weber se identificara con aquella historia.))

Como recuerda y resume Marianne Weber aquellos días y estados de ánimo, escribiendo una década después, tras la muerte de su marido:

Para Lukács el esplendor de la cultura del mundo interior, en particular su lado estético, era el Anticristo, la competencia “luciferina” contra la eficacia de Dios. Pero debía haber un desarrollo pleno de este ámbito, pues no se debía forzar al individuo a elegir entre su mundo interior y lo trascendente. La lucha final entre Dios y Lucifer está aún por llegar y depende de la decisión de la humanidad. El objetivo final es la salvación frente al mundo, no, como piensan [Stefan] George y su círculo, la realización en él [énfasis en el original].

Lukács había esperado instalarse en la tranquila paz académica de Heidelberg, pero la guerra, junto con el apoyo prestado a Alemania por la mayor parte de la intelectualidad, incluido Weber, echó por tierra esas intenciones. En 1914-15, escribió Teoría de la novela, que es el más concentrado de sus escritos sobre la novela como forma. El análisis es frío en todo momento, hasta las últimas páginas, en las que irrumpe un estallido de pesimismo cultural y Lukács declara que “la novela es la forma de la época de la pecaminosidad absoluta, como dijo Fichte, y debe seguir siendo la forma dominante mientras el mundo esté gobernado por las mismas estrellas”. Solo en Dostoievski, proclamó, se vislumbra un mundo nuevo, de un escritor quizá tan grande como Homero o Dante. “Será tarea de la interpretación histórico-filosófica decidir si estamos a punto de salir de la época de la pecaminosidad absoluta”, o si esas esperanzas serán aplastadas “por el poder estéril de lo existente”.

De Dios a la revolución

En 1915 Lukács regresó a Budapest, y en torno a él y a su amigo Bela Balazs se formó un pequeño grupo que se reunía los domingos por la tarde para mantener debates inspirados en las reuniones del círculo de Weber. Entre los miembros más jóvenes se encontraban Karl Mannheim, Arnold Hauser, Frederick Antal y Michael Polanyi, hombres que se hicieron famosos en el mundo angloamericano, así como un grupo de intelectuales húngaros de mayor edad y hoy menos conocidos. El tema de discusión era siempre elegido por Lukács e invariablemente se centraba en alguna cuestión ética sugerida por los escritos de Dostoievski y Kierkegaard. La política y los problemas sociales, como recordaría posteriormente Arnold Hauser, nunca se discutían. Además, el grupo creó una “Escuela Libre” en 1917, y varios miembros dieron conferencias sobre sus intereses. Como señaló Mannheim en una conferencia programática, la tradición cultural con la que la escuela deseaba identificarse incluía, “en la Weltanschauung y la actitud ante la vida, a Dostoevski; en nuestras convicciones éticas, a Kierkegaard”.

El Partido Comunista Húngaro se formó el 24 de noviembre de 1918. Lukács se unió al partido al mes siguiente junto con su esposa Yelena Grabenko y Bela Balazs. Los miembros de su club de debate de los domingos, que seguían sin comprometerse, recibieron la noticia con estupor. Como relata Lee Congdon: “Le habían conocido bien y le habían oído hablar a menudo de Dostoievski y Kierkegaard y de los grandes problemas morales universales que definen la condición humana. Pero nunca le habían oído hablar de Marx o de la necesidad de la participación política.”

Los comunistas estaban aún más desconcertados. En su autobiografía, el escritor proletario Lajos Kassak recordaba su sorpresa al enterarse de que Lukács escribía en revistas comunistas:

él, que unos días antes había publicado un artículo en Szabadgondolat (Pensamiento libre) en el que decía con énfasis filosófico que el movimiento comunista no tenía una base ética y que, por tanto, era inadecuado para la creación de un mundo nuevo. Anteayer escribió esto, pero hoy se sienta a la mesa de la redacción del Vörös Ujsdag.

En ese artículo, “El bolchevismo como problema moral”, que se publicó, irónicamente, en el mes en que Lukács ingresó en el partido, cuestionó la opinión de que la victoria del proletariado acabaría con la opresión. Si se admitían las afirmaciones de Marx, “entonces es necesario aceptar el mal como mal, la opresión como opresión, el nuevo dominio de clase como dominio de clase”. Los bolcheviques, en su creencia de que el bien (la sociedad sin clases) podía surgir del mal (la dictadura y el terror), estaban demostrando una fe que era un ejemplo de credo quia absurdum est; y él era incapaz de compartir esa fe, ya que la mejor parte de la sabiduría era el uso solo de medios morales para lograr fines morales. Sin embargo, una semana después, Lukács había experimentado una conversión. Al igual que Kierkegaard, Lukács apostó entonces toda su vida por “un gesto”. En un ensayo de una década antes, se había quedado prendado de las “etapas en el camino de la vida” de Kierkegaard, que este había definido como lo estético, lo ético y lo religioso. Pero estos no eran lugares para la elevación racional, ya que entre cada uno de ellos había un “abismo insalvable”. El paso de uno a otro solo podía darse mediante un “salto”, esa decisión existencial que Lukács veía como “la metamorfosis de toda la existencia de un hombre”. Y entonces Lukács también había dado un “salto”, no de lo ético a lo religioso, sino de lo ético a lo político, que era a su vez religioso. Con ese salto, se convirtió en uno de los virtuosos especiales cuyas vidas están atrapadas en el ritmo interminable del pecado y la expiación y la trágica sensación de no saber nunca si el resultado es la salvación o la condena.

El escollo para Lukács había sido el problema del terror y la probabilidad de que la dictadura no se liquidara a sí misma. Había meditado profundamente sobre Los poseídos de Dostoievski, había discutido la cuestión con su esposa, Yelena Grabenko, que había cumplido una condena en las cárceles zaristas por pertenecer al ala terrorista del Partido Social-Revolucionario Ruso, y a diferencia de la mayoría de los intelectuales que se afiliaron al partido, tuvo el valor de mirar de frente a esa cabeza de Medusa. En un ensayo publicado en 1919, titulado Táctica y ética, Lukács expuso su apología pro vita sua. En la “era de la pecaminosidad absoluta” no hay escapatoria para los hombres que desean conservar su pureza moral. Todos los hombres están atrapados en el dilema de la violencia de la revolución y la violencia sin sentido del viejo mundo corrupto. Sin embargo, la elección no es arbitraria si se entiende la idea de “sacrificio”, que es el sacrificio del propio yo moral. Lukács lo subrayó citando las novelas de Boris Savinkov, el terrorista socialrevolucionario ruso que había sido uno de los asesinos del ministro ruso Von Plehve:

El asesinato no está permitido; el asesinato es un pecado incondicional e imperdonable. Sin embargo, es ineludiblemente necesario: no está permitido, pero debe hacerse. […] Savinkov no ve la justificación de su acto (eso es imposible), sino su raíz moral más profunda en que sacrifica no solo su vida, sino también su pureza, su moralidad, incluso su alma por sus hermanos. En otras palabras, solo aquel que reconoce sin tapujos y sin reservas que el asesinato no es en ningún caso sancionable puede cometer el acto asesino que es verdadera –y trágicamente– moral.

Y Lukács concluye: “Para expresar este sentido de la más profunda tragedia humana en las incomparablemente bellas palabras de la Judith de Hebbel: ‘Aunque Dios haya puesto el pecado entre mí y el acto que se me ha encomendado, ¿quién soy yo para poder escapar de él?’.”

Cuando leí por primera vez ese pasaje en 1974, me di cuenta de repente de que era Lukács a quien Weber había tenido en mente en aquellas páginas finales de La política como vocación; cuando dijo: “El defensor de una ética de fines absolutos no puede enfrentarse a la irracionalidad ética del mundo.” Era la decisión de Lukács la que había provocado la angustia de Weber. Muchas imágenes borrosas se enfocaban ahora de forma coherente.

Hace mucho tiempo comenté con mi antiguo compañero del City College, Melvin Lasky, las notables páginas de la obra de Franz Borkenau El comunismo mundial (1938), en las que ese experto excomunista (el ángel caído de la Escuela de Frankfurt) había citado un artículo poco conocido escrito en 1921 por Ilona Duczynska (la esposa de Karl Polanyi y una de las fundadoras del movimiento comunista húngaro), con motivo de su temprana ruptura con el movimiento comunista, refiriéndose de forma velada a Lukács:

Un teórico y quizás el único cerebro del comunismo húngaro me dijo una vez: “El más alto deber de la ética comunista es aceptar la necesidad de actuar inmoralmente. Este es el mayor sacrificio que nos exige la revolución. La convicción del verdadero comunista es que el mal se transforma en dicha a través de la dialéctica de la evolución histórica.”

Y fue esta “teoría dialéctica de la maldad” la que constituyó el núcleo del famoso retrato de Lukács dibujado por Thomas Mann en el personaje de Naphta, el dialéctico judío-jesuita de La montaña mágica. En mi conferencia de Hobhouse en la London School of Economics en la primavera de 1977, titulada “¿El retorno de lo sagrado?”, escribí una sección sobre Lukács y las fuentes gnósticas de las religiones políticas. Pensé entonces en establecer la conexión entre Weber y Lukács, pero no tenía más pruebas que las alusiones especulativas y, aunque era fascinante como historia moral de detectives, el excurso sería una digresión en el hilo de mi argumento. En 1979 había iniciado una correspondencia con la socióloga húngara Ágnes Heller, la última alumna de Lukács y su albacea literaria. La señorita Heller, su marido Ferenc Fehér y su colega Andras Hegedus, antiguo primer ministro comunista de Hungría, habían perdido unos años antes sus puestos de profesor y fueron perseguidos de forma mendaz por plantear públicamente cuestiones sobre la burocracia, el derecho a la libre oposición y temas similares, aunque siempre dentro del marco del socialismo.

Finalmente, la señorita Heller y su marido pudieron marcharse y ocupar puestos de profesores en Australia. En una de mis cartas, le planteé a la señorita Heller mi creencia de que uno de los hilos ocultos del ensayo de Weber, y la persona que tenía en mente en la sección crucial que he citado antes, era Lukács. Ella respondió:

En cuanto a Politik als Beruf: el pasaje está interconectado con conversaciones y debates entre Weber y Lukács, pero no de forma directa… hay un vínculo directo [diferente]: en enero de 1919 Weber envió una carta personal de advertencia (eine Art von Kassandrabrief) a Lukács, que acababa de unirse al comunismo, cuyo contenido básico es: el experimento ruso, demasiado audaz, desacreditará –moral y sociológicamente– al socialismo durante cien años. Este fue un giro inesperado con Weber: preocuparse por el socialismo. Este es básicamente el trasfondo. Dostoievski, tiene razón, es fundamentalmente “importado” en este complejo de problemas por Lukács. (Por separado, mi marido Ferenc Fehér le enviará su ensayo Am Scheideweg des romantischen Antikapitalismus, que contiene la historia “secreta” de un libro de Lukács-Dostoievski, la revolución rusa, etc.) Pero en concreto este es un pasaje muy injusto y definitivamente no es una respuesta a Lukács. Es injusto (a) porque amalgama a Lenin y a Rosa [Luxemburgo]: Lenin sí tenía la convicción de que “noch einege Jahre Krieg und Revolution anstatt ietzt Friede und keine Revolution” [“algunos años más de guerra y revolución, o la paz ahora y ninguna revolución”]. Rosa definitivamente no. La referencia al espartaquismo en este sentido y en este mismo momento –el momento histórico de su carnicería– no es del todo agradable. (b) Lukács nunca ha representado una ética del amor que se convirtiera en una simple ética (maquiavélica) de la violencia “final”. Pero es cierto que Lukács hizo comprender a Weber en muchos aspectos que la ética personal del Gran Inquisidor y la ética colectiva del revolucionario ruso tienen muchos rasgos importantes en común y que en el contraste entre la ética del amor (impotente) del Jesús de la parábola y la Gewaltethik materialista del Inquisidor se expresa la antinomia moral básica de la época.

Así que ahí estaba. Weber, angustiado al ver cómo los jóvenes que habían estimulado su vejez se hacían revolucionarios, trató de disuadirlos, o al menos intentó que rindieran cuentas ante la Historia. En un sentido inmediato, su esfuerzo fue inútil. Pero ¿hay algo de caridad en todo esto? Toller se había retirado a un pacifismo absoluto y al suicidio. Lukács había atravesado un valle de lágrimas hasta el amargo final, fue un racionalista cósmico llevado por un romanticismo fáustico al pacto con el diablo que lo ató hasta el final de sus días.

(( El punto álgido fue la degradante “confesión” de Lukács en Moscú, en 1934, ante la sección filosófica de la Academia Comunista, cuando repudió el libro que le había dado su reputación, Historia y conciencia de clase. Como dijo en ese momento: “Empecé como estudiante de Simmel y Max Weber (entonces estaba bajo la influencia de las tendencias filosóficas alemanas, las Geisteswissenschaften) y me desarrollé, filosóficamente hablando, desde el idealismo subjetivo al objetivismo, desde Kant a Hegel […] Entré en el Partido Comunista de Hungría en 1918 con una visión del mundo que era claramente sindicalista e idealista […] El libro que publiqué en 1923 […] era una síntesis filosófica de estas tendencias.”))

Como dijo el predicador Koheleth: “En mi vacía existencia lo he visto todo, desde un justo que perece en su justicia hasta un malvado que envejece en su maldad. No seas demasiado justo ni demasiado sabio.”

Mis primeras penas, por fortuitas que fueran, habían llegado con el conocimiento de Kronstadt. Ese conocimiento, combinado con mi temperamento, me convirtió en un menchevique de toda la vida –he elegido, casi siempre, el mal menor–. Como he sobrevivido –como observador, gracias a Dios, más que como víctima– a las purgas estalinistas y los paroxismos nazis, al Holocausto y el Gulag, a las medidas fríamente calculadas para diezmar a una clase educada en Camboya y la alegre matanza de diferentes tribus en Uganda, cuestiones todas estas que han hecho de este siglo el más pavoroso de la historia humana, hace mucho tiempo que empecé a temer a las masas en la política y a aquellos que fustigan las pasiones de las muchedumbres “en nombre del pueblo”, como en otro tiempo se hacía en nombre de Dios. Siempre me he considerado socialista en economía, en el sentido de que he defendido el principio de que los recursos de la comunidad, como primer gravamen, deben utilizarse para satisfacer las “necesidades básicas” de todos (y el concepto de “necesidades básicas” no es tan ambiguo; es lo que está por debajo de los “ingresos discrecionales” del bolsillo de la clase media).

Y porque aprecio profundamente los hilos de continuidad que puede proporcionar una tradición, frente al sincretismo que mezcla indiscriminadamente todas las culturas, soy un conservador de la cultura. Y en cuanto a la política: si hay alguna lección que aprender de este espantoso siglo, es que la política ideológica, la política a ultranza –la política que se grita en nombre del pueblo y que, como observó una vez Groucho Marx, busca el poder para los que gritan “poder para el pueblo”– destruye al pueblo y a menudo también a los que gritan. La ética de la responsabilidad, la política de la civilidad, el miedo al fanático y al fundamentalista –y al hombre moral dispuesto a sacrificar su moral en el delirio egoísta de la desesperación total– son las máximas que han regido mi vida intelectual. Y sin embargo, como ha dicho Hegel, la historia no enseña nada a los que creen que pueden cambiar “su” curso. (“Los ejemplos de virtud elevan el alma y son aplicables a la instrucción moral de los niños”.)

El romanticismo corrupto de la “Revolución” –¡el equivalente moral de la guerra!– ejerce su constante y renovada fascinación. Contra la grosería de la vida burguesa, como en Alemania, o el abatimiento burocrático, como en Italia, los nuevos jóvenes terroristas, como la banda terrorista Baader-Meinhof en Alemania o las Brigadas Rojas en Italia, recurren a los atentados y a las ejecuciones para derribar el “Estado represivo”. Y sin duda, cuando se publiquen sus cartas y se lean sus diarios, tendremos también sus angustiosas reflexiones sobre el asesinato y la moral. El lenguaje es ahora hueco y rebuscado, una autocomplacencia del alma adolescente. Hace setenta años, entre los jóvenes terroristas rusos, cada acto se realizaba con miedo y temblor, pues el joven idealista reconocía que estaba cometiendo un asesinato y la mayoría de las veces se suicidaban en el acto. Hoy, con el terrorismo cada vez más presente, el sentido individual se ha anestesiado, y el terror se ha convertido en un catecismo de los calibanes. Estoy demasiado cansado como para escuchar, demasiado enfadado para oír. Todavía están en mi mente los mandatos de Max Weber: “El que busca la salvación del alma, de la suya y de la de los demás, no debe buscarla por la vía de la política.” Fue esta cita con la que terminé mi monografía de 1952 sobre el socialismo marxiano en Estados Unidos. Dado que la muerte del socialismo es el hecho político más trágico –y no reconocido– del siglo XX, es un mandato que debe ser atendido ahora más que nunca. ~

Traducción del inglés de Ricardo Dudda.

Publicado originalmente en Partisan Review. Vol. XLVIII, N.º 4 (1981), 532–551.

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Daniel Bell (Nueva York, 1919 - Cambridge, Massachusetts, 2011) era sociólogo. Entre sus libros destacan 'El advenimiento de la sociedad post-industrial' o 'Las contradicciones culturales del capitalismo'.


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