Antología involuntaria: el cuento contemporáneo en español en 37 clics

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Además de redes sociales, porno japonés y casinos en línea, internet nos trajo la promesa de una mayor circulación entre las diferentes literaturas en español. El porvenir era promisorio; el resultado, no tan distinto del de las estafas nigerianas.

En doscientos años de historia independiente, son pocos los momentos en que la literatura en español ha logrado trascender las fronteras nacionales para establecer un diálogo continental y transoceánico. Esos efímeros momentos han coincidido con las tres cimas indiscutibles de nuestra literatura: el modernismo, la vanguardia y el boom (este último con sus predecesores y uno que otro de sus herederos). Queda por responder la pregunta de si esas obras imaginadas, escritas y publicadas en distintos puntos de la geografía hispánica fueron posibles gracias a la comunicación transnacional o si, por el contrario, esta resultó inevitable ante la contundencia de las obras.

Los factores con que se ha explicado el surgimiento de estos movimientos son muchos y convincentes: el nomadismo de sus protagonistas, el surgimiento de revistas dispuestas a publicar literatura en su lengua más allá de las fronteras nacionales y de la redacción, la influencia compartida de otras literaturas, el surgimiento de mitos culturales cohesionadores, la militancia más o menos comprometida en los mismos credos políticos, el establecimiento de una industria editorial de relativa pujanza, la búsqueda de una estética común. El problema de estas explicaciones es que, si bien responden a los periodos para los que fueron formuladas, podrían aplicarse por igual a otros en que la situación es distinta, casi opuesta. Como el nuestro.

En el papel, con la globalización como telón de fondo y la homogeneización de las referencias culturales (altas y bajas), la consolidación de los grupos trasnacionales creó en algún momento, con sus premios en dólares y sus poderosos departamentos de mercadotecnia y prensa, la ilusión de que fomentaría el intercambio de distintas literaturas nacionales, adjetivo, este último, que incluso parecía pasado de moda. La realidad fue la contraria: solo un grupo reducido de autores son publicados en distintos países, y, más allá de su mayor o menor calidad, la mayoría responde a una estética común, que combina, a grandes rasgos, la corrección política y los escenarios universales o prestigiosos (Europa y Nueva York) con un español neutro e intercambiable, sin mayores marcas locales. Las apuestas más interesantes e incluso subversivas de los sellos trasnacionales, que por supuesto las hay, suelen quedar confinadas en sus países de origen, en espera de que se cumpla la anhelada promesa de exportación. Las editoriales independientes, por su parte y salvo algunas excepciones, sobre todo en España, tampoco se han mostrado particularmente interesadas en fomentar el intercambio literario trasnacional.

Explicar el poco tráfico de las literaturas nacionales fuera de su ámbito resulta complicado, si no inexplicable, más allá de la indiferencia, el provincianismo y la falta de curiosidad, y no es el propósito de este recorrido. Lo que se pretende aquí es justamente lo contrario: aprovechar el material existente en la red para brindar una panorámica del cuento contemporáneo que se escribe en español, o, al menos, del cuento contemporáneo en español que encontramos en línea.

Al inesperado afianzamiento de las literaturas nacionales, o a su declive frente a otras opciones lectoras  –del bestseller de calidad o de nula calidad, casi siempre anglosajón, a la novela negra nórdica–, habría que agregar, en el caso de la circulación del cuento, el desprecio o el recelo que ambos universos editoriales, grandes grupos e independientes, y otra vez con sus debidas excepciones, guardan ante el género. A pesar de los recurrentes reportajes condescendientes que anuncian la vida de la que goza, el cuento se encuentra en franco declive editorial, tanto en libros como en publicaciones periódicas. Esto no es una novedad: el cuento, uno de los géneros más antiguos y uno de los que mayores alegrías ha dado en la literatura latinoamericana, siempre ha sobrevivido en estado moribundo, con sus consecuentes mejorías y recaídas. No es de extrañar, entonces, que haya encontrado un refugio idóneo en internet, ese enorme limbo que posterga o disimula la desaparición definitiva de todas las cosas.

Quizás como digna y desesperada estrategia de supervivencia, algunos de los mejores libros de cuentos escritos en los últimos años coquetean con la novela mediante formas híbridas como la novela en cuentos o los cuentos ensartados, dependiendo del grado de cohesión. Con claros antecedentes como El águila y la serpiente de Martín Luis Guzmán, Andamos huyendo, Lola, de Elena Garro o la obra narrativa de Juan Carlos Onetti, los cuentos aspiran a resistir la lectura autónoma al tiempo que, como capítulos, funcionan como hilo narrativo o temático de un entramado mayor. Las estrategias de unidad son variadas. En “El boxeador polaco”, de Eduardo Halfon (Guatemala, 1971), se cuenta cómo sobrevivió el abuelo del narrador a los campos de exterminio nazis,  anécdota a la que el resto de cuentos del libro homónimo vuelven como motivo casi musical. En el caso de Tanta gente sola, de Juan Bonilla (1966), son los personajes los que saltan de una historia a otra, y al leer alguna de ellas de manera autónoma, como “El llanto”, no se sospecha que, aunque a veces de forma un tanto forzada, funciona como fragmento de un conjunto. En ocasiones, la cohesión está dictada por un espacio geográfico y sentimental, como sucede en los cuentos de Los Lemmings, de Fabián Casas (Argentina, 1965), que convierten en leyenda las vivencias de un niño que se transforma en adulto en el barrio porteño de Boedo.

No hay que confiar demasiado en internet, pues uno de los mejores cuentos de Casas disponibles en línea, “Los cuatro fantásticos”, si bien permanece fiel a su imaginario nostálgico y pop, sucede en el Once, un barrio porteño típico de los cuentos de otro  argentino, Marcelo Birmajer (Argentina, 1966). Con los tres tomos de Historias de hombres casados, que comparten el mismo narrador, Birmajer consiguió la extravagancia de cosechar éxito comercial en un género supuestamente proscrito de las listas de libros más vendidos, lo que se explica en parte por los hábiles quiebres de sus tramas, lo que “A cajón cerrado” ejemplifica a la perfección.

Al hablar de territorios ficcionalizados, resulta imposible pasar por alto el norte mexicano recreado por Carlos Velázquez (México, 1978). Huyendo del costumbrismo que permanentemente acecha a la literatura mexicana, y más cuando se le suman desiertos inmensos y narcotraficantes coloridos, Velázquez escribió de la tierra donde le tocó nacer con soltura e irreverencia. A pesar de no ser su cuento más radical, “No pierda a su pareja por culpa de la grasa”es una buena prueba de su particular sentido del humor. De estética más contenida, Federico Falco (Argentina, 1977) sitúa sus historias en la provincia de Córdoba, para crear un mundo que resulta demasiado lírico para considerarse real, y demasiado reconocible para tomarlo como fantástico. Sus personajes se mueven entre la inocencia y la perversión; se muestran soñadores y desencantados; su lógica es extraña, coherente solo consigo mismos. Hay algo que no alcanza a explicarse en los cuentos de Falco y de los cuentos de Falco, como en “Elefante”; lo importante, sin embargo, es que recuerdan algo que se suele olvidar buscando coincidencias y divergencias entre el pajar de internet: que un cuento debe ser, antes que cualquier otra cosa, una obra de arte.

Por más que se nos repita que todo está en internet, la afirmación resulta temeraria si buscamos piezas de Hipotermia, de Álvaro Enrigue; de Submáquina, de Esther García Llovet, o de Cosmonauta, de Daniel Espartaco Sánchez, tres excelentes libros de cuentos y no con cuentos, siguiendo la distinción de Rodrigo Fresán entre los volúmenes unitarios de los meros recopilatorios. Sin embargo, para nuestro recorrido digital, sería conveniente dejar de pensar en el libro como unidad y disfrutar de las piezas autónomas que la red generosamente nos brinda; después de todo, un buen cuento se defiende solo, sin necesidad de echar montón, y gana por knock out, según Cortázar, en una de las citas más recordadas al hablar del género.

Ya que mencionamos al argentino, sería buen momento para leer a Samanta Schweblin (Argentina, 1978), una de sus discípulas aventajadas, quien en “Un hombre sin suerte” abandona el fantástico más evidente y lo sustituye por atmósferas y situaciones extrañas y perturbadoras. O “Se ha perdido una niña”, probablemente el mejor cuento de Alberto Chimal (México, 1970), cuya anécdota es similar al del ya clásico “Nocturno de Bujará”, de Sergio Pitol (México, 1933). O la forma en que Luciano Lamberti (Argentina, 1978), siempre con un humor muy personal, hace uso de toda clase de tradiciones maravillosas, de la ciencia ficción y el imaginario borgeano a las supersticiones populares, para contar con desparpajo tramas disparatadas y complejas, como la de una “Una visita al señor”.

Contra lo que pudieran hacer pensar los cuentos anteriores, lo fantástico no es ni de lejos la vertiente más explorada en la actualidad. Es el realismo, sobre todo en clave minimalista, la estética predominante. Cuentos como “Felicidad”, de Marcelo Lillo (Chile, 1963), que recuerdan la frialdad y contención de Carver, Ford y Askildsen, aunque no resultan originales ─ni pretenden serlo─, demuestran un dominio pleno de la técnica. Lo mismo sucede con “Rata”, de Jon Bilbao (España, 1972), quien se permite transgredir la norma carveriana al sustituir la acostumbrada epifanía por un final abierto, en el que todas las soluciones posibles resultan igual de plausibles y de desasosegantes. Rodrigo Hasbún (Bolivia, 1981) hace de la familia el motivo preferido de sus indagaciones, muchas veces fracturada por la emigración de sus personajes, o bien, como en “La mujer y la niña”, por un contexto clasista y racista como lo es el latinoamericano en general y el boliviano en particular.

Fuera del ámbito laboral y familiar de los cuentos anteriores, el realismo también se ha preocupado por saldar cuentas con el pasado inmediato, traumático en casi todos los países hispánicos. “Infierno grande”, de Guillermo Martínez (Argentina, 1962), uno de los cuentos más redondos escritos en la región en el último cuarto de siglo, interpela a la dictadura argentina, pero su lectura, tristemente, se actualiza, y hoy podría estar ubicado en una localidad de México o de otro país centroamericano. Huesos enterrados también hay en “Carne”, de Ronaldo Menéndez (Cuba, 1970), que retoma la vieja historia del cazador cazado en una anécdota que se centra en el tema preferido de la picaresca, el hambre, y que deja un sabor amargo en la boca.

Con un realismo nada convencional, a grado tal que cuesta mantener el rótulo, Félix Bruzzone (Argentina, 1976), hijo de desaparecidos, combina la autoficción con componentes carnavalescos para replantear el tema de la memoria histórica. Aunque sus novelas resultan más incómodas por el tratamiento insólito de temas que normalmente apelan al chantaje emocional con un mismo discurso, en “Fumar abajo del agua” ya se observa una variación de la narrativa con que se suele tratar estos asuntos, aparte de ser un cuento, sin estridencias sentimentales, radicalmente triste. Cercano a la alegoría, “Molestias de tener un rinoceronte”, de Claudia Hernández (El Salvador, 1975), está abierto a un sinnúmero de interpretaciones, pero la mutilación que el narrador percibe como normalizada remitiría al periodo de posguerra de El Salvador.

 El paso de la violencia política a la violencia delincuencial ocurrió con tremenda naturalidad en América Latina, y la literatura atestigua esta situación. En “La entrega”, Rodrigo Rey Rosa (Guatemala, 1958), con un realismo impregnado de una atmósfera onírica, lo que en buena medida caracteriza su literatura, cuenta de manera pormenorizada el momento en que un hombre les da a los secuestradores el pago reclamado por el rescate de su esposa. La violencia, naturalmente, no es privilegio de las bandas delincuenciales, sino que ya es una característica casi inherente a la sociedad. Así, al menos, lo muestra Emiliano Monge (México, 1978) en “La tortura de la esperanza”, en que el rechazo a la diferencia desemboca en un acto previsible de barbarie. Diríase que con maldad, de tan bien estructurado que está el texto, “Calle Sarandí”, de Rodrigo Blanco Calderón (Venezuela, 1981), trata un tema rabiosamente actual en la calle y pasado de moda en la literatura: la lucha de clases. Lo hace desde un personaje inesperado, una estatua viviente, en un contexto de carnaval en el que hay rey por un día y villanos durante todo el año.

En la misma ambivalencia moral se mueve “La isla de Ubaldo”, de Rodrigo Fuentes (Guatemala, 1984), cuyo aparente final feliz da por sentado que la única defensa de la sociedad frente al crimen es la justicia por propia mano, en un país, Guatemala, en el que, como señala Rey Rosa, el linchamiento parece ser la única institución estable. Con un lenguaje mucho más explícito, salvajemente local y dialogante con expresiones populares como el rock nacional, Leonardo Oyola (Argentina, 1973) describe en “Matador” un sanguinario episodio carcelario. Más allá de la indudable efectividad del cuento, éste también resulta interesante por el tratamiento heterodoxo de la homosexualidad. El motín carcelario bien puede verse como el último eslabón de la violencia que empezó en la intimidad, en el propio cuerpo, que se ha ficcionalizado como territorio de conflicto: Aixa de la Cruz (España, 1988), en “Romperse”, construye con habilidad una voz masculina con vocación a la autodestrucción, la cual es reforzada por su entorno.

Hay cuentos que, si bien se muestran interesados en la política, en la memoria y en la actualidad, renuncian a sus manifestaciones más estridentes para sumergirse en los mecanismos que los determinan. Su análisis tiene algo de sociológico, pero no por ello, o más bien a causa de ello, rehúye lo afectivo. La sociedad es vista como agente de transformación o al menos de movimiento, algunas veces, y las más como sujeto pasivo, abandonado a los cambios que padece. Así sucede en “Autobiografía etílica en tres actos”, de Hernán Vanoli (Argentina, 1980), en que, a través de las preferencias del narrador por tres marcas de cerveza (la Corona globalizada, la Quilmes popular y la pretenciosa Patagonia), cuenta la historia íntima de los agitados últimos veinticinco años argentinos. La lectura resulta embriagadora, pero, lógicamente, deja un malestar parecido al de una resaca de cerveza. También consciente del poder de las marcas como constructoras de identidad, Mercedes Cebrián (España, 1971) crea en “Algo resentido de este pie” una trama de sorpresiva crueldad, adornada con los productos casi personalizados que el capitalismo produce de manera masiva para nuestra felicidad.

Alejandro Zambra (Chile, 1975), por su parte, explora en “Historia de un computador” la relación curiosa, absurda a veces, de un hombre con su PC. Los lectores nos reconocemos en ella, como ciertamente lo sabe quien haya llegado hasta este punto de nuestro recorrido, haciendo clic en los links y, ojalá, perdiéndose ya por su cuenta en los sitios enlazados. Por supuesto, no hay nada nuevo bajo el sol, y el valor sentimental que Zambra otorga a la computadora ya se lo había brindado Enrique Serna (México, 1959) a la máquina de escribir en “Eufemia”, en un cuento que no por centrarse en una máquina obsoleta ha perdido vigencia.

Contra lo que se esperaría, el mundo digital no es necesariamente la metáfora más socorrida a la hora de constatar los cambios personales motivados por las innovaciones tecnológicas o industriales. La carretera, símbolo de la modernidad en el siglo pasado, mantiene intacta su aura legendaria y destructiva. Al menos esto se aprecia en dos magníficos cuentos, muy distintos entre sí: “Biografía fantasma” y “Hoy temprano”, de Mario Bellatin (México, 1960) y de Pedro Mairal (Argentina, 1970), respectivamente. En ninguno de los dos, queda claro, la carretera se asocia con grandes expediciones, en una época en que el turismo sustituyó de manera definitiva la épica del viaje. Esto no significa, sin embargo, que el tema del nomadismo se haya abandonado.

Más que de nomadismo, sería más propio hablar de cosmopolitismo, entendiéndolo, en los casos siguientes, como la libertad de situar las historias en cualquier parte del mundo, ya sea con personajes latinoamericanos –como el colombiano de “Aeropuerto”, de Juan Gabriel Vázquez (Colombia, 1973)–, europeos –como los alemanes de “Las ideas”, de Patricio Pron (Argentina, 1975)– o estadounidenses, como en “El espíritu del norte”, de Juan Carlos Márquez (España, 1967). Vázquez retoma un tópico de la literatura latinoamericana, el del aspirante a escritor que malvive en París, consciente de que se trata de una puesta en escena. Pron, en un cuento intelectual e inquietante, cuenta una fábula sin moraleja en la Alemania socialista. Márquez, en lugar de adaptar la estética del cuento estadounidense a escenarios locales, la utiliza en locaciones norteamericanas estereotípicas; mediante clichés, guiños a las malas traducciones y personajes reconocibles por los productos culturales importados, narra una emotiva historia que, al tiempo que parodia buena parte del cuento que se escribe en la actualidad, funciona por sí misma. También hay textos que aprovechan el conflicto entre quedarse, irse y volver: en “La ola”, de Liliana Colanzi (Bolivia, 1981), los demonios de la narradora viajan con ella a todas partes, aunque al final la reconciliación con el lugar de origen parece posible.

La variedad de los temas es gratificante, al igual que las distintas formas de tratarlos. Más homogéneos, sin embargo, resultan las estructuras y el lenguaje con que se narran. Esto se debe probablemente al formato rígido del cuento, que desde finales del siglo xix, a diferencia de la novela o la poesía, no ha variado de forma considerable. Un buen cuento, escrito a la manera clásica, siempre seguirá sorprendiendo, pero eso no excluye de ninguna manera lo estimulante que resulta enfrentarse a nuevas búsquedas. En “¿Le gusta este jardín que es suyo? ¡Evite que sus hijos lo destruyan!”, Juan Cárdenas (Colombia, 1978) bombardea con párrafos autónomos en los que mezcla ficciones y reflexiones para, más que contar una sola historia, crear un estado de ánimo. La atmósfera también es la protagonista en “Pasos en falso”, de Lina Meruane (Chile, 1970), un cuento que parece ser la combinación imposible del extrañamiento de Felisberto Hernández con el imaginario de Marosa di Giorgio. Están también los autores más preocupados por el lenguaje en el que cuentan que por la trama que construyen; sí, fondo y forma son inseparables, pero hay casos en que el fondo parece ser solo un pretexto, un buen pretexto, para la forma. Esto lo saben los lectores de Daniel Sada (1953-2011), quienes reconocerán “Un cúmulo de preocupaciones que se transforman” aunque no lo hayan leído, o se dejarán sorprender por él de nueva cuenta, si ya lo conocían.

A estas alturas, el lector que no se perdió en el camino para actualizar su Facebook o abrir el portal de un periódico para enterarse de lo que ha ocurrido en el mundo en los últimos quince minutos, seguramente ya tendrá la vista cansada. Seamos sinceros: leer en papel sigue siendo mejor que leer en la pantalla. Entonces, descansemos la vista y escuchemos “Velocidad de los jardines”,de Eloy Tizón (España, 1964), cuento en el que, como en todos los suyos, las escenas cotidianas y los coloquialismos desembocan en un lirismo revitalizante.

Es tiempo de ir terminando, a riesgo de agotar la batería de la tablet. Pero antes de cerrar la pestaña, conviene aclarar algunos puntos. Por caprichos y descuidos del buscador (del electrónico y de quien esto escribe), algunos autores no están representados con su mejor cuento; otros, grandes cuentistas, no tienen textos disponibles en línea (o al menos textos a su altura), a saber si por su fe inquebrantable en el papel o por recelo hacia la red. Prevalecen, en la selección anterior, los cuentistas menores de cuarenta años, lo que no resulta sorpresivo. Son ellos quienes con más habilidad han utilizado internet para difundir su trabajo, ya sea por su cercanía con el mundo tecnológico o por su dificultad para acceder al papel. Aun así, casi todos los cuentos anteriores pertenecen a un volumen impreso, en espera de ser descubierto en alguna librería de América Latina o de España; quien tenga un perfil en una red social o un amor lejano con quien se comunica por Skype sabe que, entre otras muchas cosas, internet es un no tan mal consuelo y un pálido reflejo de esa otra realidad, la tangible.

El recorrido, queda claro, podría seguir indefinidamente; cada lector, con un poco de curiosidad y una buena conexión inalámbrica, puede hacer el suyo, por completo diferente del que aquí concluye. Agotar un sitio lleva su tiempo, y los saltos a otros, ya sea a través de un oportuno enlace o siguiéndole el rastro a un autor recién descubierto, permiten que las fronteras nacionales y los océanos desaparezcan, aunque sea de manera virtual, y que el cuento, venturosamente, no tenga fin.

 

 

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