1. Deshielo. Tras el largo y gélido invierno moscovita, a finales de marzo y primeros de abril el sol por fin recobra algo de fuerza y bebe los arroyos del hielo desatados. Para los que somos de latitudes más cálidas el deshielo no deja de ser un espectáculo fascinante: poder ver en directo un fenómeno tan obvio allí donde ocurre todos los años como extraño, casi exclusivamente literario, de cuento infantil, en otros lugares. En apenas cuatro días la abundante nieve que cubría los amplios bulevares de Moscú desaparece casi por completo.
La primera consecuencia, obviamente, es el barro. Un barro omnipresente que mancha los coches y el calzado, hasta el punto que en los museos obligan a cubrir los zapatos con unas bolsas de plástico transparente para evitar que las salas se conviertan en un barrizal. Los coches, entre los que abundan los de gama alta, los Porsche Cayenne, los BMW y demás familia, llevan los bajos y la parte trasera totalmente embarrados, sin que tenga sentido limpiarlos hasta que, igual que se fue el hielo, se vaya el barro.
2. Historia. Es fácil ver los setenta años de comunismo como un largo invierno. El mausoleo de Lenin y la Plaza Roja, más pequeña en vivo que cuando aparecía llena de tanques, el imponente Kremlin, la desasosegante Lubyanka, el surrealista Parque de Logros Económicos y los demás símbolos soviéticos todavía proyectan ese frío interior de los regímenes totalitarios. Las salas dedicadas al realismo socialista en la galería Tetryakov, como conclusión y final del estallido creativo que acompaña e incluso antecede a la Revolución, son un golpe helado al visitante. Que toda la vitalidad y la experimentación del constructivismo, el suprematismo, los Rodchenko, Goncharova, Rothko, desemboque en los almibarados retratos de Stalin produce un profundo escalofrío.
Y tras el largo invierno, el deshielo que comienza con la caída del muro y que se hace irreversible desde el golpe de agosto de 1991. Como en las calles de Moscú, la primera consecuencia es el barro. El barro de la corrupción, la privatización salvaje del Estado, las mafias, los oligarcas, los conflictos en la periferia del imperio, simbolizados por Chechenia, la presión sobre los medios de comunicación. Ningún ruso guarda un buen recuerdo de los años noventa, el caos y el miedo, vivir en medio del barro.
Frente a esa etapa los años de Putin ofrecen al menos cierta estabilidad, y la prosperidad que el alza de los precios del gas y el petróleo han permitido. Claro que están el caso Jodorkovsky, el asesinato de Politkovskaya, el caso Litvinenko, los atentados terroristas. Pero ahora al menos ese barro metafórico no comparece en Moscú. Hay una apariencia de prosperidad en los coches, las tiendas de lujo, los chóferes que se apresuran a abrir puertas de bares exclusivos para mujeres aún más exclusivas. El aeropuerto de Domededovo reluce. Los bares y restaurantes abren 24 horas diarias. La miseria no se ve. No parece que haya un abismo de pobreza, aunque es de suponer que la temperatura contribuye a esconderla.
3. Fatalismo. Sin embargo, algo no termina de cuadrar. Quizá sea la insondable alma rusa que tanto ha dado que hablar. Dos terroristas suicidas vuelan por los aires a cuarenta personas en el metro y la vida sigue, como ocurría en el Madrid de los años ochenta. Los intelectuales jóvenes fuman sin parar, llenan las galerías de arte, se mantienen al tanto de lo que ocurre en Occidente, y no les interesa en absoluto la política. La gran mayoría de ellos no ha votado nunca, ni piensa hacerlo. Cuentan chistes sobre el tiempo libre que tiene el presidente Medvedev a juzgar por las horas que dedica a su blog, y lamentan la falta de buenas librerías. Pero poco más. Inmersos en un “fatalismo risueño”, como dijera Octavio Paz, agradecen la estabilidad y la aparente normalidad en que viven y no consideran que el futuro de su sociedad les incumba. Quizá una consecuencia de esto sea el veloz declive demográfico del país: si te desentiendes del futuro no tiene sentido poblarlo.
Hay grupos que se reúnen en protestas silenciosos cerca de Pushkinskaya, un día a la semana. Hay periódicos y televisiones que mantienen cierta presión sobre el gobierno de Medvedev y Putin. Hay artistas desbordantes de talento que reinterpretan la tradición soviética y la posmodernidad rusa, como los que exponen en la galería Garage. Pero no se ve una preocupación acuciante por participar, por construir. Una sociedad civil escaldada de la política que parece haber dejado esa parcela a tecnócratas y gente de poder.
4. Expectativas. Quizá el problema no esté en Rusia sino en nosotros. ¿Qué esperábamos de Rusia? ¿Qué indicio había de que se fuera a convertir en el país que nos hubiera gustado? Que renunciara a su imagen de gran potencia, que respetara los derechos humanos donde y cuando nos pareciera, que subordinara su estrategia internacional a la nuestra, que aceptara su derrota sin paliativos. Y al tiempo que fuera un socio leal y agradecido. La Historia a veces parece tener voluntad propia, que tiñe de sarcasmo. Por seguir en la región, si Rusia y Polonia intentan cerrar decenios de enfrentamientos en Katyn, el avión que transporta a las autoridades polacas se estrella y mueren todos. De igual modo, el triunfo de Occidente en la guerra fría ha acabado desplazando el centro de gravedad geopolítico y cada vez Europa y Estados Unidos cuentan menos. En esta nueva etapa, quizá el orgullo de las elites rusas y el fatalismo risueño de la población estén a punto de ser recompensados. Y quizá entonces, de nuevo poderosos, los rusos puedan limpiar a fondo el barro que aun mancha su carrocería. ~
Miguel Aguilar (Madrid, 1976) es director editorial de Debate, Taurus y Literatura Random House.