“Escribe, escribe sobre mí como el difunto que soy”, le pidió Bernardo, protagonista de Historias de la marcha a pie (1997), a la narradora, quien le tomará la palabra y nos revelará al final de la novela que cumplía con el mandato del amigo. Su autora, Victoria de Stefano, emprendió su marcha en enero de este año. Me toca escribir sobre ella e intentar esbozar la grandeza de su obra. Historias de la marcha a pie fue finalista del Premio Rómulo Gallegos 1999. Sobre esta escribió Enrique Vila-Matas en 2001: “una novela que uno tiene la impresión de que debe ser leída con la misma venturosa ilusión con la que uno se lanza a un viaje en toda línea dejándose llevar hasta el final”. Su admiración se extiende a Lluvia (2006), la primera novela de De Stefano publicada en el extranjero: “Me he distraído como nunca leyendo Lluvia, un libro de la gran escritora venezolana Victoria de Stefano que acaba de publicar Candaya. No sé cuánto tiempo llevaba sin leer un libro de tan alta calidad literaria. Es difícil de explicarse que Victoria de Stefano (…) autora de un buen número ya de intensos libros, no haya sido publicada hasta ahora en España. Lluvia es un libro profundo y admirable”. En efecto, De Stefano llevaba años compaginando su trabajo como profesora en la Universidad Central de Venezuela con la escritura.
En su primer libro, El desolvido (1970), revisó críticamente la experiencia guerrillera local y el fracaso de la ortodoxia ideológica. En el video Un rato con Victoria de Stefano dice: “yo siento que todas mis novelas arrancan de la anterior, de algún punto de la anterior”. Es lo que sucede en La noche llama a la noche (1985), donde el tema de aquella violenta militancia política es retomado desde la memoria y la ficción a partir de la desaparición del personaje de Matías. La voz que rememora e hila historias será a su vez el punto de partida que en El lugar del escritor (1992) encontrará el espacio idóneo para la construcción de lo que en adelante se acentuará en el trabajo de la autora: una escritura reflexiva sobre vidas y eventos atisbados desde la ventana de un aposento monacal celosamente resguardado. De los cabos sueltos de sus textos previos, De Stefano se asirá del más preciado: la reflexión sobre el acto de crear; una de sus grandes preocupaciones, como apunta en sus Diarios (1988-1989): “¿Qué es lo más importante en el acto de escribir? La transición del pensamiento al tono de las palabras. Por eso hay que escribir al dictado del pensamiento” (p. 13). En este sentido, la autora está en perfecta correspondencia con Sergio Chejfec, quien en su Teoría del ascensor (2016) plantea: “El autor tenía la idea de que la misión de las novelas era revelar un espacio más que contar una historia” (p. 14).
Lector de Victoria de Stefano, Chejfec escribe en la contraportada de Historias de la marcha a pie: “Sus libros se prolongan sin repetirse mientras su figura, que tiende al silencio y a la voz baja, sigue escribiendo en su cuarto de mujer, haciendo verdad un modelo literario y literaria una forma de verdad”. Esa figura refugiada en el gusto arrebatado por las palabras, en la porfía por encontrar el término preciso y la composición de un fragmento con un exigente oído musical nos mantiene atentos en su febril empeño: “noches, semanas enteras vaciando el armario a ver qué palabrita de prestigio, qué frase se encuentra” (p .94).
Creo que con El lugar del escritor la autora inicia su ascenso hacia la plenitud que será alcanzada con Historias de la marcha a pie, Lluvia, y Vamos, venimos (2019), esta última publicada en Bogotá por Seix Barral. Esa cumbre ha sido reconocida en los últimos años por intelectuales como Jorge Carrión y por dossiers en publicaciones como Cuadernos Hispanoamericanosy Latin American Literature Today.
El 6 de enero de 2023, día de su muerte, recuerdo que cogí su libro Lluvia y al azar leí: “En el mundo como en la música todo es acaecer” (p. 107). Estoy segura de que si esa eventualidad hubiera apuntado hacia otra página, fragmento o línea, habría hallado igualmente una frase luminosa, porque la elaborada prosa de Victoria de Stefano está impresa sobre esa divagación acompasada, no por esto menos trepidante; sobre la inquietud y búsqueda de un conocimiento donde lo doméstico convive sin mezquindad con el apetito por lo universal. Una apetencia que en ella comenzó con la necesidad de aprender una nueva lengua a los seis años, cuando arriba a Venezuela desde Rimini, donde nació en 1940.
El empeño por comprender el idioma del país de acogida la entusiasmó por la consulta de diccionarios que la deslumbraban en el acercamiento a nuevos términos. Desde temprano empezó a armar un inventario de vocablos favoritos. Su cadencia es constatable en los sinuosos párrafos encabalgados en los que asistimos al rigor, al trajinar, a la confesión del fracaso en el intento de dar con la frase atinada: “las palabras hay que rumiarlas, decantarlas, suplantarlas, alistarlas, ubicarlas e intencionarlas adecuadamente en beneficio de la progresión del periodo en el que se gesta el pensamiento” (Lluvia, p. 114).
Victoria de Stefano era una mujer curtida en la lectura de los clásicos y de todo el santoral ruso (Tolstói, Dostoievski, Tsvietáieva, etc.), sentía fascinación por los momentos musicales y pictóricos más encumbrados y se avivaba en la inquietud por elucubraciones filosóficas. Este sensible registro de saberes hizo de ella alguien que supo armar un universo narrativo, explayado en aristas, que no se conforma con la idea de contar una historia, sino que establece un vínculo entre pensamiento y lenguaje, el intento de que uno se desvele en el otro.
Para De Stefano, la anécdota es complementaria del verdadero núcleo de su planteamiento estético e ideológico. “Yo no escribo ficción, yo escribo literatura”, manifestaba, e insistía en que el proceso del lenguaje escrito es más reflexivo y amplio que la limitada función comunicativa: “Para expresarse basta el grito” (Lluvia, p. 114).
No puedo dejar de referirme a la Victoria más cercana, que me escribía para enviarme algún texto; el último, Pequeño elogio de la fuga del mundo (compilado por Rémy Oudghiri), un libro sobre artistas y pensadores que decidieron abandonar el ruido y apostaron por el aislamiento. Se me ocurre que Victoria de Stefano forma parte de esa fuga.
Tan discreta en vida como en su despedida, murió en el remanso de su habitación con un libro entre sus manos. Lectora hasta el final. Bravissima. “Mientras haya fatalidades, habrá superstición” (p. 299), comenta en Vamos, venimos; no dejo de estremecerme al releer en Lluvia el propio adiós de Victoria (p. 94): “Era hora. Abrazada a la almohada se quedó dormida, convencida de que no volvería a despertarse”. ~
es escritora venezolana.