Retrato de Clarice Orsini de Medici, Domenico Ghirlandaio, via Wikimedia Commons.

Beldades

La contemplación de la belleza se ha envilecido, pero los chejovianos saben que no hay nada con mayor peso espiritual.
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Lucrezia Tornabuoni, mujer de Piero de Medici, viajó a Roma para echarle un vistazo a cierta muchacha casadera que considera buena candidata para su hijo Lorenzo. Es famosa la carta que envía de vuelta a Florencia con sus observaciones. Menciona que vio a Clarice, de quince o dieciséis años, y que le pareció de buena estatura y bella, pero no se hizo de firme opinión porque iba muy cubierta. Estaba vestida a la romana con lenzuolo. Luego tuvo una segunda oportunidad, para inspeccionar a la fanciulla más íntimamente.

Llevaba una falda estrecha a la romana, ya sin el lenzuolo. Pude observar bien a la muchacha, la cual, como digo, es de agradable estatura, blanca, y de dulces modales, aunque no tan finos como los de nuestras hijas. Pero es muy modesta y pronto aprenderá nuestras costumbres. No es rubia, porque acá no las hay. Su cabello tiende a lo rojizo, y es muy abundante. Su rostro es algo redondo, pero no me parece mal. Su cuello es adecuadamente delgado, aunque me parece flaco, o mejor dicho, delicado. No pude verle el pecho, porque acá andan muy tapadas, pero se ve de buena calidad. No camina con la cabeza erguida y orgullosa, como las nuestras… Las manos son largas y esbeltas… la fanciulla parece por encima de lo común, aunque no se compara con nuestras hijas.

A alguien en los zapatos de Lorenzo de Medici quizá pueda parecerle más relevante la promesa de “buena calidad”, que la del cuello delgado o las manos largas. Si bien lo esencial lo sabían todos en la familia: la muchacha era una Orsini y había que juntarse con esa familia. Clarice habría de morir joven, luego de alumbrar a diez hijos, entre ellos a un papa.

Aprecio que la señora Lucrezia no cayera en los lugares comunes que tantas veces leemos en las novelas: bellos ojos, pechos firmes y piernas bien torneadas. O descripciones que muy fácilmente caen en lo pedestre: “Se quita bruscamente la parte superior de las mallas y unos senos exuberantes, de piel blanca sonrosada, aparecen temblando como dos pichones asustados”. Entre los clásicos había cierto decoro. No en cada contemporáneo: “…eran feas; aun si tuvieran unas tetas, o mejor dicho tetotas o unas nalgas que se prestaran…”.

No puedo imaginar ni a Chéjov ni a Flaubert expresándose de ese modo. El voluptuoso de Tolstói escribe así sobre Levin, cuando algo le distrae los pensamientos: “Eso era debido a que la cuñada de Sviajsky, que se hallaba frente a él, llevaba un vestido muy especial que le parecía se había puesto por él, con un escote en forma de trapecio sobre el blanco pecho. Aquel escote cuadrangular, a pesar de la blancura de su pecho, o precisamente por ella, privaba a Levin de la libertad de pensamiento. Se imaginaba, equivocándose probablemente, que aquel escote se había hecho por él, pero no se consideraba con derecho a mirarlo, y procuraba no hacerlo. Pero tenía la impresión de ser culpable, aunque no fuera sino por el hecho de que aquel escote existiese”.

Cambiando el escote de trapecio por uno triangular, y cambiando a Tolstói por un contemporáneo, tenemos: “Me llamó la atención el escote de su blusa, pronunciado en v, donde destacaba el inicio de dos grandes y poderosas tetas”.

Cosa curiosa, si me voy a tomar una copa con un amigo, y este me cuenta sobre la bellísima mujer con la que sale, me sentiría un poco estafado si me habla como Turguéniev de “aquel talle grácil, aquel cuello esbelto, aquellas lindas manos, aquellos cabellos rubios ligeramente revueltos bajo el pañuelo blanco, aquellos ojos inteligentes, entornados, aquellas cejas y aquellas mejillas aterciopeladas”.

Ciertamente es difícil describir la belleza. Tolstói, en el ejemplo de arriba, lo hace doblemente bien: primero porque confía en la imaginación del lector; segundo porque lo pasa a un plano espiritual a través de las emociones de Levin. La escena perdería su esplendor si Tolstói hubiese escrito que por ese escote se asomaban unos pechos exuberantes como dos gorriones asustados o como dos cabritos o como dos cervatillos gemelos o como melones o como globos rosas o como dos crías gemelas de gacela o como planetas o como peonzas duras o como tantos otros “comos” que no le hacen falta a los pechos, pero que andan ahí entre los prosistas.

Dostoyevski habla así de la belleza de Grúshenka: “Aquel cuerpo prometía las formas de una Venus de Milo”. Muy sobada la idea de tal Venus, tal como escribe un contemporáneo: “Estaba más buena que la Venus de Milo y más firme de pecho”. Dostoyevski se pudo evitar esa línea. Basta ver como padre e hijo Karamazov se vuelven locos por ella para imaginarla. O cuando la sienta Katerina Ivanovna junto a ella y le dice: “Voy a besar otra vez su labiecito inferior. Parece que le cuelga; pues para que le cuelgue más todavía, y más, y más”; según una traducción, y “Voy a besar otra vez ese labio tan lindo. Parece hinchado, pero yo haré que lo parezca más aún”, según otra.

El más bello texto sobre la belleza femenina es el cuento “Beldades”, de Chéjov. Va mucho más allá de la tolstoyana “impresión de ser culpable”.

Un hombre ve pasar una beldad “como si, profundamente arrepentido de toda su vida, tuviera conciencia de que esta mujer no era suya y que su propia torpeza, grasienta fisonomía y prematura vejez, le alejaba tanto de la felicidad vulgar, humana y terrestre, como del cielo”.

El narrador ve a una muchacha bellísima y “sólo Dios sabe si la envidiaba por su belleza, si lamentaba que la chica no fuera mía ni lo sería nunca, que para ella yo no fuese nadie, o acaso intuía que su belleza singular no era más que un accidente y, como todo sobre esta Tierra, algo transitorio; o bien mi tristeza no era otra cosa que esa sensación peculiar que despierta en cualquier ser humano la contemplación de la verdadera belleza”.

Hoy se ha envilecido esa contemplación de la belleza, pero los chejovianos sabemos que nada hay con mayor peso espiritual. ~

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(Monterrey, 1961) es escritor. Fue ganador del Premio Xavier Villaurrutia de Escritores para Escritores 2017 por su novela Olegaroy.


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