El triunfo de la antipolítica

De izquierda a derecha, de lo woke al fundamentalismo del libre mercado, la antipolítica se ha venido consolidando como una tendencia en la que los principios absolutos o el conocimiento técnico se ponen por encima de la deliberación colectiva. En un momento en el que tantas corrientes se benefician de la desconfianza en la política, ¿será posible restaurar la fe en ella?
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Casi todos los observadores coinciden hoy en que la política en Estados Unidos muestra una condición dramática y tóxica. Generalmente culpan de esto a la “polarización” y al otro bando político. En realidad, las razones son a la vez más complicadas y deprimentes, y no pueden achacarse a una sola agrupación política.

En su bestseller prepandémico En defensa de la Ilustración el psicólogo Steven Pinker elogiaba la expansión mundial de la democracia, pero no en los términos elogiosos que cabría esperar de un defensor tan entusiasta de la modernidad. La democracia, admitía, era preferible a la tiranía y ofrecía a la gente “la libertad de quejarse”. Pero Pinker advirtió contra lo que llamó “una idealización cívica de la democracia en la que una población informada delibera sobre el bien común y elige cuidadosamente a los líderes que llevan a cabo sus preferencias”. Y continuó: “Según ese criterio, el número de democracias en el mundo es cero en el pasado, cero en el presente y casi con toda seguridad cero en el futuro.”

La afirmación era obviamente verdadera hasta cierto punto, como puede uno comprobar al echar un vistazo a la “deliberación” que se produce en nuestros medios de comunicación; pero es terriblemente superficial en otros. Por supuesto que la democracia ideal nunca ha existido en el planeta y probablemente nunca existirá. Si un elemento clave de la democracia es el derecho universal al voto de los adultos, entonces Estados Unidos solo se ha acercado al estatus democrático en los años sesenta. Pero reconocer el hecho de que la realidad siempre está muy por debajo del ideal no invalida el ideal. Pinker, después de haber descartado el ideal como imposible de realizar, y de haber dado un golpe condescendiente a “la superficialidad e incoherencia de las creencias políticas de la gente”, aboga en cambio por una “concepción minimalista de la democracia” que deja la política pública, en la medida de lo posible, en manos de expertos capacitados. “Para que el discurso público sea más racional –insistió–, las cuestiones deben despolitizarse tanto como sea factible.” En otras palabras, circunscribir la democracia a través de la tecnocracia.

El problema de esta visión es que los problemas más importantes de la vida pública no pueden despolitizarse, porque la mayoría de ellos no tienen una única solución correcta que el análisis “racional”, por sí solo, pueda determinar. Las personas ven soluciones diferentes, en función de sus principios políticos y de los valores morales que defienden de buena fe. El hecho de que mucha gente no aborde el tema del modo en que lo haría un profesor de la Ivy League como Pinker (o como yo) no invalida en absoluto esos principios y valores. La creación de un sistema sanitario público en Estados Unidos, ¿representaría una mejora del bienestar colectivo o es una intromisión en las libertades individuales? ¿Debemos tolerar enormes desigualdades de riqueza con tal de que los más pobres de entre nosotros vean aumentar sus ingresos? ¿Cómo equilibramos el derecho a defender nuestros hogares frente a los peligros que plantea la fácil disponibilidad de armas mortales? Tengo opiniones firmes sobre todas estas cuestiones, y votaré por los políticos que compartan mis opiniones y prometan actuar en consecuencia. Pero reconozco que otros tienen opiniones diferentes, no porque estén equivocados o sean ignorantes o malvados, sino porque aportan principios y valores diferentes a los problemas. Reconozco que, por mucho que me preocupen estas cuestiones, no deben quedar fuera del debate político, y no existe solo un punto de vista aceptable sobre ellas.

A lo largo de la historia moderna, la mayor amenaza para la democracia ha venido precisamente del rechazo de estos supuestos –de hecho, el rechazo de la propia política– y de la consiguiente negación de legitimidad política a quienes no comparten las propias opiniones sobre cuestiones clave. Los historiadores han realizado intensos estudios sobre el largo y penoso proceso por el que la noción de “oposición legítima” fue ganando aceptación en Estados Unidos y otras sociedades democráticas, y sobre cómo esa noción ha estado a menudo bajo amenaza. La política democrática, que con tanta frecuencia tiende a la hipérbole y la demagogia, produce con demasiada facilidad declaraciones sobre la estupidez gratuita, la inmoralidad o simplemente la maldad de los oponentes políticos.

Pero no es la hipérbole casual, empleada con deshonestidad y que olvidamos rápidamente, la mayor amenaza contra las sociedades democráticas. Es cuando la negación de la diferencia legítima se solidifica en un sistema de pensamiento, en una ideología que solo admite un punto de vista permisible sobre cuestiones clave, y juzga de inmediato a todos los que no comparten este punto de vista como algo intolerable. Tales sistemas de pensamiento, reforzados por la repetición constante en los medios de comunicación y por las organizaciones de los partidos políticos, han conducido una y otra vez no solo a la erosión de las sociedades democráticas, sino a su destrucción.

Si la política ha alcanzado un estado tan calamitoso en Estados Unidos hoy en día no es solo por la “polarización”, sino por el crecimiento tóxico de varios patrones de pensamiento distintos y claramente contemporáneos que tienden todos ellos a socavar la idea de que ciudadanos con diferentes principios políticos y valores morales puedan deliberar de forma colectiva sobre el interés público. Abarcan todo el espectro político y pueden etiquetarse, a su vez, como tecnocracia, fundamentalismo de mercado, populismo trumpiano y pensamiento woke. Cada uno de ellos pretende situar cuestiones clave de la vida estadounidense fuera de los límites del debate político, están sujetos a un único punto de vista permisible, y por ello pueden calificarse de antipolíticos. No representan tanto una contribución a la política como una contribución a su destrucción. Todos tienen raíces históricas, pero en tiempos recientes han evolucionado hacia formas nuevas y poderosas. En parte, esto se debe a que el actual entorno mediático agrupa a las personas de ideas afines en “silos” herméticos con una eficacia espantosa, lo que dificulta verificar con objetividad los ejemplos más extremos e insistentes de estos discursos. En parte, también se debe a que estos diferentes patrones de pensamiento han demostrado una sorprendente capacidad para influirse e interactuar entre sí.

En los últimos años, este marchitamiento de la política ha suscitado principalmente la atención de los intelectuales de izquierda ampliamente asociados con el ala Sanders del Partido Demócrata. Ha sido un leitmotiv en la obra del influyente jurista e historiador Samuel Moyn, que ha hecho mucho por popularizar el concepto de “antipolítica”, extraído de una constelación de pensadores entre los que se encontraba el intelectual francés Pierre Rosanvallon. En un momento temprano de su carrera, Moyn utilizó el término para caracterizar las cruzadas por los derechos humanos que tomaron forma en la década de 1970, a las que acusa de limitar el campo de acción de los movimientos sociales progresistas y desviar su energía. Más recientemente se ha convertido en un fuerte crítico de la autoridad que ahora ostenta el Tribunal Supremo estadounidense. Este año, el jurista Jedediah Purdy retomó la idea de la “antipolítica” en un contundente ensayo titulado Two cheers for politics (‘Dos hurras por la política’). Purdy afirma que “nuestra vida institucional e intelectual, nuestra cultura y sentido común, se componen en esencia de advertencias contra la política y apelaciones a fuentes alternativas de orden: constituciones duraderas, normas sobrias, la sabiduría de los mercados”.

Por muy valiosas que sean, estas posturas tienen dos problemas. En primer lugar, tienden a confundir lo antipolítico y lo antidemocrático. Purdy, por ejemplo, presenta a James Madison y Alexis de Tocqueville como figuras “antipolíticas” por sus firmes y conocidas creencias sobre los peligros de una democracia sin trabas. Pero si consideramos la política como la deliberación colectiva de una sociedad sobre el bien común, Madison y Tocqueville no eran antipolíticos en ningún sentido. Ambos creían apasionadamente en lo que llamaban libertad política y se oponían con firmeza a los sistemas en los que una autoridad central decide todos los asuntos públicos. Ambos defendían lo que consideraban una vida política sana y viva, pero con salvaguardias contra el tipo de excesos democráticos que, en su opinión, conducían al despotismo, al colapso político y a la guerra civil. Esto los convierte en conservadores y antiigualitarios desde cierto punto de vista, y quizá también en “antidemocráticos”, pero difícilmente en antipolíticos.

En segundo lugar, los intelectuales “antipolíticos” tienden a considerar que la amenaza procede casi siempre de fenómenos asociados a la derecha y el centro políticos. No se equivocan al ver lo que sucede ahí, pero yerran al caracterizar el auge de la antipolítica como una simple cuestión de derecha contra izquierda, en donde la izquierda cumple el papel de oposición heroica. La izquierda también es culpable de una forma de antipolítica –ligada con el término demasiado amplio pero inevitable de lo woke– que se ha hecho cada vez más influyente en la sociedad estadounidense, y cuyos excesos antiliberales no han recibido críticas por parte de figuras como Moyn y Purdy. La existencia de esta antipolítica de izquierdas socava la reconfortante idea de que lo que estamos viviendo hoy en Estados Unidos es en esencia otro capítulo del largo conflicto entre “el pueblo” y “las élites”, y que una versión más exitosa de Occupy o de la campaña de Sanders podría llevar al triunfo del pueblo.

De hecho, la existencia de esta versión izquierdista de la antipolítica sugiere que algo diferente, y más terrible, está sucediendo en Estados Unidos: que los impulsos antipolíticos que actúan en el país no derivan principalmente del miedo a la política, del terror de las élites a un demos poderoso y rebelde. Por el contrario, derivan de un miedo más generalizado a la debilidad y el fracaso de la política, algo que muy pronto se convierte en una profecía autocumplida.

Las diferentes versiones de la antipolítica que circulan hoy en Estados Unidos tienen esto en común: todas comparten la convicción de que el sistema político ha fracasado en su tarea más importante. Para los tecnócratas, esta tarea consiste en gestionar los temiblemente complejos retos de la sociedad postindustrial. Para los fundamentalistas del mercado, es salvaguardar el sacrosanto sistema de mercado de la interferencia de grupos de interés perturbadores. Para los populistas trumpianos, se trata de proteger a los verdaderos estadounidenses, a los auténticos estadounidenses, de la ruina de las élites y de la invasión de extraños que no comparten ni su herencia ni sus valores. Y para los woke, es proteger a los grupos históricamente oprimidos de una opresión adicional y reparar el daño que se les ha hecho.

Todos estos grupos, por supuesto, tienen sus agendas y sus intereses materiales. Pero todos han logrado elaborar mensajes que resuenan mucho y que nuestros desquiciados sistemas de medios de comunicación y redes sociales, al convertir de manera tan eficiente la indignación en beneficio, amplifican con una fuerza tremenda. Peor aún, la interminable y estridente competencia entre estos grupos, su demonización mutua y la parálisis política resultante solo refuerzan la percepción fundamental, común a todos ellos y con bases en la realidad, de que nuestro sistema político está fallando, en lo que equivale a un bucle de retroalimentación positiva de verdad mefítico. En el universo político resultante, ni siquiera las crisis de la magnitud del colapso financiero de 2008 y la pandemia han logrado provocar un cambio genuino, o el movimiento popular que esperaban figuras como Jedediah Purdy.

Esta es, pues, la paradoja de nuestra política actual: aunque casi todo el mundo cree que el sistema político ha fracasado, también parece existir un amplio consenso en que la única respuesta posible es restringir aún más el espacio de lo político, situar franjas cada vez más amplias de la vida estadounidense fuera del alcance de la deliberación y la toma de decisiones colectivas, reducir aún más el espacio de tolerancia y paciencia sin el cual no puede florecer ninguna política responsable. Lo que un grupo ve como la protección de sacrosantos derechos, otros lo perciben como una imposición tiránica. En este proceso, se evapora todo sentido de comunidad política común y de “oposición legítima” y, como dijo Foucault, poniendo de cabeza a Clausewitz, la política se convierte en la continuación de la guerra por otros medios.

El primer modelo de pensamiento antipolítico que funciona en la actualidad en Estados Unidos es el que ejemplifica Steven Pinker, a saber, la tecnocracia. Hoy en día, la tecnocracia se ve a menudo, erróneamente, como una causa cuyo tiempo ha quedado atrás. Cuando el sociólogo Daniel Bell (mi padre) la analizó en 1973 en El advenimiento de la sociedad post-industrial, el término evocaba imágenes de expertos de bata blanca que trabajaban para burocracias gubernamentales, grupos de reflexión y grandes empresas como ibm. Estos expertos orientaban a los funcionarios electos en su planificación social y económica a gran escala. El bloque comunista, con sus enormes y petrificadas burocracias y su “nueva clase” de funcionarios y expertos, parecía ofrecer una versión hipertrofiada de este tipo de tecnocracia, mientras que las instituciones de Europa Occidental, como la ultrapoderosa École Nationale d’Administration y el Commissariat Général du Plan de Francia, ofrecían un ejemplo más convincente. En nuestros días, el atractivo de la planificación centralizada ha desaparecido casi por completo en la mayor parte del planeta. En el sector de la economía que Bell y otros consideraron el principal escenario del triunfo de los tecnócratas –la tecnología de la información–, el futuro no pertenece ya a ejércitos de hombres con bata blanca de la ibm y el mit. En su lugar, se apoderaron de él capitalistas arribistas y arrogantes que, en muchos casos, poseen un aura contracultural.

Pero, como sugiere el éxito de la obra de Pinker, la tecnocracia sigue teniendo una gran resonancia para muchos estadounidenses. Una versión relativamente benigna ha en contrado acomodo en los sectores más moderados e inestables del Partido Demócrata, entre los cargos públicos que pretenden alcanzar sus objetivos en la medida de lo posible mediante cambios técnicos y normativos, evitando así arriesgados conflictos políticos. Barack Obama, a pesar de toda la retórica de sus campañas, se inclinó por estas políticas, por ejemplo, al preferir los arreglos técnicos de la Ley Dodd-Frank a cualquier intento serio de reestructurar el sector financiero tras la crisis financiera de 2007-2008, y al no incluir una opción pública en el sistema sanitario. Su influyente asesor Cass Sunstein, una autoridad en la teoría y la práctica de la regulación, ha defendido la búsqueda de la reforma a través de “empujones” del comportamiento público cuidadosamente diseñados.

Sunstein defiende lo que ha denominado “paternalismo libertario”. En palabras de Moyn: “Cuando se trata de que el gobierno ayude a la gente a realizarse, Sunstein insiste en que los tecnócratas deben gobernar. Con una palpable sensación de alivio, ha confesado que la política le parece sobre todo una distracción y no tanto una forma de confrontar diferentes visiones de lo que supone una buena vida o el intento de denunciar opresiones, que los expertos intentan enmascarar”. Sin duda, los tecnócratas no son personas sin valores ni amorales, y la labor reguladora de Sunstein ha estado motivada por la preocupación por la buena vida, la vida segura y la vida justa.

Una forma mucho más amenazadora de tecnocracia ha encontrado defensores entre los oligarcas estadounidenses, en particular los antiguos socios Peter Thiel y Elon Musk. Pocas cosas engendran más arrogante exceso de confianza que la adquisición de una fortuna multimillonaria, y estos hombres creen saber mucho mejor que cualquier político de carrera –por no hablar del público estadounidense– cómo resolver los problemas del país. Aunque comparten la convicción de los viejos tecnócratas de que la gobernanza puede abordarse como un problema de ingeniería, rechazan de plano la idea de que para ello sea necesaria una gran burocracia. Suelen tener una fuerte vena libertaria (Thiel apoyó las campañas presidenciales de Ron Paul y siente debilidad por Ayn Rand) y adoptan la startup tecnológica como modelo organizativo: ágil, rápida y totalmente sometida a un líder dominante y carismático. Como escribió Sam Adler-Bell en un reciente perfil del protegido de Thiel, el candidato republicano al Senado por Arizona Blake Masters: “los thielitas quieren vaciar el gobierno […] Desean desbancar a la élite tecnocrática liberal solo para poder instalar la suya propia: una más competente, obediente y que no ponga trabas”.

Es difícil saber qué programa político real proponen estos oligarcas tecnócratas, más allá de destruir el gobierno federal y liberar a empresas como las suyas de la regulación y los impuestos. Su hambre de dominación y su desprecio por la competencia, su visión de sí mismos como parte de un sacerdocio que entiende como nadie las necesidades esotéricas del momento, su poder económico y su irresponsabilidad política son peligrosos. A diferencia de los tecnócratas de los años sesenta y de los expertos demócratas de nuestros días, la nueva visión tecnocrática del futuro procede en gran medida de la ciencia ficción, lo que significa que depende de tecnologías que aún no existen y que puede que nunca existan, como el hyperloop de Elon Musk, que resolvería los problemas de congestión del tráfico transportando pasajeros en cápsulas a través de tubos subterráneos despresurizados a mil quinientos kilómetros por hora. Lo más significativo es que estos aspirantes a reyes de la tecnología sienten un desprecio visceral por la democracia. Curtis Yarvin, un bloguero admirado tanto por Thiel como por Masters, ha sugerido de manera abierta que el ceo de alguna Big Tech debería convertirse en un César americano, capaz de gobernar dictatorialmente.

El fundamentalismo del libre mercado también tiene un largo pedigrí. Los liberales clásicos del siglo XIX promovían la noción de que los mercados sin trabas proporcionaban la forma más eficiente de distribuir bienes y servicios para obtener el máximo beneficio social general. Según su punto de vista, los mercados se autoorganizaban y autorregulaban de forma natural, por lo que se les podía dejar funcionar en su propio estado natural de equilibrio, sin la interferencia del Estado. Esta visión, al igual que la tecnocrática, era la de una sociedad libre de política, una sociedad en la que la gente común tuviera poco o ningún recurso para la acción política. Pierre Rosanvallon ha argumentado que, cuando se lleva al extremo, puede dejar a la gente común casi tan vulnerable a fuerzas que escapan a su control como el totalitarismo. El historiador Jacob Soll ha demostrado en su importante libro Free market. The history of an idea que la visión también rompió con la larga tradición de pensamiento de mercado que prevaleció desde la antigüedad hasta el siglo xviii, incluyendo la obra de Adam Smith. A pesar de todos sus elogios al funcionamiento del libre mercado, Smith creía firmemente que este solo podía ser efectivo dentro de estructuras y límites concebidos y mantenidos por Estados poderosos.

En las últimas décadas, el fundamentalismo del libre mercado se ha radicalizado. Los acólitos de Milton Friedman abogan por mantener al gobierno totalmente al margen de la vida económica y, de hecho, por limitarlo en la medida de lo posible a tareas militares y policiales. Insisten en que la necesidad del máximo crecimiento económico posible justifica altos niveles de desigualdad económica, junto con fuertes restricciones a la fiscalidad, la regulación, la planificación económica, la nacionalización y la organización laboral. Los llamados neoliberales ponen especial énfasis en liberar de regulación al sector financiero de la economía, en permitir la “destrucción creativa” y la “disrupción”, y en insistir en que el libre comercio debe operar a nivel global, con bienes y servicios circulando libremente a la máxima velocidad y volumen posibles por todo el mundo.

A diferencia de la tecnocracia, el fundamentalismo del libre mercado ya no tiene gurús de alto perfil como Thiel, Musk o Pinker. Han pasado los días de Friedman y Hayek –o, en un nivel intelectual cómicamente inferior, Ayn Rand y Arthur Laffer–. Como señala Soll, el propio Friedman tuvo su máxima visibilidad e influencia política manifiesta en la década de 1980, la era de Ronald Reagan y Margaret Thatcher. Sin embargo, la doctrina conserva una enorme fuerza a través de instituciones como la Cámara de Comercio de Estados Unidos y las empresas y fondos de cobertura que garantizan con sus donaciones que el Partido Republicano en el Congreso –y gran parte de la delegación demócrata también– siga comprometido con el evangelio de los recortes de impuestos. Como se ha señalado, los defensores de la nueva versión oligárquica de la tecnocracia, que a menudo tienen antecedentes libertarios, recuerdan sorprendentemente a los fundamentalistas del libre mercado. Steven Pinker aplaude la globalización y despotrica contra lo que llama “colectivización, control centralizado, monopolios gubernamentales y burocracias de permisos asfixiantes”. Lo hace a pesar de que permitir que los mercados funcionen sin supervisión política contradice flagrantemente la idea de asignar bienes y servicios según la competencia tecnocrática.

Con los populistas trumpianos, el marchitamiento de la política adopta una forma muy diferente. Al menos en su retórica, Donald Trump y sus muchos acólitos no sienten simpatía ni por los tecnócratas ni por los fundamentalistas del libre mercado. Exorcizan y ridiculizan a ambos como élites tontas, codiciosas, antipatrióticas y que han perdido el contacto con la realidad. Se enfurecen contra los “globalistas” y la globalización, las políticas de inmigración laxas y los acuerdos de libre mercado como el tlcan, que permitieron a las empresas estadounidenses trasladar puestos de trabajo más allá de nuestras fronteras. Desprecian a los expertos gubernamentales como miembros corruptos del “Estado administrativo”, del “Estado profundo” o de la “ciénaga” (swamp). Piden que se devuelva el poder político a “la gente” en términos a veces bastante parecidos a los de la izquierda de Sanders y el movimiento Occupy.

La trampa, por supuesto, está en cómo definen “el pueblo”. Pocos de ellos van tan lejos como la cansina reaccionaria Ann Coulter, que en 2016 propuso limitar el voto a las personas con cuatro abuelos nacidos en Estados Unidos (una medida que excluiría a Donald Trump, entre otros). Pero el propio Trump habla a menudo de los “verdaderos” estadounidenses (o “verdaderos estadounidenses”, como en una reciente carta de recaudación de fondos). Se cuida de no definirlos en términos étnicos, pero su retórica deja pocas dudas sobre quiénes considera que forman parte de ese grupo. Los verdaderos estadounidenses son orgullosamente patriotas, abiertamente religiosos y viven fuera de las grandes ciudades (“ciudades demócratas”, también conocidas como agujeros del infierno). Creen en la Segunda Enmienda pero no en el cambio climático, comen carne pero no tofu, tienen camionetas en lugar de Prius. Son blancos. Están convencidos de que Trump ganó las elecciones de 2020, y que Joe Biden y los demócratas están conspirando conscientemente para “destruir” el país. Algunos incluso creen que Biden y Nancy Pelosi están secuestrando niños para beberse su sangre. Solo estos estadounidenses, según la visión populista trumpiana, merecen tener voz en las deliberaciones sobre el bien común.

Esta idea sería ya nociva si se quedara principalmente en un garrote retórico. Pero en los últimos años, figuras de la derecha estadounidense han recurrido a ella para forjar lo que equivale a una ideología antidemocrática coherente y poderosa. Insisten sobre el asunto cada vez más, alentados por el trabajo de intelectuales de instituciones pseudoautoritarias como el Instituto Claremont, y basándose en la famosa distinción de James Madison, que dijo que Estados Unidos es una república y no una democracia. Por lo tanto, justifican (como algo “republicano”) la manipulación de los escaños del Congreso, el poder desproporcionado que se concede a los pequeños estados rurales en el Senado y la forma en que el Colegio Electoral da a los candidatos presidenciales la posibilidad de ganar las elecciones aunque pierdan el voto popular. También pregonan la “teoría del gran reemplazo”, según la cual las élites intentan sustituir de manera deliberada a los “verdaderos estadounidenses” por inmigrantes que no comparten sus valores, poniendo así en duda la legitimidad de la ciudadanía naturalizada para millones de personas. Se deshacen en elogios hacia el húngaro Viktor Orbán y las tácticas matonescas que ha utilizado para amordazar a un poder judicial y una prensa libres. Y lo que es más peligroso: insisten en la idea de que las legislaturas estatales controladas por los republicanos tienen derecho a anular el voto popular. En resumen, los populistas trumpianos creen en la política, pero solo para sí mismos, solo cuando produce el resultado que ellos prefieren.

En la práctica, durante las últimas décadas, los seguidores de estas tres corrientes del pensamiento antipolítico estadounidense han sido capaces de hacer causa común, unidos por un odio compartido a las élites liberales y a la regulación gubernamental. El Partido Republicano, desde Newt Gingrich en 1994, pasando por el Tea Party en 2009, hasta Donald Trump en 2016, demostró ser brillantemente hábil a la hora de amortiguar las contradicciones flagrantes y reunir a tecnócratas oligárquicos, financieros libertarios y populistas etnonacionalistas en una coalición que podría no contar con la mayoría de la ciudadanía pero que, no obstante, podría ganar las elecciones nacionales. Y así, a pesar de las contradicciones, es fácil imaginar estas tres corrientes como una única fuerza antipolítica maligna –“la derecha”– que una izquierda debidamente dinamizada y poderosa, comprometida con la democracia real, debería tener la capacidad de vencer. Es fácil imaginar la antipolítica como una cuestión izquierda-derecha.

Pero, por desgracia, la izquierda tiene su propia versión de la antipolítica, conocida comúnmente como lo woke. Se trata de un sistema de pensamiento que parte de las mejores intenciones, a saber, proteger a los grupos históricamente oprimidos de una mayor opresión y reparar los agravios que han sufrido. Pero también acaba situando numerosas cuestiones fuera del ámbito de lo político, en este caso definiéndolas como absolutos morales y cuestiones de derecho inalienable.

Sin duda, muchos intelectuales de izquierdas a los que yo llamaría antipolíticos insisten mucho en la naturaleza ineludiblemente “política” de su trabajo. Pero su definición de lo político es muy diferente de la que he ofrecido aquí. Muy influidos por Foucault, consideran que las sociedades modernas están fundamentalmente conformadas por sistemas de creencias hegemónicos basados en la exclusión (de mujeres, personas de color, minorías sexuales). El trabajo “político” consiste en exponer y cuestionar estos sistemas de creencias y las prácticas excluyentes que se derivan de ellos. Desde este punto de vista, la deliberación colectiva sobre el bien público solo es auténtica y productiva cuando tiene lugar entre quienes han realizado ese trabajo previo de denuncia y cuestionamiento. El único discurso político legítimo es el disenso. En la práctica, se trata de una postura que hace que el vasto campo de la actividad política legítima –tanto en términos de quién puede participar como de qué cuestiones puede debatir– se estreche considerablemente.

No hace falta decir que muchas de las cuestiones clave a las que se enfrenta Estados Unidos en la actualidad tienen que ver con absolutos morales y derechos inalienables. Los críticos de lo woke olvidan a menudo que algunas cosas que ellos mismos pueden incluir ahora en la categoría de “derecho inalienable” –el derecho de los homosexuales a casarse, por ejemplo– no hace tanto tiempo le parecía a la mayoría de los estadounidenses una extralimitación progresista salvaje. Hay muchas cuestiones que claramente no deberían dejarse en manos del voto popular. Imaginemos, por ejemplo, los resultados de un referéndum sobre el matrimonio interracial celebrado en Estados Unidos en 1920. Pero, tal y como argumentaron tan agudamente figuras como Madison y Tocqueville, la deliberación política no siempre tiene por qué ser, de hecho no siempre debe ser, democrática, en el sentido de reflejar los deseos conscientes e inmediatos de la mayoría. En especial respecto a cuestiones de gran importancia moral, dicha deliberación puede implicar, de forma apropiada, a instituciones relativamente no democráticas como los tribunales. Pero, en cierto sentido, debería derivarse de las instituciones nacionales y expresar la voluntad de la nación en su conjunto, en particular a través de la Constitución.

Lo woke, por otra parte, pone la definición de lo que se considera un absoluto moral y una cuestión de derecho inalienable únicamente en manos del propio grupo oprimido y de las reivindicaciones de sus miembros sobre lo que constituye un daño. Desde este punto de vista, son epistemológicamente privilegiados: sus experiencias les permiten ver más allá y comprender mejor. Si los miembros del grupo declaran que incluso el debate de una cuestión les causa dolor o los pone en peligro, los demás deben respetarlos y dejar esa cuestión fuera de los límites de la deliberación. Esta noción de deferencia no solo inquieta a los pensadores de la derecha. El filósofo Olúfẹ́mi O. Táíwò, un elocuente defensor de las reparaciones a los afroamericanos, escribe de modo razonable en su libro Elite capture: “Para quienes piden esa deferencia, el hábito puede sobrealimentar la cobardía moral. Esas normas le dan una envoltura social a la abdicación de responsabilidades: desplazan hacia héroes individuales, hacia una clase de héroes o hacia un pasado mitificado el trabajo que nos corresponde hacer ahora en el presente.”

Por el momento, este tipo de ideología woke tiene su mayor influencia en las universidades y en los medios de comunicación de élite. Incluso publicar, en lugar de escribir, un artículo considerado dañino o peligroso –por ejemplo, el artículo de opinión del senador Tom Cotton en el New York Times “Send in the troops” en respuesta a las protestas que siguieron al asesinato de George Floyd– puede costar el puesto a los redactores. A pesar de las histéricas acusaciones que emanan de la derecha, el wokismo no ha tomado el control de la educación pública primaria y secundaria (excepto quizás en un puñado de escuelas y distritos), ni de las grandes corporaciones ni del ejército. Pero ha tenido un efecto innegable en el Partido Demócrata. En distritos y estados fuertemente “azules” –y en las primarias presidenciales– los candidatos corren serios riesgos si expresan opiniones heterodoxas sobre una serie de cuestiones, incluidas aquellas que grandes mayorías de estadounidenses consideran vejatorias y difíciles, como el aborto, la discriminación positiva o la terapia hormonal para niños prepúberes diagnosticados con disforia de género. Invocando las nociones de un absoluto moral y de derechos inalienables, tal y como los definen quienes han sufrido o pueden sufrir daños, los activistas descartan la deliberación política sobre estas cuestiones por parte de la comunidad –un grupo de personas con muchas experiencias vitales– en su conjunto. Y así la política se marchita.

Todos estos sistemas de pensamiento corrosivos tienen un largo pedigrí. La antipolítica no es algo nuevo. Pero en los últimos años se ha hecho mucho más poderosa y se ha convertido en una amenaza mucho mayor para la democracia estadounidense por varias razones. La primera y más importante es el actual entorno mediático, en el que prosperan especialmente el populismo y lo woke. En la actualidad, un puñado de grandes empresas obtienen enormes beneficios manteniendo a sus usuarios en un estado de indignación permanente, empujándolos a hacer clic en un enlace tras otro, a escuchar hora tras hora las noticias por cable y las tertulias radiofónicas, y a ver y oír un sinfín de anuncios cuidadosamente adaptados a su perfil demográfico y consumo previo. Lea sobre el “régimen” demócrata y su última toma de poder dictatorial (y haga clic aquí para conocer un nuevo y milagroso potenciador del rendimiento). Entérese del último escándalo racista de un profesor de derechas (y déjenos hablarle de nuestra nueva línea de coches eléctricos). Y así sucesivamente. Los algoritmos se definen y perfeccionan cuidadosamente para mantener a las audiencias expuestas a los mismos sitios y programas, privándolas de otras fuentes de información y reforzando todo el tiempo los mismos relatos unilaterales. Twitter se diseñó para los arrebatos, las invectivas, los eslóganes y la conformidad; en un orden político que depende de la reflexión, Twitter es a menudo la tecnología de la irreflexión. Por otra parte, el populismo trumpiano y lo woke han servido durante mucho tiempo como objetivos favoritos del otro. A los trumpistas no hay nada que les guste más que advertir contra los monstruos imaginarios de lo woke, la “Teoría Crítica de la Raza” y los baños transgénero. Los woke, con más razón, ven el populismo trumpiano como un fino velo que cubre la causa de la supremacía blanca.

Los fundamentalistas del libre mercado y los tecnócratas no participan del mismo modo en el nuevo entorno mediático y, como ya se ha señalado, en ambos casos el apogeo de su influencia política hace tiempo que pasó. Pero la globalización y la dinámica de lo que gran parte de la izquierda sigue llamando –con una esperanza tan ingenua que resulta enternecedora– “capitalismo tardío” garantizan que las propias fuerzas del mercado sigan siendo tan poderosas como siempre, generando dinero que inunda el sistema político para protegerse de una regulación que reduzca los beneficios. Y los plutócratas de Wall Street han encontrado pocas inversiones mejores que las campañas políticas. Unos pocos millones dirigidos a los senadores adecuados pueden ahorrar miles de millones en exenciones fiscales. Mientras tanto, la nueva raza de tecnócratas ha demostrado ser demasiado hábil para forjar alianzas con los populistas trumpianos y aprovechar los resentimientos populistas que se reproducen con tanta furia en internet.

De hecho, estas diferentes corrientes de pensamiento se alimentan mutuamente de formas a menudo inesperadas. Como ya se ha señalado, los fundamentalistas del libre mercado, los populistas trumpianos y los nuevos tecnócratas comparten una hostilidad hacia la mayor parte del gobierno federal tal y como existe hoy en día, y colaboran con entusiasmo para atacarlo. Por su lado, los populistas trumpianos y los woke dirigen en buena medida su ira hacia una élite supuestamente opresora, aunque los primeros la consideren la encarnación de la supremacía blanca y los segundos, un desprecio liberal cosmopolita por la gente común. Y mientras los populistas trumpianos se fijan en la seguridad fronteriza y los valores sexuales tradicionales, los fundamentalistas libertarios del mercado y los woke son más proclives a celebrar la diferencia sexual y a apoyar el aumento de la migración. En términos más generales, como comenta Jedediah Purdy, muchos progresistas están de acuerdo con los fundamentalistas de mercado en que la libertad y la autonomía personales, aunque definidas por los dos grupos de maneras descomunalmente distintas, son “demasiado esenciales para dejarlas en manos de la democracia”.

Por encima de todo, sin embargo, todas estas corrientes de pensamiento se basan en la convicción de que la propia política ha fracasado en Estados Unidos, lo que lleva a la conclusión de que los elementos clave del bien común solo pueden ser preservados y promovidos a través de medios extrapolíticos. Y, por supuesto, la lucha política cada vez más encarnizada que generan al perseguir estos medios extrapolíticos convierte la convicción en una profecía autocumplida, ya que la indignación y la polémica constantes ahogan el sistema político y lo llevan cada vez más a la parálisis. Al insistir en el fracaso de la política, provocan el fracaso de la política. La administración de Biden ha conseguido, contra todo pronóstico, aprobar leyes importantes a pesar de esta nefasta dinámica, y por el momento ha superado parcialmente la parálisis. Pero si 2025 nos trae un presidente y un Congreso republicanos, sin duda se dedicarán desde el primer día a revertir estos logros.

Al final de este oscuro camino, si seguimos por él, se encuentran los nuevos tecnócratas. Son ellos quienes de forma más clara y explícita rechazan la política en sí misma por corrupta e ineficaz, y son ellos quienes, a largo plazo, se beneficiarán si el público estadounidense se desespera por completo de la vida política. Para mí, como historiador, es muy fácil ver cómo el público podría, exasperado y disgustado, abrazar en última instancia a una figura tecnocrática carismática que prometiera estar por encima de la corrupta refriega política y gestionar los problemas sociales de forma unificadora y racional, aunque dictatorial. La promesa funcionó para Napoleón Bonaparte, cuya versión del despotismo ilustrado era la tecnocracia de su época. Funcionó para muchos otros que siguieron su estela. Este resultado puede seguir pareciendo improbable, pero si el conflicto político en este país se vuelve violento (o más violento, porque ya es violento) entonces la gente no solo se desesperará ante la política, sino que empezará a temerle. En ese momento, el atractivo de un César podría llegar a ser abrumador.

¿Podemos salvar a la política, a la verdadera política, a la deliberación común sobre el bien común, de este destino? ¿Es posible imaginar que surja un nuevo tipo de movimiento que pueda reunir a suficientes ciudadanos como para producir logros reales y restaurar la fe en la vida política? No veo ninguna posibilidad de que tal movimiento surja hoy de la derecha estadounidense. Allí, la podredumbre, el rechazo de la política en nombre de los “verdaderos americanos” e incluso de la dictadura, es demasiado fuerte, reforzada como está por una maquinaria mediática conservadora con un poder sin precedentes. Tampoco hay indicios de un enfrentamiento interno significativo dentro del Partido Republicano sobre su futuro. Existe más bien la posibilidad de que surja una política a favor de la política en la izquierda, y vale la pena recordar el genuino atractivo que tuvo la campaña de Sanders para al menos algunos votantes de Trump. Pero para que la izquierda estadounidense genere con éxito un movimiento de este tipo tiene que rechazar su propia versión de la antipolítica y el absolutismo moral puritano que la acompaña. Solo si se aleja de este absolutismo moral y se centra en causas en las que puedan unirse auténticas mayorías del país, dicho movimiento tendrá una mínima posibilidad de éxito. De lo contrario, la vida política real en Estados Unidos seguirá marchitándose, hasta que no quede nada de ella. Una sociedad sin fe en la política es una especie de infierno. ~

Publicado originalmente en Liberties.
Traducción del inglés de Ricardo Dudda.

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es profesor en el Departamento de Historia de la Universidad de Princeton. Farrar, Straus and Giroux
publicará su más reciente libro, Men on horseback. Charisma and power in the age of revolutions.


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