Tal vez una de las cosas más emocionantes de la obra de Thomas Bernhard –y muy especialmente de estas cinco novelitas autobiográficas que se editan ahora por primera vez en forma conjunta– es su insistente y empeñada resolución de resolver la vida mediante su enunciación. Que el proyecto sea un proyecto utópico de antemano (el propio Bernhard comenta una y otra vez esa imposibilidad total de contener o de hacer entender una vida, por minúscula o sencilla que sea) no hace que el resultado sea menos veraz, sino todo lo contrario: mucho más auténtico y conmovedor que si hubiese nacido de la seguridad de que era posible. Bernhard quiere contar su vida, contarnos su vida, pero es más que consciente de que el contenido de una vida no se mide ni por la cualidad ni por la cantidad de los acontecimientos que la han compuesto, sino por algo mucho más lábil, casi inaprensible y desde luego mucho más difícil de comunicar: su contenido emocional.
Mucho se ha hablado del estilo de Bernhard, de sus frases alambicadas y reiterativas, de esa especie de plasticidad prosódica que siempre resulta un poco extraña las primeras veces pero que, en cuanto se admite, produce el entusiasmo eléctrico de los estilos maestros. De pronto aquello que nos parecía casi forzadamente estilístico adquiere el ritmo de la misma naturaleza, y de un segundo a otro leemos como si no hubiese música más apropiada para esa narración. Después de releer estas cinco novelitas seguidas (y el ejercicio es de un placer inusitado) a veces se tiene la impresión de que en realidad el estilo de Bernhard se parece mucho más al falso “descuido” estilístico de Kafka o de Döblin. Todo el movimiento de la narración parece inicialmente irregular y continuo, sin dirección y sin objeto, hasta que de pronto hay algo que cuadra (como cuadra, tal vez sólo en momentos fulgurantes de la vida, la significación y lo aparentemente accidental). La literatura de Bernhard es una literatura de encuentros fascinados. Van apareciendo lentamente en la narración los personajes que luego terminarán siendo determinantes en la vida del joven autor, asistimos a su aparición con la misma extrañeza y fascinación con la que los percibe el corazón de Bernhard, y lo que aparentemente era simple, va convirtiéndose en círculos concéntricos, en complejo, alambicado, ambiguo, inaprensible. Cuanto más giramos alrededor de esos personajes más nos interesan, más deseamos saber y –misteriosamente– menos confiamos en que sus vidas puedan ser descritas. Bernhard es un maestro en la expresión de ese abismo fascinado que nos produce siempre la persona amada, o el amigo. La amistad es para Bernhard en realidad un privilegio cuya cualidad esencial es ser capaz de medir la soledad de la vida ajena como si se tratase de la propia.
Los temas de Bernhard son siempre los mismos: la confusión, la soledad, la enfermedad, la destrucción, la música. Tan memorables son las descripciones de ese Salzburgo bombardeado durante la guerra con el que se abre la saga, en el que el trato con los muertos se convierte en algo cotidiano, donde el tableteo de los pisos que se hunden se solapa a las lentas descripciones de un ambiente colmado de miedo y de incredulidad, como la vieja tienda de ultramarinos en la que decide pasar su adolescencia como encargado, o el sanatorio de los enfermos pulmonares, las figuras de la madre y el abuelo, o la impresionante descripción del accidente en bicicleta. Bernhard casi nunca siente la necesidad de recurrir a acontecimientos excepcionales, pero el contenido emocional de la narración es tan intenso, que lo cotidiano se sobresatura de excepcionalidad. Se asiste a una intimidad encarnada.
Con frecuencia (y erróneamente) se comenta el pesimismo de estos textos. Parece más bien, tras una lectura atenta, que lo que verdaderamente los caracteriza es un decidido y afirmativo impulso hacia la vida y la conciencia. El optimismo de Bernhard no tiene tanto que ver con una mentira sobre la realidad de los hechos, como con una constante voluntad en encontrar la felicidad y la autorrealización a pesar de la realidad de los hechos. Es emocionante, por ejemplo, comprobar el papel definitivo que tiene la música en sus años de formación, y no sólo como una fuente de placer perpetuo, sino también como un entusiasta conocimiento de un oficio; el conocimiento es para el autor una verdadera forma de estar en el mundo, tal vez la única posible.
Pero quizá lo más importante de esta pentalogía sea su agresivo carácter novedoso. Miguel Sáenz, a quien le debemos estas esmeradísimas traducciones, recoge un comentario de Ingeborg Bachmann que da la pauta del estado de cosas literario en el que se inscriben estas novelas. Al conocer la prosa de Bernhard escribió en 1969: “Durante todos estos años nos hemos preguntado qué aspecto tendría lo Nuevo. Aquí está lo Nuevo”. Y no le faltaba razón a Bac hmann. Tal vez una de las verdades literarias de primer orden es que, cuando confluyen los astros de tal forma que nacen textos como los que aquí se reseñan, se tiene una furibunda sensación de novedad y, al mismo tiempo, de antigüedad: como si los textos mismos no hubiesen nacido del corazón particular de un hombre, sino de un impulso humano anónimo, arrollador, ahistórico. ~