Semillas de autodestrucción utilitarista: el antinatalismo de David Benatar

El filósofo, referente del antinatalismo, cree que si valoramos la vida en función de los placeres y sufrimientos que nos depara o nos puede deparar, lo mejor es no haber nacido: no compensa.
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El antinatalismo filosófico es una controvertida y pesimista valoración de la vida humana en su conjunto. A Schopenhauer, quien veía falta de compasión por las generaciones venideras que “a sangre fría” son traídas al mundo, le han seguido en este sentido pensadores como Mainländer, Cioran o Zapffe. Sin embargo, ha sido David Benatar quien, sin lugar a dudas, desarrolla la defensa más elaborada y actual contra la procreación.

Benatar comienza su obra capital, Better never to have been, con una dedicatoria muy especial: “A mis padres, a pesar de que me trajeron a la existencia”. En el prefacio admite que su libro no cambiará las inercias reproductivas y sus argumentos serán menospreciados por la mayoría. No importa: son ideas que deben ser publicadas, más aún si perturban la comodidad de la ortodoxia.

Ciertamente, cuando se tiene un hijo no se suele tener en cuenta las cotas de sufrimiento que el destino, inexorablemente, le depara: dolor, enfermedad y muerte son, cuando menos, la base ineludible de padecimientos que la vida implica. A partir de aquí, la cantidad y el carácter de las contrariedades posibles pueden incrementarse y variar significativamente. Como subraya Benatar, nada de esto ocurre al no existente. No obstante, a nadie puede escapar que la vida es algo más que mero sufrimiento, ya que en ella encontramos también diversión, placer o satisfacción. En este punto se accede a uno de los grandes núcleos del juicio de Benatar: “La asimetría del placer y el dolor”. Establece los sufrimientos y los placeres como ejemplos de daños y beneficios, respectivamente:

Es indiscutible afirmar que (1) la presencia de sufrimiento es mala y que (2) la presencia de placer es buena. Sin embargo, esta evaluación simétrica no es tal cuando se aplica a la ausencia de sufrimiento y placer, pues me parece verdadero que (3) la ausencia de dolor es buena, incluso si ese bien no es disfrutado por nadie, mientras que (4) la ausencia de placer no es mala a menos que haya alguien para quien esta ausencia sea una privación.

¿Puede ser algo bueno, aunque no sea disfrutado por nadie? Para Benatar, afirmar esto significa considerar un caso contrafáctico en el que “esta ausencia es buena cuando es juzgada en términos de los intereses de la persona que, de lo contrario, habría existido”. En la otra cara, no podría decirse lo mismo de la ausencia de placer para el no existente, que no sería ni mala ni buena. De la asimetría fundamental entre (3) y (4) se derivan otras cuatro asimetrías que ayudan a comprender el argumento moral del autor:

a) Hay un deber de no traer sufrimiento a la existencia, mientras que no hay deber de traer placer a la misma. No tenemos una razón moral fuerte para traer placer, pero sí para evitar el sufrimiento.

b) Es extraño, quizá incoherente, afirmar que traer un niño a la existencia redundará en su beneficio. Por el contrario, los intereses de ese niño potencial deberían servir para evitar su existencia.

c) El lamento por no haber traído niños al mundo no remite a ellos, sino a nosotros mismos, de modo que no es un lamento por un mal ajeno. El lamento por haber traído niños al mundo sí remite a ellos.

d) Nadie se compadece de los humanos que hubieran habitado una acogedora isla desierta, sino de aquellos que habitan una tierra transida de dolor.

Benatar reconoce que la asimetría fundamental entre (3) y (4) no es compartida por el utilitarismo positivo, que busca maximizar el placer y por tanto sí lamenta su ausencia incluso cuando nadie ha sido privado de él por no haber sido traído a la vida: “Según su opinión, existe un deber de traer personas a la existencia si esto incrementara la felicidad”. Sin embargo, el propio Benatar puntualiza la división que existe en el seno de este utilitarismo positivo entre quienes abogan por incrementar la felicidad de los existentes, que no tienen problema en aceptar la asimetría, y los que defienden un incremento de la felicidad a través de un incremento en la procreación. En otras palabras, los primeros ponen la maximización del placer al servicio de las personas y los segundos ponen a las personas al servicio de la maximización del placer.

¿Podría justificarse la procreación porque ciertos sufrimientos inevitables serán compensados por grandes placeres? Benatar emplea el argumento de Seana Shiffrin para negarlo: no supone un problema moral infligir un daño para evitar otra mayor, como amputar un brazo para evitar la muerte. Sin embargo, sí supone un problema moral amputar un brazo para potenciar una cualidad que nos hará más felices. Y como subraya Benatar, si bien podemos obtener consentimiento para el segundo caso, no podemos obtenerlo del no existente. El “argumento antifrustracionista” de Christoph Fehige también concuerda con la postura anti procreación: no tener preferencias es tan bueno como verlas satisfechas, y lo único malo es verlas frustradas. Si, como dejó escrito Lord Tennyson, “es mejor ser amado y abandonado que no haber sido amado en absoluto”, podría deducirse que es mejor nacer, disfrutar y sufrir hasta la muerte final que no haber existido. Para Benatar esta comparación es errónea al no tratarse de situaciones equivalentes: el que vive sin amor vive, de hecho, una mala vida, precisamente por estar vivo. El que no ha nacido no experimenta nada. Muchas personas disfrutan la vida y se sienten agradecidas de estar vivas, pero esto no implica que existir sea mejor que no haber existido, “porque si uno no hubiera existido, nadie habría perdido la alegría de disfrutar esa vida y por lo tanto la ausencia de esa alegría no sería algo malo. Ha de notarse, por contraste, que sí tiene sentido lamentar venir a la existencia si uno no disfruta su vida”.

Benatar incide en el hecho de que la vida es mucho peor de lo que nuestros resortes psicológicos nos habitúan a percibir. Estos resortes “militan contra el suicidio y a favor de la reproducción. Si nuestras vidas son tan malas como venimos apuntando, y si las personas tendiesen a evaluar la calidad de sus vidas tal cual es, muchos más se inclinarían a matarse a sí mismos, o al menos a no producir más tales vidas. El pesimismo, por tanto, no tiende a ser seleccionado naturalmente”.

El gran problema de la extinción pasiva, horizonte último del fin poblacional que propugna el antinatalismo, es el sufrimiento que comporta para la última generación, desprovista de toda proyección de futuro, y habitante en una sociedad bastante más disfuncional de lo acostumbrado. Benatar exhibe su utilitarismo más descarnado al respecto, al afirmar que ese sufrimiento de la última generación será compensado por el ahorro del daño a las innumerables venideras.

Por lo demás, el autor deja claro que su visión no alienta al suicidio. El no existente no tiene ningún interés en venir a la existencia, y evitar un solo daño es suficiente para explicar este desinterés, pero el existente puede tener interés en continuar existiendo, por encima de la cantidad de sufrimiento que caracterice su vida. La propia muerte ya es percibida como un gran daño, quizá el mayor. El viviente se encuentra en una trampa, allí donde la escapatoria es más dolorosa que el propio cepo, tanto para él como para los que le rodean. El antinatalismo de Benatar es una suerte de filantropía. Entiende la misantropía que se puede derivar del inconcebible sufrimiento que ha infligido la especie humana, pero su visión toma mayor perspectiva: es la compasión por el sufrimiento humano, y por el de toda vida sintiente, lo que le ha llevado a enarbolar esta contraintuitiva doctrina.

¿Necesita la humanidad esta filantropía? En la primera asimetría del placer y el dolor que Benatar deriva de la principal, establece que no existe un deber moral de traer placer al mundo, pero sí existe un deber moral de no traer sufrimiento. Desde la visión consecuencialista de la moral que caracteriza buena parte del mundo filosófico anglosajón, esta suerte de órdago argumental que lanza Benatar es insuperable, y tengo la certeza de que su atractivo y valor radica en haber llevado al utilitarismo hasta sus –valga la ironía– últimas consecuencias: en terminología nietzscheana, Benatar habría puesto de relieve la semilla de autodestrucción de la doctrina utilitarista, el nihilismo que anidaba en el corazón de la misma. Insisto en ello: si valoramos la vida en función de los placeres y sufrimientos que nos depara o nos puede deparar, lo mejor es no haber nacido: no compensa. No importa que en la balanza de una vida pesen más los placeres que los sufrimientos, la clave la encontramos en que no haber experimentado esos placeres, por no haber llegado a la existencia, no supone nada malo, y no hay perjuicio alguno; pero ahorrar los sufrimientos es algo que no tiene precio, y termina traduciéndose en un bien difícilmente desdeñable. Creo que, puestos a interpretar la vida bajo este prisma, y dado que ningún progenitor tiene en su mano proporcionar una vida en la que no quepa la posibilidad de intensos y constantes sufrimientos, el riesgo es demasiado grande, y la procreación es una lotería perversa que juega con el destino de la descendencia.

Quizá sea necesario incidir aquí en el hecho de que un aspecto de las experiencias humanas no puede ofrecernos la última palabra sobre la vida, como tampoco pueden hacerlo las experiencias mismas. Nuestra forma de experimentar el placer y el dolor está preñada, inevitablemente, de significado. El valor de este significado no depende de que nuestras vidas gocen de un sentido cósmico, ausencia de la cual Benatar se lamenta por la degradación que supondría en la calidad de nuestras vidas. Carecer de algo no implica que lo ausente sea bueno, pues nada indica que poseer un sentido universal, plenamente abarcador, mejoraría las cosas, y tengo serias dudas de que conocer nuestra irrelevancia respecto a la totalidad del cosmos haya rebajado nuestra felicidad o bienestar. ¿De qué depende, pues, el valor del significado? Depende de nuestra interpretación, más allá de que esta interpretación podamos moldearla o no. Benatar acepta la importancia del sentido terrenal que aplicamos a las cosas, y no niega su existencia, pero pasa por alto la forma en que condiciona nuestra experiencia del placer y el dolor.

En el cálculo que realiza Benatar, un gran sufrimiento ahora estaría justificado para evitar un hipotético mayor sufrimiento futuro. Samuel Scheffler ha explicado con brillantez la relevancia fundamental que tiene para nosotros la supervivencia de la humanidad más allá de nuestra muerte, y esto no solo por la supervivencia de la especie en sí misma, sino, especialmente, como condición para el desarrollo de nuestros proyectos y actividades: la desaparición inminente de la humanidad, más que la perspectiva de la propia muerte, tendría un efecto perturbador en nuestra capacidad de cargar de valor nuestras vidas. Esto nos advierte de un límite a nuestro individualismo y egoísmo, ya que, aunque nos suele pasar desapercibida, la continuación de la vida humana en general nos importa más aún que la propia y su desaparición supondría un panorama de pesadilla: significaría nuestra derrota definitiva contra el tiempo y contra la futilidad de nuestras acciones. Todo esto nos revela que la forma humana de valorar se caracteriza por “sus dimensiones conservadoras, no empíricas ni consecuencialistas”. El mismo Benatar reconoce que la vida cercana a la deseada extinción pasiva sería bastante dura, pero esta calificación se descubre excesivamente suave si, entre otras cuestiones, atendemos al planteamiento de Scheffler. Sin embargo, Benatar prefiere un sufrimiento seguro e inmediato frente a otro supuestamente mayor en un futuro cuyos rasgos, no obstante, nadie conoce, y lo que es peor: adelanta el apocalipsis, voluntariamente, en un anticipo que garantiza terrores de los que, en teoría, quiere escapar.

En el fondo de todo este asunto encontramos un problema radical: la gran respuesta a la cuestión del valor de ser traído a la existencia descansa en una interpretación global del fenómeno vital. Una persona puede considerar que su vida no ha merecido la pena, como puede dar gracias por haber recibido el don de haber vivido. Pero ninguna persona está en condiciones de postular, con la más mínima certeza, que la vida, en su conjunto, es mala (o buena). En palabras de Nietzsche: “Deberíamos estar situados fuera de la vida y, por otra parte, conocerla tan bien como la conoce un hombre o muchos hombres, o todos aquellos que la han atravesado para poder tocar el problema del valor de la vida en general, motivo suficiente para comprender que éste es un problema inaccesible para nosotros”.

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Pablo Mula ha estudiado el máster en filosofía, ciencia y ciudadanía de la Universidad de Málaga.


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