Ponte los diamantes: Notas sobre la humillaciĆ³n

El ser humano puede prescindir de muchas cosas. El respeto por uno mismo no es una de ellas. La deshonra y la vejaciĆ³n pueden permanecer en nuestra mente y deformar nuestra vida interior para siempre.
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Sheila fue mi mejor amiga de los diez a los trece aƱos. Yo vivĆ­a a cuatro manzanas del instituto y ella a dos. Esperaba a que pasara por su casa por la maƱana y luego entrĆ”bamos a la vez al edificio. Desde entonces hasta las cinco y media de la tarde ā€“cuando nuestras madres exigĆ­an nuestra presencia en casaā€“ Ć©ramos inseparables. DespuĆ©s del verano en que cumplimos trece aƱos, ocurriĆ³ algo inimaginable: Sheila ya no estaba delante de su casa por la maƱana cuando yo pasaba, ya no me guardaba sitio en clase, y despuĆ©s del colegio simplemente desaparecĆ­a. Al final me di cuenta de que cada vez que la veĆ­a, en el hall o en el patio, estaba en compaƱƭa de una chica nueva en el colegio. Un dĆ­a me acerquĆ© a las dos en el recreo.

ā€“Sheila ā€“le dije, con voz temblorosaā€“. ĀæYa no soy tu mejor amiga?

ā€“No ā€“dijo ella, con una voz fuerte y planaā€“. Ahora mi mejor amiga es Edna.

Me quedĆ© ahĆ­, muda e inmovilizada. Una terrible frialdad se apoderĆ³ de mĆ­, como si me sacaran la sangre del cuerpo; luego, con la misma rapidez, un brote de calor, y me sentĆ­ desolada, andrajosa, abandonada, nacida para que me dijesen que no valĆ­a, ni ahora ni nunca.

Es la primera vez que probĆ© la humillaciĆ³n.

Cincuenta aƱos mĆ”s tarde, caminaba por Broadway un cĆ”lido dĆ­a de verano cuando una mujer que no reconocĆ­ se interpuso en mi camino. Dijo mi nombre, y cuando me la quedĆ© mirando, desconcertada, se echĆ³ a reĆ­r. ā€œSoy Sheilaā€, dijo. La escena del recreo apareciĆ³ ante mis ojos: frĆ­a, andrajosa, desolada. Yo no valĆ­a entonces, no valĆ­a ahora. Nunca lo harĆ­a.

-Ah ā€“dije, y notaba el tono insulso de mi vozā€“. Hola.

AntĆ³n ChĆ©jov seƱalĆ³ que lo peor que la vida puede hacer a un ser humano es infligir humillaciĆ³n. Nada, nada, nada en el mundo puede destruir el alma tanto como una humillaciĆ³n directa. Cualquier otra herida puede ser soportada o superada, pero no la humillaciĆ³n. La humillaciĆ³n permanece en la mente, el corazĆ³n, las venas y las arterias para siempre. Permite que la gente reflexione sobre ella dĆ©cadas y a menudo deforma su vida interior.

En Jeanne Dielman, la directora belga Chantal Akerman demuestra esa proposiciĆ³n exacta. La pelĆ­cula es deliberadamente estĆ”tica, y parece desarrollarse en tiempo real (dura tres horas y media). Asistimos a tres dĆ­as en la vida de una viuda atareada con un hijo adolescente. Cocina, limpia, compra comida, limpia los zapatos de su hijo, enciende la luz cuando entra en una habitaciĆ³n y la apaga cuando sale. Y, sĆ­, cada tarde tiene un cliente. El cliente siempre es un burguĆ©s de aire respetable cuyo abrigo quita, cepilla y cuelga como si fuera el de su marido. Luego un dĆ­a seguimos a la protagonista y su cliente al dormitorio por primera vez, donde la vemos tendida sumisa mientras el hombre que tiene encima se agita. La cĆ”mara se centra en su cara: vemos sus ojos vagando sin rumbo, como hemos visto en pelĆ­culas los ojos de muchas mujeres que soportan un sexo no deseado. Luego, de pronto, sin una pista de lo que estĆ” por venir, coge unas tijeras y mata con ellas al cliente. Fin.

Recuerdo que me quedĆ© pegada al sillĆ³n cuando la pantalla fundiĆ³ a negro, conmocionada pero en cierto modo no sorprendida. Me di cuenta al instante: lo hace por todos, incluido el marido muerto. Fuera o dentro del matrimonio ha estado haciendo lo mismo toda la vida, tendida bajo un hombre que paga las facturas y para el que ella carece de realidad. ĀæPor quĆ© sorprenderse de que ese trato, tarde o temprano, produzca un giro en el cerebro que solo un apuƱalamiento en el pecho puede acomodar?

Hay muchas cosas de las que podemos prescindir. El respeto por uno mismo no es una de ellas. PodrĆ­a pensarse que la ausencia de respeto por uno mismo es siempre parecida, pero las circunstancias que pueden hacer que la gente se sienta desprovista de Ć©l son tan variadas como las propias personas. Un psiquiatra que entrevistĆ³ a un grupo de hombres encarcelados por asesinato y otros crĆ­menes violentos preguntĆ³ a cada uno de ellos. En casi todos los casos la respuesta fue: ā€œMe despreciĆ³.ā€ Por otro lado, tengo un primo, un mĆ©dico, que se siente humillado si le dan mal las vueltas en una tienda. Su esposa tambiĆ©n: si otra mujer lleva el mismo vestido en una fiesta, se siente humillada. Tuve una suegra cuyas observaciones crĆ­ticas me divertĆ­an; la siguiente esposa de mi marido se sentĆ­a profundamente humillada por ellas. Me llamaba y susurraba al telĆ©fono: ā€œĀæSabes lo que me ha dicho esa zorra esta maƱana?ā€, y repetĆ­a frases que me habĆ­an parecido inofensivas. Luego estĆ” el testimonio de Primo Levi en su memoria del campo de concentraciĆ³n, Si esto es un hombre. Levi nos dice que, ante la enorme cantidad de muerte y destrucciĆ³n que se producĆ­an a su alrededor, era en cierto modo notable que la humillaciĆ³n de las humillaciones, la que permanecerĆ­a siempre fresca el resto de su vida, fue cuando un kapo, que no encontraba nada con que limpiar su mano grasienta, se volviĆ³ hacia Levi y se la limpiĆ³ en su hombro. Ese fue el momento en que Levi entendiĆ³ visceralmente lo que significaba ser visto como una cosa.

Creo que la respuesta exagerada a la humillaciĆ³n es Ćŗnica en nuestra especie. Al sentir que les faltan al respeto, cada una de estas personas ā€“Levi, los hombres en la cĆ”rcel, mi primo, la esposa de mi exmaridoā€“ sentĆ­a que su derecho a existir no solo se veĆ­a desafiado sino casi aniquilado. Su inclinaciĆ³n entonces ā€“de todos y cada uno de ellosā€“ era salir de debajo de la piedra que mantenĆ­a en su sitio su prodigiosa capacidad para la vergĆ¼enza, y levantarse pegando tiros.

Cuando hablamos de nosotros mismos como animales entre animales nos equivocamos. Es justo lo que no somos. Un animal de cuatro patas puede volverse loco si lo ataca otro animal de cuatro patas y no descansar hasta que mata a su atacante, pero no experimentarĆ” el sentimiento de venganza que vive el que camina herido por la humillaciĆ³n.

En una reseƱa del crĆ­tico David Runciman sobre un libro escrito por el jugador de cricket Shane Warne, me enterĆ© de que Warne habĆ­a querido ser un jugador de fĆŗtbol de reglas australianas pero no era lo bastante bueno. Cuando vio que se le daba muy bien el cricket ā€“uno de los mejores lanzadores de todos los tiemposā€“ cogiĆ³ ese camino hacia la fama y la fortuna. Pero jugaba ā€œcon una astilla de hielo en el corazĆ³nā€. No esperaba necesariamente herir al bateador, pero sin duda esperaba dejarlo en ridĆ­culo. ā€œEn el fondoā€, escribe Runciman, Warne querĆ­a que el bateador ā€œse sintiera una mierda, tan mal como Ć©l se habĆ­a sentido al recibir la carta que decĆ­a que no era lo bastante buenoā€.

Lo extraordinario del caso es hasta quĆ© punto se aferraba Warne al recuerdo de haber fracasado en el fĆŗtbol. Cada vez que actuaba agresivamente en el campo de cricket revivĆ­a el momento en que imagina- ba que lo descartaban, mantenĆ­a el recuerdo cerca del corazĆ³n, sentĆ­a su calor como si fuera un fuego, convencido de que darĆ­a energĆ­a a su talento. Runciman no dice lo que hace Warne con su desproporcionado vĆ­nculo con el mal que le hicieron ahora que estĆ” retirado del cricket, pero nos sobran ejemplos de lo que les ocurre a quienes permiten que un sentimiento de humillaciĆ³n los secuestre para toda la vida.

Cuando Harvey Weinstein fue identificado pĆŗblicamente como un delincuente sexual, algunos se preguntaron por quĆ© necesitaba forzar a mujeres que no consentĆ­an cuando sin duda habrĆ­a muchas en Hollywood que se habrĆ­an acostado con Ć©l sin resistencia. El columnista Frank Bruni tenĆ­a razĆ³n cuando escribiĆ³ que los ā€œespectĆ”culos de terror de Weinstein en las habitaciones de hotel tenĆ­an tanto que ver con la humillaciĆ³n como con la lujuriaā€. La cuestiĆ³n entonces era: ĀæEn quĆ© humillaciĆ³n pensaba Bruni, en la de Weinstein o en la de las mujeres? La respuesta es que en ambas. Pensemos en todos los rechazos lacerantes que Weinstein debiĆ³ sufrir antes de encontrarse en una posiciĆ³n de poder. CĆ³mo debieron de viajar cada dĆ­a esos recuerdos a travĆ©s de su sistema nervioso. CĆ³mo debĆ­a de erizĆ”rsele la piel cada vez que se miraba al espejo. ĀæQuĆ© recurso tenĆ­a Ć©l, primitivo como era, sino desplazar ese destello interior hacia las mujeres que se sentĆ­a libre ā€“legal (creĆ­a) y culturalmente (sabĆ­a)ā€“ de obligar a que lo complacieran? Para una criatura asĆ­ no puede haber una cantidad suficiente de reparaciones. Lo Ćŗnico que sirve es recrear el crimen de la humillaciĆ³n una y otra vez en un melodrama emocional donde no importa quiĆ©n es el protagonista y quiĆ©nes los actores de reparto.

La primera vez que entendĆ­ la humillaciĆ³n como algo que podĆ­a destruir el mundo fue la maƱana en que vi el World Trade Center evaporarse en la esquina de una calle en Greenwich Village y me descubrĆ­ pensando: Esto es una venganza por un siglo de humillaciĆ³n. MĆ”s tarde descubrĆ­ que una tonelada de literatura acadĆ©mica defiende que un sentimiento nacional de humillaciĆ³n es con frecuencia el motivo clave para que un paĆ­s vaya a la guerra. Evelin Gerda Lindner, una psicĆ³loga germano-noruega que trabaja en la Universidad de Oslo, ha dedicado su vida profesional a trazar una hipĆ³tesis sobre el papel central de la humillaciĆ³n para iniciar, mantener o detener los conflictos armados. Un paĆ­s se siente (por la razĆ³n que sea) descartado a los ojos del mundo en general y transmite esa sensaciĆ³n de agravio nacional, generaciĆ³n tras generaciĆ³n, hasta que llega un dĆ­a, por lejos que estĆ© en el futuro ese dĆ­a, en que requiere retribuciĆ³n. Los historiadores han observado que despuĆ©s de su derrota en la guerra franco-prusiana de 1870, la percepciĆ³n emocional de haber sido humillados dominĆ³ la polĆ­tica de Francia hasta el estallido de la guerra en 1914; una humillaciĆ³n similar, infligida a Alemania despuĆ©s de que perdiera la Primera Guerra Mundial, condujo al ascenso de Adolf Hitler y a un nivel de revanchismo que estuvo a punto de destruir el mundo occidental.

Sobre el terreno, esa devociĆ³n por el agravio nacional tiene su equivalente entre los individuos de cada bando. Es vital que el soldado rechace ver al hombre en uniforme enemigo como una criatura similar a Ć©l, porque de lo contrario no podrĆ” apretar el gatillo; la mejor manera de garantizar este rechazo es destruir la humanidad irreductible que todas las personas creen poseer.

Primo Levi habla a menudo de la prĆ”ctica nazi de la ā€œviolencia inĆŗtilā€, y con eso quiere decir que aunque todo el mundo en Auschwitz ā€“guardias, vigĆ­as, comandantesā€“ sabĆ­a que todos los prisioneros iban de camino a la cĆ”mara de gas o la bala en la cabeza, se les sometĆ­a a palizas, gritos, se les obligaba a estar de pie desnudos y aguantar mientras pasaban lista una o dos horas varias veces por semana, en el exterior, bajo toda clase de condiciones climĆ”ticas.

Antes de las guerras de AfganistĆ”n e Irak, pensaba que los estadounidenses eran incapaces de infligir esos horrores. DespuĆ©s de Abu Ghraib, me di cuenta de que los estadounidenses estaban tan dispuestos como los nativos de cualquier otro paĆ­s a infligir el tipo de humillaciĆ³n que harĆ­a que al prisionero le resultara indiferente vivir o morir.

En abril de 2011, The New York Review of Books publicĆ³ una carta escrita por dos profesores de derecho que protestaban por las condiciones en las que estaba detenida Chelsea Manning: confinamiento en solitario, donde cada cinco minutos le preguntaban ā€œĀæEstĆ”s bien?ā€, y la misma semana en que se enviĆ³ la carta, la obligaron a dormir desnuda y estar de pie desnuda para pasar la inspecciĆ³n delante de su celda.

Los profesores de derecho declararon que este tratamiento equivalĆ­a a una violaciĆ³n del estatuto legal de Estados Unidos contra la tortura y definieron los mĆ©todos del EjĆ©rcito como, entre otras cosas, ā€œprocedimientos calculados para perturbar profundamente los sentidos o la personalidadā€. AsĆ­ es. Creo que si me obligaran a estar de pie desnuda en pĆŗblico perturbarĆ­an mi personalidad, profundamente. El trabajo se titulaba ā€œLa humillaciĆ³n de la soldado Manningā€.

La humillaciĆ³n determina la forma y textura de las obras en que aparecen los siguientes personajes: Gwendolen Harleth de George Eliot, Heathcliff de Emily BrontĆ«, el conde de Montecristo de Alexandre Dumas, Hester Prynne de Nathaniel Hawthorne, Jane Eyre de Charlotte BrontĆ«, Bartleby de Herman Melville, Gatsby de F. Scott Fitzgerald, Lily Bart de Edith Wharton, Bigger Thomas de Richard Wright. Muchos de esos personajes deben sufrir materialmente, pero su dolor material no es nada comparado con el dolor inmaterial que sufren simplemente por estar en una posiciĆ³n que inflama el asco y la ansiedad de aquellos que parecen tener todas las cartas pero necesitan tener cerca a su atormentado inferior ā€“solo para estar seguros.

De esos personajes, aquel cuyo destino siempre me llama la atenciĆ³n es Gwendolen Harleth de la novela de George Eliot Daniel Deronda (1876). PodrĆ­a posar para una estatua pĆŗblica vestida con ropajes griegos en cuyo pedestal se escribiera la palabra ā€œhumillaciĆ³nā€. Gwendolen es joven, hermosa, maravillosamente egoĆ­sta y, a los dieciocho aƱos, ya sabe que el matrimonio para la mujer es la esclavitud. Pero su madre viuda y sus hermanos estĆ”n al borde de la indigencia, asĆ­ que debe casarse con el hombre mĆ”s rico que la acepte. Entra en escena Henleigh Grandcourt, un personaje dibujado con un trazo tan grueso que es una caricatura del malvado aristĆ³crata victoriano: distante, poseĆ­do por un desprecio a la humanidad lo bastante fuerte como para atravesar el acero. Durante el cortejo, Grandcourt es calculadamente paciente, considerado, incluso generoso, y Gwendolen es arrullada hasta abandonar el temor a perder su independencia, imaginando que le resultarĆ” fĆ”cil manipularlo para su satisfacciĆ³n. Sin embargo, en cuanto se casan, Grandcourt muestra rĆ”pidamente el desprecio especial reservado para un premio que, ahora que estĆ” en su poder, ya no valora. Nunca le pone la mano encima a Gwendolen, casi nunca le impone sexualmente su presencia o se preocupa por cĆ³mo ocupa su tiempo. Pero a ella se le recuerda constantemente (de manera muy parecida a la Isabel Archer de El retrato de una dama) la prisiĆ³n que la fĆ©rrea voluntad de su marido (sancionada por la ley y la costumbre social) ha construido a su alrededor. Antes de que pase un aƱo, Gwendolen se da cuenta de que su matrimonio es una condena de por vida.

Hay un momento del libro que siempre me ha parecido que ejemplifica la distorsiĆ³n de los sentidos a la que puede conducir la humillaciĆ³n domĆ©stica cotidiana. Grandcourt posee un juego de diamantes familiares que deben llevarse en el pelo de una mujer. Gwendolen detesta los diamantes, como ahora detesta y teme a su marido. Una tarde, cuando los dos se preparan para ir a una fiesta, Gwendolen desfila ante Grandcourt en toda su belleza de seda y satĆ©n, con la esperanza de ponerle de buen humor. Le pregunta si su apariencia le agrada. Ɖl la evalĆŗa con la mirada:

ā€“Ponte los diamantes ā€“dijo Grandcourt, mirĆ”ndola directamente con su estrecho rictus.

Gwendolen se detuvo a su vez, con miedo de mostrar cualquier emociĆ³n, y sintiendo que de todos modos habĆ­a cierto cambio en sus ojos al encontrar los de Ć©l. Pero tuvo que responder y dijo con tanta indiferencia como pudo: ā€œOh, por favor, no. No creo que los diamantes me sienten bien.ā€

ā€“Lo que pienses no tiene nada que ver con eso ā€“dijo Grandcourt, y su impetuosidad sotto voce parecĆ­a tener una quietud y un acabado de tarde, como su aseo. ā€œDeseo que lleves los diamantes.ā€

ā€“Te ruego que me disculpes; me gustan estas esmeraldas ā€“dijo Gwendolen, asustada pese a su preparaciĆ³n. Esa mano blanca suya que tocaba su bigote era capaz, imaginaba ella, de agarrarse a su cuello y amenazarla con ahogarla; porque su miedo hacia Ć©l, mezclado con el vago temor a alguna calamidad retributiva que rondaba su vida, habĆ­a alcanzado un punto supersticioso.

ā€“Hazme el favor de decirme la razĆ³n para no llevar los diamantes cuando lo deseo ā€“dijo Grandcourt. TenĆ­a los ojos todavĆ­a fijos sobre ella, y Gwendolen sintiĆ³ que los suyos se estrechaban bajo ellos como si quisieran dejar fuera un dolor que entraba.

Gwendolen se pone los diamantes, y desde entonces sueƱa cada dĆ­a con una huida de su vida que puede alcanzar solo a travĆ©s de la muerte, la suya o la de su marido; en poco tiempo le da igual cuĆ”l. El problema se resuelve cuando Eliot hace que Grandcourt se caiga de un bote en unas vacaciones, y permite que Gwendolen observe, fascinada, mientras se ahoga, cĆ³mo le suplica que le tire un cabo. Ella tiene veintidĆ³s aƱos; su vida ha terminado.

Ponte los diamantes. Durante aƱos, oĆ­a la amenaza de la voz de Grandcourt cada vez que veĆ­a o sentĆ­a que una mujer luchaba por liberarse de su marido o amante despĆ³tico. La miseria de su posiciĆ³n ā€“la de alguien que nace para una subordinaciĆ³n sancionadaā€“ siempre me pareciĆ³ emblemĆ”tica de todo el sadismo que se permite florecer en las relaciones Ć­ntimas, condenado a terminar un alegre dĆ­a con un giro del cerebro que ya no puede inclinarse bajo el yugo.

Las historias de acoso en el trabajo que aparecieron cuando el movimiento #MeToo irrumpiĆ³ en 2017 hacĆ­an que mi cabeza diera vueltas, por la amplitud de las acusaciones. Desde un roce en un hombro y un comentario sobre un vestido sexy hasta la agresiĆ³n fĆ­sica, revelaban comportamientos que eran simultĆ”neamente condonados como aceptables y experimentados como denigrantes. Entre esas historias me resultaban especialmente perturbadores los ejemplos mĆ”s sencillos del tipo de ofensas sexuales que se han desdeƱado durante generaciones, los que tipificaban el uso instrumental que los hombres y mujeres hacen unos de otros.

Imagino a una mujer entrando en la oficina cada dĆ­a durante aƱos, con la garganta seca, el estĆ³mago hecho un nudo, lista para beber la dosis de medicina que debe tragarse si quiere conservar su trabajo. No habla de este ritual vil con nadie porque sabe que los hombres se reirĆ­an y las mujeres pondrĆ­an los ojos en blanco, a causa de lo comĆŗn que es la queja; pero dĆ­a tras dĆ­a, mes tras mes, es como si algo vital en su interior se estuviera erosionando: una idea de ser persona de la que era consciente precisamente en el momento en que sentĆ­a que podrĆ­a estar perdiĆ©ndola. Es la impotencia de su posiciĆ³n lo que la roe: la conmociĆ³n de darse cuenta de que no tiene agencia en una cultura que acepta como normal lo que ella experimenta como degradante.

En 2017, cuando esas mujeres irrumpieron con los rostros contorsionados por la ira, las voces silbando y escupiendo, enviando un tsunami de resentimiento que amenazaba con ahogarnos a todos ā€“hombres y mujeresā€“, demostraban que si nadie hace caso a las ofensas durante demasiado tiempo, un dĆ­a pueden derribar una civilizaciĆ³n.

ĀæPor quĆ© duele tanto, hace tanto daƱo, nos retuerce y deforma tan horriblemente? ĀæPor quĆ© la vida parece insoportable ā€“sĆ­, insoportableā€“ si nos sentimos descartados? O quizĆ” una forma mejor de plantear la pregunta es darle la vuelta y preguntarnos, como hacĆ­a una mujer sabia que conocĆ­: ĀæPor quĆ© necesitamos tener una buena opiniĆ³n sobre nosotros mismos? Ah, sĆ­, pensĆ©, cuando lo dijo asĆ­, Āæpor quĆ© no es suficiente que nos den comida, ropa y refugio, libertad de expresiĆ³n y movimiento? ĀæPor quĆ© tambiĆ©n tenemos que tener una buena opiniĆ³n de nosotros mismos?

Esa cuestiĆ³n atormenta a cada cultura: no importa quiĆ©n ni dĆ³nde, anhelamos una explicaciĆ³n para entender por quĆ© somos como somos; fabricamos cuerpos de ideas y fe, siglo tras siglo, que mantienen la promesa de una explicaciĆ³n que calme, si no nuestro sufrimiento, al menos nuestra meditaciĆ³n. Sigmund Freud, cuyo pensamiento analĆ­tico se centraba en torno a la idea de curarnos de las divisiones interiores que nos hacen vulnerables al autoodio, dio con una explicaciĆ³n que durante mucho tiempo ofrecĆ­a la mayor de las esperanzas; de su imaginaciĆ³n empĆ”tica surgiĆ³ la cultura terapĆ©utica, armada con su enciclopedia de teorĆ­as diseƱadas para abordar el dilema.

El psicoanalista explica que desde el momento en que nacemos anhelamos reconocimiento. Abrimos los ojos y queremos una respuesta. Queremos estar secos y calientes, sĆ­; consolados y acariciados, pero todavĆ­a mĆ”s necesitamos que nos miren con interĆ©s y afecto, como si fuĆ©semos algo de valor. De forma rutinaria, solo obtenemos una pequeƱa porciĆ³n de lo que necesitamos, y a veces nada en absoluto. La convicciĆ³n emocional de que no somos dignos se instala. De esta condiciĆ³n ninguno de nosotros se recobra del todo nunca. Nuestras emociones sobre todo van al subsuelo y seguimos luchando, y en general no hacemos a los demĆ”s mĆ”s daƱo del que se nos hizo a nosotros. Algunos de nosotros, sin embargo ā€“empezando por aquellos que nacieron en la clase, el sexo o la raza equivocados, o quizĆ” aquellos cuyo aspecto fĆ­sico lleva a la burla o al rechazoā€“, estamos tan daƱados que nos obsesionamos con la idea de que nos obligan a tener una mala opiniĆ³n de nosotros y nos volvemos peligrosamente antisociales. El esfuerzo por superar este primitivo estado de cosas es la principal preocupaciĆ³n del anĆ”lisis, pero con demasiada frecuencia el esfuerzo sigue y sigue (Ā”y mĆ”s!) mientras nuestros demonios se niegan a calmarse; luego la terapia empieza a parecer una esperanza romĆ”ntica de salvaciĆ³n destinada a fracasar.

En la dĆ©cada de 1940, el psicĆ³logo social Erich Fromm planteĆ³ la misma pregunta ā€“en esencia, por quĆ© sucumbimos tan fĆ”cilmente a la humillaciĆ³nā€“ y llegĆ³ a un lugar que estaba a cierta distancia, pero no mucha, de donde habĆ­a llegado Freud. La tesis de la gran obra de Fromm, El miedo a la libertad, era sencilla; como Freud antes que Ć©l, Fromm no dudĆ³ en usar la convenciĆ³n del relato mĆ­tico para hacer que su descubrimiento resultara vĆ­vido para el lector comĆŗn.

En el caso de Freud la historia se derivaba de los clĆ”sicos, en el de Fromm del GĆ©nesis. Los seres humanos, argumentaba, estaban unidos a la naturaleza hasta que comieron del Ć”rbol del conocimiento, y a partir de ahĆ­ evolucionaron hasta convertirse en animales dotados de la capacidad de razonar y saber lo que sentĆ­an. Desde entonces, fueron criaturas aparte, ya no estaban unidas al universo que durante mucho tiempo habĆ­an habitado con otros bobos animales. Para la raza humana, el don del pensamiento y la emociĆ³n creĆ³ tanto la gloria de la independencia como el castigo del aislamiento; por un lado la dicotomĆ­a nos producĆ­a orgullo, por otro soledad. La soledad es lo que nos derrotĆ³. Se convirtiĆ³ en el castigo de los castigos. PervirtiĆ³ hasta tal punto nuestros instintos que nos convertimos en extraƱos para nosotros mismos ā€“el verdadero significado de la alienaciĆ³nā€“ y por tanto incapaces de sentir afinidad con los demĆ”s. Eso, por supuesto, nos hizo aĆŗn mĆ”s solitarios. La incapacidad de conectar generaba culpa y vergĆ¼enza: culpa terrible, vergĆ¼enza inmensa; una vergĆ¼enza que gradualmente se transformĆ³ en humillaciĆ³n. Si hay algĆŗn estigma que sobreviviĆ³ al exilio del paraĆ­so ā€“es decir, el Ćŗteroā€“, cualquier prueba de que no estĆ”bamos hechos para hacer de la vida un Ć©xito, era eso. ĀæDe quĆ© otra manera podemos explicar los siglos en los que los seres humanos se han sentido mortalmente avergonzados a la hora de admitir que se sentĆ­an solos?

Donde Fromm se une a Freud es a la hora de afirmar que el mero desarrollo ā€“concienciaā€“ que trajo nuestro ascenso y luego nuestra caĆ­da es el Ćŗnico que puede liberarnos de esta dominante sensaciĆ³n de soledad. El problema es que la conciencia que se nos ha otorgado apenas es suficiente; si queremos alcanzar la libertad interior, es necesario que seamos mĆ”s (mucho mĆ”s) conscientes de lo que generalmente somos. Si los hombres y las mujeres aprenden a ocupar sus propios seres animados con libertad y plenitud, proponĆ­a Fromm, ganarĆ”n autoconocimiento y dejarĆ”n de estar solos; se tendrĆ”n de compaƱƭa a sĆ­ mismos. Una vez que uno tiene compaƱƭa puede sentirse bondadoso consigo mismo y con los demĆ”s. Luego, como un virus expulsado, la soledad humillante empezarĆ­a a desvanecerse. Esta es una proposiciĆ³n que se nos exige admitir a partir de la fe.

El gran Borges pensaba que era mejor mirar nuestro resquebrajado interior como una de las grandes oportunidades ā€“para probar que merecemos la sangre que corre por nuestras venasā€“. ā€œTodo lo que nos sucedeā€, escribiĆ³, ā€œincluso nuestras humillaciones, nuestras desgracias, nuestras vergĆ¼enzas, todo nos es dado como materia prima, como barroā€, para que podamos hacer ā€œde las miserables circunstancias de nuestra vidaā€ algo digno del don de la conciencia.

Lo dejarƩ ahƭ. ~

TraducciĆ³n del inglĆ©s de Daniel GascĆ³n.

Copyright Ā©ļø 2021 Harperā€™s Magazine. Todos los derechos reservados. Publicado con permiso especial.

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