En la vida de nuestro padre, Joaquín Díez-Canedo Manteca (Madrid, 1917-Ciudad de México, 1999), la Guerra Civil española y el exilio republicano fueron cruciales, si bien él no tenía recuerdos tristes ni trágicos ni de una ni de otro. Sin duda lo marcó esa experiencia y lo que significó para su familia, especialmente para su padre, de profundas convicciones republicanas. Enrique Díez-Canedo, viendo perdida la causa de la República luego de la derrota en Teruel, consultó con su gran amigo Cipriano Rivas Cherif la pertinencia de aceptar la invitación que le hiciera por carta en mayo de 1937 Daniel Cosío Villegas para trasladarse como profesor invitado a México. Dramaturgo, director de escena y crítico literario, Rivas Cherif era cuñado del presidente Manuel Azaña y los acompañó hasta el final en el asedio que sufrieron por parte de los sublevados. Fue detenido por la Gestapo, pasó siete años en la cárcel y llegó a México en 1947.
Enrique era buen amigo de distinguidos escritores mexicanos, principalmente de Alfonso Reyes desde 1914; a Cosío lo había conocido al regreso de su primer viaje a México en agosto de 1932, en el barco en que ambos viajaron a España.
A don Enrique, su esposa Teresa y Joaquín, el menor de cuatro hermanos, el estallido de la guerra en julio de 1936 los sorprendió en Argentina, país al que don Enrique había sido designado embajador muy poco antes. En enero del 37 –tras meses de una muy complicada gestión diplomática en Buenos Aires a causa de una serie de conflictos derivados del contexto bélico, acompañados de la deserción del personal de la embajada y presiones de la colonia española bonaerense–, a Díez-Canedo le fue solicitada la renuncia con el objeto de enviar en su lugar al dirigente socialista Julián Besteiro. Díez-Canedo regresó a Europa; desembarcó en Francia, donde dejó provisionalmente instalada a su mujer e hijo en París, y encontró la manera de entrar a la España en guerra. Se reportó con Azaña. En sus Memorias, este escribe: “De los embajadores ‘políticos’ que yo nombré, solo uno, al cesar en su cargo, ha venido a Valencia a saludar al presidente de la República y a ponerse a las órdenes del gobierno: Díez-Canedo. Los demás, se quedaron en Francia. En un año no han tenido tres días ni trescientas pesetas para cruzar la frontera y venir a verme […] Todos tenían con la República la obligación de servirla hasta última hora, y conmigo de acompañarme mientras estuviera en pie”.
((Manuel Azaña. “Cuaderno de La Pobleta” en Memorias políticas y de guerra, en Obras completas, tomo IV, ed. Juan Marichal. México: ediciones Oasis, 1968, p.624.))
Díez-Canedo (padre) no pudo regresar a su departamento en Madrid y durante 1937 y 1938 vivió en Valencia y en Barcelona, prestando servicios al gobierno republicano en la prensa, como editor de la revista Madrid y como presidente del Instituto Hispanoamericano de Cultura, entre otras cosas.
Mientras tanto, Joaquín se trasladó con su madre de París a Londres, donde vivía su hermana María Teresa, casada con Javier Márquez. Nuestro padre trabajó unos meses en el Consulado de España mientras esperaba incorporarse al ejército republicano. En Londres adquirió el hábito del tabaco inglés y de las pipas Dunhill, el gusto por las ediciones de libros de arte y poesía inglesa de Everyman’s Library, por los sacos de tweed y, probablemente incitado por su cuñado Javier Márquez, por las postales de cuadros de pintores italianos, flamencos, impresionistas, etcétera. Nuestro padre y nuestro tío Javier tenían unas impresionantes colecciones de postales guardadas en hileras de pequeños cajones que ellos mismos habían diseñado.
A mediados de 1938, Joaquín es llamado a filas y se integra, primero, a la 75 Brigada Mixta (unidades del ejército republicano con diversas funciones militares, de sanidad y otros servicios) y, poco después, al Ejército de Levante bajo el mando del militar republicano Leopoldo Menéndez (quien después de un complicado exilio, murió en México en 1960, “muy modestamente”, según Wikipedia). Durante los permisos o traslados, Joaquín se las arreglaba para ir a Madrid, se hospedaba en la Alianza de Intelectuales Antifascistas donde en alguna ocasión coincidió con su hermano Enrique (él era teniente auditor de guerra y andaba por otras zonas), y buscaba la forma de entrar en el departamento familiar en la calle Alfonso XII para pagar el alquiler y recoger algo de ropa. Así logró sacar algunos libros de la biblioteca de su padre y trasladarlos a un lugar más seguro. Mucho tiempo después, nuestra prima María Teresa Márquez trajo a México dos baúles de libros.
Joaquín estaba en las inmediaciones de Valencia cuando sus padres se embarcaron rumbo a México en septiembre de 1938 desde el puerto de El Havre. En Valencia también le tocó el fin de la guerra y la caída de la República. Mientras los que pudieron se embarcaron a puertos de África, su hermano Enrique cruzaba la frontera de los Pirineos para ir a parar en un campo de concentración en Prats de Molló, Joaquín y Germán Bleiberg –su jefe de prensa y propaganda del ejército, poeta y compañero de la Facultad de Filosofía y Letras de Madrid, aunque un poco mayor que él–, tomaron un tren ¡a Madrid!
En Madrid, nuestro padre vivió a salto de mata, eludiendo los controles de los prisioneros de guerra, yendo de una casa a otra de sus tías Rita y María, hasta que un viejo conocido lo reconoció y lo delató. Pudo escapar, pero empezó a planear a toda prisa su salida de España. Con la ayuda de los hermanos Gurméndez, hijos del embajador de Uruguay, logró llegar en coche hasta Vigo, en la frontera con Portugal. Huyó con su amigo, el pintor Isidro Covisa; juntos cruzaron el río Miño por Tui
{{Según Samuel Diz, director artístico del festival bienal de música, patrimonio y creación interdisciplinar Música no claustro, 2018, en la Catedral de Tui.}}
y llegaron a Lisboa. Ahí, esperaron ansiosos a que llegara desde México a la legación en Lisboa el importe que enviaba don Enrique para comprar dos pasajes de barco. Alcanzaron a embarcarse en el vapor Quanza, de bandera portuguesa, uno de los últimos barcos que llevaban refugiados a América, no solo de la Guerra Civil, sino también familias judías que huían de los nazis. En Nueva York, gracias a las gestiones de Alfonso Reyes, el cónsul mexicano Rafael de la Colina les entregó a Joaquín e Isidro dos pasajes para continuar el viaje a Veracruz.
Llegó a México en septiembre de 1940 antes de cumplir veintitrés años; estaba feliz de volver a ver a su familia. Se inscribió en la Facultad de Filosofía y Letras para terminar la carrera de letras hispánicas que había dejado inconclusa a causa de la guerra y ahí encontró a los que serían sus mejores amigos mexicanos: José Luis Martínez, Zarina Lacy, Márgara Quijano, Rosa María la China Villalba, Alí Chumacero, entre otros. España fue quedando atrás y Joaquín hablaba de la guerra como de una aventura, metido de lleno en su nueva vida; no contaba las partes más duras de la guerra y la posguerra.
Hasta fines de los noventa, poco antes de morir nuestro padre, encontramos entre sus papeles las cartas que durante la guerra había enviado a sus padres y nos enteramos de un montón de cosas, pero ya era tarde para preguntarle. Hay quienes piensan que Joaquín –y así se lo dijo él mismo a James Valender y Paloma Ulacia en la entrevista que le hicieron en 1997– hubiera sido un poeta de no ser por la guerra y el exilio;
{{ Paloma Ulacia y James Valender, “Rte: Joaquín Mortiz [entrevista con Joaquín Díez-Canedo]” en VV. AA. Rte: Joaquín Mortiz, Guadalajara, Universidad de Guadalajara, 1994, p. 93; cfr. James Valender, “Joaquín Díez-Canedo: poesía y exilio” en Boletín Editorial de El Colegio de México, 181, enero-marzo 2020, pp. 54-64.}}
sin embargo, sus hijos nunca lo vimos como un escritor frustrado o con otra clase de pretensiones. Él estaba orgulloso de ser editor, había conocido a grandes poetas (como los amigos de su padre: Juan Ramón Jiménez, Federico García Lorca, Pedro Salinas) y gustaba de la buena conversación y el trato con escritores. Por otro lado, disfrutaba la práctica y técnica de la edición: sabía de tipografía, de diseño, de calidades de papel, se involucraba con el trabajo de los formadores en las imprentas, corregía pruebas, revisaba traducciones, tenía excelentes relaciones en el gremio editorial. Acabó desencantado por haber perdido a muchos autores, él, que era invariable en sus ideas y leal en sus afectos.
Al principio con la editorial Joaquín Mortiz tuvo mucho éxito. Fue pionera en publicar esencialmente literatura, sobre todo contemporánea, pero también cubría otras áreas del conocimiento, como se puede ver en su catálogo. Consideramos que, por el contexto cultural de los años sesenta, Joaquín Mortiz, que por su organización y dinámica era una editorial pequeña e independiente, por sus contactos y visión fue un enclave de modernización. En una de sus últimas entrevistas, nuestro padre, que no era muy afecto a hacer declaraciones, dijo: “Me está mal decirlo pero me considero un poco autor del México de hoy, por todos los libros que he publicado, que aumentaron el nivel cultural del país.”
((Felipe Jiménez García Moreno, “Joaquín Díez-Canedo, editor” en “Semblanzas de diez personalidades. 10 Méxicos para 10 españoles” [reportaje especial], Viceversa 61, junio de 1998, pp. 8-31.))
Joaquín Díez-Canedo Manteca parecía predestinado a convertirse en editor. En 1936, antes de la guerra, publicó en Madrid, junto con Francisco Giner de los Ríos, quien al casarse ya en México con su hermana María Luisa sería también su cuñado, una revista en la que ya se adivinaban sus intereses editoriales, Floresta de prosa y verso.
{{ Existe una edición facsimilar: Floresta de prosa y verso, edición y prólogo de Ángel Luis Sobrino, Sevilla, Ediciones Ulises, 2017 (col. Facsímiles).}}
En 1945, para conmemorar el primer aniversario de la muerte de su padre, publicó una edición aumentada e ilustrada de sus Epigramas americanos, usando como pie editorial el nombre bajo el que se ocultó mientras vivió en España y con el que después bautizaría su editorial: “Lo saqué como Joaquín Mortiz y me gustó.”
((Adriana Malvido, “Sorprende a Joaquín Díez-Canedo el premio Alfonso Reyes: ¿a mí?”, La Jornada, 8 de junio de 1993, p. 38.))
Joaquín empezó a trabajar para ayudar económicamente a su familia y no llegó a titularse. En los años cuarenta realizó junto a Giner de los Ríos proyectos para editores y editoriales mexicanas, como la colección de poesía Nueva Floresta (Stylo, 1945-1948), y los tres volúmenes de Poesía española (del siglo XIII al XX) con prólogo general de Enrique González Martínez (Signo, 1945). También tradujo libros para las editoriales Leyenda, Centauro y Nuevo Mundo. En 1942 entró al Fondo de Cultura Económica, donde consolidaría su relación –profesional y amistosa– con Daniel Cosío Villegas primero (y desde luego con Alfonso Reyes, que lo trataba con mucho cariño) y después con Arnaldo Orfila Reynal. Esta importante etapa de su formación como editor puede investigarse en los archivos del Fondo, donde empezó siendo atendedor en la corrección de pruebas, en pocos años encabezó el departamento técnico, como se denominaba el área editorial, y más tarde era quien se quedaba a cargo en las ausencias de Orfila. Hay un evocador artículo de José Moreno Villa titulado “Amigos remeros en el espacio”, que describe a los refugiados españoles que trabajaban en el FCE en aquellos años.
(( José Moreno Villa, “Amigos remeros en el espacio”, Novedades, México en la Cultura, 22 de abril de 1951, p. 5. Recogido en Carolina Galán Caballero [comp.], José Moreno Villa escribe artículos [1906-1937], Málaga, Diputación de Málaga, 1999.))
En 1952, Joaquín finalmente se casó tras años de noviazgo con Aurora Flores Zertuche, originaria de Torreón, cuya familia se había trasladado a vivir a México a fines de los años treinta tras la expropiación cardenista de La Laguna. Nuestro abuelo materno se dedicaba al cultivo del algodón y tuvo en usufructo un rancho ganadero. Más tarde, ayudó a su yerno a fundar su editorial.
Entre semana, nuestro padre dedicaba todo su tiempo a la editorial. Antes de salir de casa para dejarnos en la escuela, ya había llamado a una o dos imprentas para saber cómo iban sus libros y, no pocas veces, increpar a algún jefe de taller. Llegaba por la noche y después de cenar se sentaba en su despacho a trabajar bajo el círculo de luz de una lámpara de escritorio, rodeado de su tabaquera, su tipómetro y sus tijeras. Lo recordamos, por ejemplo, revisando la traducción de Anestesia local, de Günter Grass, hecha por Carlos Gerhard; ajustando los textos al tamaño de las ilustraciones de una Historia general del arte, que contrató con la editorial holandesa Elsevier, y publicó con otro sello editorial, Tláloc, el cual fundó con algunos de los socios de Mortiz para editar libros de arte, o haciendo las cuentas de Avándaro, la distribuidora que también fue parte de lo que ahora se llamaría el “corporativo”, que distribuía los libros de las editoriales Juventud, Teide, Ariel, Seix-Barral y desde luego los de Mortiz.
Los sábados se iba a comer con sus cuates, un grupo al que Abel Quezada bautizó como Los Divinos. Los asiduos, básicamente por no cambiar de residencia, eran Quezada, José Luis Martínez, Alí Chumacero, José Alvarado, Jaime García Terrés, Jorge González Durán, Hugo Latorre Cabal, Bernardo Giner de los Ríos, primo nuestro y segundo de a bordo en Mortiz, y esporádicamente recalaban en la tertulia su cuñado Francisco, Octavio Paz, Carlos Fuentes o Ramón Xirau. Las comidas de los sábados empezaron en el bar Paolito, donde también acudían Alfonso Reyes, Francisco Tario y Ernesto Mejía Sánchez, se mudaron después al Bellinghausen y, luego de itinerar por el Lincoln, el Passy y algún otro restorán, el último lugar de reunión, antes de que con la edad empezaran las ausencias y se disgregara el grupo, fue el Estoril, de Rose Martin. Por la noche, de regreso de la comida, nuestro padre solía ver la transmisión de las peleas de box. Los domingos los pasaba en nuestra casa de San Ángel Inn. Le gustaba ponerse en traje de baño y tirarse a tomar el sol en el jardín, encima de un petate. Muchas veces jugábamos bádminton o cróquet, a menudo con los primos Márquez, que vivían muy cerca. Hacia el mediodía, llegaba su hermana, la tía María Teresa, a veces también el tío Enrique con Cuca, su esposa, y, cuando estaban en México, los Giner. Nuestra madre improvisaba alguna botana con quesos, aceitunas o chorizos, comprados en tiendas de ultramarinos, acompañados por una copita de jerez. Por la tarde, se sentaba a ver el futbol (le iba al América) y, de cuando en cuando, venían los primos Márquez o Bernardo y organizábamos una partida de mahjong –una “mayoniza”– con fichas de bambú y marfil de la familia, en custodia suya. A veces montaba en el dintel de la chimenea del comedor, en el remate de los libreros de la biblioteca o en el alféizar de las ventanas, batallas de la guerra de los Siete Años, de la conquista de México o de la guerra de Secesión con sus soldaditos de plomo.
Nuestro padre no tuvo el ánimo ni desde luego el tiempo de escribir sus memorias de editor, habrá que reconstruirlas y en esas estamos. También nos interesa “sacar” algo sobre su experiencia en la guerra, a partir de los documentos con que contamos: “No libré grandes batallas pero sí viví los bombardeos horrorosos, sentía que todo era como un ensayo, que la guerra no era de a deveras. Recuerdo todo aquello como una mezcla de tragedia, de miedo y de gusto por estar ahí.”
((6 Malvido, op. cit., p. 38.)) ~
[Escrito en coautoría con Joaquín Díez-Canedo Flores.]