Ilustración: Fabricio Vanden Broeck

Michael Jackson:

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1. Neverland

 

Hoy escuché en las noticias, oh sí, que Michael Jackson tuvo un ataque al corazón… y murió de un paro cardiaco, a la edad de cincuenta, en Los Ángeles. Recuerdo una larga conversación que tuve con él a las cuatro de la mañana, y mi visita a Neverland. Primero fue la visita; la conversación, unas semanas después, por teléfono.

Neverland, una ciudad boscosa de juguete con juegos mecánicos y casas de muñecas y animales de zoológico y jardín de los placeres, está tras un magnífico portón en un camino lateral en una área rural más allá de Santa Bárbara. Curioseando por ahí vi pegadas en la pared del puesto de vigilancia una serie de caras extrañas, algunas de ellas fotos de fichas policiales, todas indeseables, con nombres y títulos tales como Cree que está casada con Mr. Jackson y Puede estar armado y Ha estado merodeando cerca de la puerta.

Un camino alineado con estatuas de bronce de tamaño real –niños que saltan la cuerda, animales que retozan– conduce a un lago artificial y a una estrecha vía de ferrocarril hacia la mansión de Michael. Neverland ocupa todo un valle de más de once kilómetros cuadrados, aunque una pequeña parte se dedicó a viviendas: sólo la casa principal con sus tejas oscuras y ventanas de postigos y una casa para invitados de tres dormitorios. El resto se destinó a la terminal del ferrocarril, llamada Katherine Station por la mamá de Michael, un formidable cuartel de seguridad, varias casas de la risa, un cine (dormitorios con ventanales en vez de butacas) y sitios casi indefinibles, uno con tipis como los de los campamentos indios, un gazebo enorme.

Y extendido a lo largo de muchas hectáreas, el zoológico Jackson, de animales malhumorados. Las jirafas estaban comprensiblemente inquietas. En otro recinto, mecido en sus gruesas piernas, estaba Gipsy, un temperamental elefante de cinco toneladas que Elizabeth Taylor regaló a Michael. El elefante parecía sufrir con la furia del celo intensificado. “No se le acerquen”, advertía el cuidador. En la casa de los reptiles con ranas redondas como platos voladores y gordos pitones, tanto una cobra como una serpiente de cascabel se habían golpeado los colmillos contra el cristal de su jaula intentando morderme. Las llamas me escupieron, como lo hacen ellas, pero incluso en el santuario de los simios, AJ, un gran chimpancé hirsuto, con boca de pala, me escupió a la cara, y Patrick, el orangután, intentó torcerme la mano. “Y tampoco se acerquen a él.”

En la parte más ancha del valle los juegos del parque de atracciones estaban en funcionamiento –centelleantes, musicales, pero vacíos. El “Sea Dragon”, los carritos chocones de Neverland y el carrusel Neverland tocaban “Childhood”, la canción de Michael (“¿Alguien ha visto mi infancia?”). La música salía incluso de los prados y los jardines, altavoces disfrazados de grandes rocas grises zumbaban melodías de show, invadiendo el valle con el imparable hilo musical de Muzak que ahogaba el gorjeo de las aves silvestres. En medio de esto, un Jumbotron, su gran pantalla del tamaño de las de los autocinemas, mostraba una caricatura, dos criaturas con cara de locas graznaban miserablemente la una a la otra; todo esto muy brillante en el claro atardecer de California… sin una alma mirándolo.

Horas más tarde abordé un helicóptero con Elizabeth Taylor –estaba en Neverland entrevistándola–, y volamos sobre el valle. Que la escuchara tan claramente por encima del ruido del helicóptero dice algo acerca de la voz tan criticada de Miss Taylor. Voz de niña, suplicante, perforando el fuerte yack-yack-yack de las hélices de titanio del rotor, tomó a su perra, una maltés llamada Sugar, y me gritó: “Paul, dile al piloto que vuele en círculos, ¡así podremos ver el rancho entero!”

A pesar de que no retransmití el mensaje –a pesar de que él tenía los oídos amortiguados con audífonos–, la voz de Elizabeth salió disparada como un cuchillo hasta el piloto, quien nos levantó bastante alto en la rojiza puesta de sol de modo que Neverland parecía aún más un juguete.

Ese es el gazebo donde Larry y yo nos casamos –dijo Elizabeth, moviendo la cabeza con ironía. Sugar parpadeó a través de sus blancas mechas muy bien peinadas que en algo se parecían al propio pelo blanco de Elizabeth–: La estación de ferrocarril, ¿no es lo más lindo? Ahí es donde Michael y yo hacemos los picnics –y señaló hacia un grupo de bosques en un acantilado–: ¿Podemos dar una vuelta más?

El valle de Neverland giró despacio debajo de nosotros, las sombras se alargaban desde el brillo rosa dorado que resbalaba del cielo.

Aun cuando no había llovido durante meses, las hectáreas de césped regadas por aspersores subterráneos estaban profundamente verdes. Aquí y allá, como soldados de juguete, gente de seguridad uniformada, patrullando a pie, o en carritos de golf, algunos de guardia; ya que Neverland era también una fortaleza.

¿Para qué es esa estación de ferrocarril? –pregunté.

Para los niños enfermos.

¿Y todos esos juegos?

Para los niños enfermos.

Mira todas esas tiendas de campaña –escondidas en los bosques, este fue mi primer atisbo de la colección de tipis altos.

La aldea india. Los niños enfermos aman ese lugar.

Desde esta altura podía ver que este valle de placer infantil laboriosamente recobrado estaba atestado de más estatuas de las que había visto desde tierra. Bordeando los caminos de grava y los senderos de los carritos de golf había pequeños bronces encantadores de flautistas, filas de chiquillos agradecidos que sonríen abiertamente, montones de pequeñines tomados de la mano, algunos con banjos, otros con cañas de pescar; y estatuas grandes también de bronce, como la pieza central del paseo circular delante de la casa de Michael, una estatua de Mercurio (el dios del comercio y los comerciantes), de treinta pies de altura, casco alado y caduceo y toda la cosa, en equilibrio sobre las puntas de los pies, la almibarada puesta de sol persistiendo en sus grandes nalgas de bronce, haciendo que su trasero parezca un muffin con mantequilla.

 

?

 

La casa de Neverland estaba llena de imágenes, muchas de ellas representando a Michael de tamaño natural, detalladamente ataviado, en poses heroicas con capa, espada, cuello volado, corona. El resto era una muestra de una especie de iconografía obsesiva, imágenes de Elizabeth Taylor, Diana Ross, Marilyn Monroe y Charlie Chaplin; y para el caso, de Mickey Mouse y Peter Pan, todos a los que, durante años, en lo que es menos una vida que una metamorfosis, él había venido pareciéndose físicamente.

¿Así que tú eres Wendy y Michael es Peter? –pregunté después a Elizabeth Taylor.

Sí, sí. Existe una especie de magia entre nosotros.

La amistad comenzó cuando, de la nada, Michael le ofreció boletos para uno de sus conciertos del “Thriller Tour” –por supuesto, ella pidió catorce boletos. Pero los asientos estaban en una cabina cerrada vip, tan lejos del escenario que “también podrías haberlo mirado en la tv”. En vez de quedarse, se llevó a su numerosa comitiva de regreso a su casa.

Al saber que se había ido temprano del concierto, Michael la llamó al día siguiente llorando y disculpándose por los malos asientos. Él permaneció en la línea, hablaron durante dos horas. Y luego hablaron todos los días. Pasaron las semanas, las llamadas continuaron. Los meses pasaron. “Realmente, llegamos a conocernos por teléfono, durante más de tres meses.”

Un día Michael sugirió que podría pasar por la casa. Elizabeth dijo: excelente. Michael preguntó: “¿Puedo llevar a mi chimpancé?” Elizabeth dijo: “Por supuesto, amo a los animales.” Michael se presentó de la mano del chimpancé, Bubbles.

Desde entonces somos muy amigos –dijo Elizabeth.

¿Ves mucho a Michael?

Más de lo que la gente pudiera imaginar, más de lo que yo me imagino –respondió. En Los Ángeles van al cine disfrazados, se sientan hasta atrás, de la mano. Antes de que pudiera formular una pregunta más específica, dijo: “Lo adoro. Dentro de él existe una vulnerabilidad que lo hace aún más querido”, manifestó Elizabeth. “Nos divertimos tanto juntos. Sólo jugando.”

O jugando un papel: ella Wendy, él Peter. En el vestíbulo de su casa hay un gran retrato de Michael Jackson, que tiene inscrito: “A mi auténtico amor, Elizabeth. Te amaré siempre, Michael.”

Ella le regaló un elefante vivo. Su dermatólogo, el Dr. Arnie Klein, me mostró una foto de una fiesta tomada en Las Vegas: Michael se ve notablemente descolorido mientras le da a Elizabeth un regalo de cumpleaños, una chuchería con forma de elefante, del tamaño de una pelota de futbol, cubierta de joyas.

Lo que comenzó como una amistad con Michael Jackson se tornó en una suerte de causa en la que Elizabeth Taylor se convirtió en su casi única defensora.

¿Y su –busqué una palabra– excentricidad? ¿Te molesta?

Él es mágico. Y pienso que la gente realmente mágica tiene que tener esa excentricidad genuina. –No hay un solo átomo en su conciencia que le permita la más leve reacción negativa sobre Jacko.– Es una de las personas más cariñosas, dulces y genuinas que he amado en mi vida. Es parte de mi corazón. Y haríamos cualquier cosa el uno para el otro.

Esta Wendy más Wendy que Wendy, quien fue una preadolescente mundialmente famosa, que mantenía a sus padres desde los nueve años, dijo que había sido muy fácil relacionarse con Michael, quien también fue una estrella de niño, y a quien se le negó tener una infancia y, además, fue maltratado brutalmente por su padre. Había un barco a vapor “Katherine”, y una “Katherine Street” en Neverland; no había ninguna “Joseph Street”, ni nada que llevara el nombre de su padre.

 

2. Llamada telefónica

Hablará contigo si se lo pido”, me había dicho Elizabeth. Y en una señal convenida Michael me llamó, un día a las cuatro de la mañana. No había intervención secretarial de “Mr. Jackson en la línea”. Los titulares de los tabloides del supermercado eran “Jacko en observación suicida” y “Jacko en el loquero”, y uno fechado en Sudáfrica, “Wacko Jacko Rey del Pop hace paracaidismo acuático con un niño de trece años”. De hecho, él estaba en Nueva York, donde se encontraba grabando un nuevo álbum. Eso fue hace diez años, 1999.

Mi teléfono sonó y yo escuché “Habla Michael Jackson”. Era una voz agitada, no entrecortada, tímidamente infantil, trémula de ansiedad y servicial, no la de alguien de cuarenta años. En contraste con este sonido melodioso, su sustancia era más densa, como un niño ciego que te da direcciones explícitas en la oscuridad.

¿Cómo describirías a Elizabeth? –pregunté.

Ella es una tierna cobija caliente a la que adoro arrimarme y cubrirme con ella. Puedo desahogarme y confiar en ella. En mi negocio no puedes confiar en nadie.

¿Y eso, por qué?

Porque no sabes quién es tu amigo. Porque eres tan popular, y hay tanta gente alrededor tuyo. También estás aislado. Volverse famoso significa que te conviertes en un prisionero. No puedes salir y hacer cosas normales. La gente siempre está mirando lo que haces.

¿Has pasado por esa experiencia?

Ah, muchas veces. Intentan ver lo que estás leyendo, y todo lo que estás comprando. Quieren saberlo todo. Abajo siempre están los paparazzi. Invaden mi privacidad. Tuercen la realidad. Son mi pesadilla. Elizabeth es alguien que me ama, que me ama realmente.

Le insinué que ella era Wendy y tú Peter.

Pero Elizabeth es también como una madre, y más que eso. Es una amiga. Es la Madre Teresa, la Princesa Diana, la Reina de Inglaterra y Wendy. Tenemos picnics fabulosos. Es tan maravilloso estar con ella. Realmente puedo relajarme, porque hemos vivido la misma vida y experimentado lo mismo.

¿Que es…?

La gran tragedia de las estrellas infantiles. Nos gustan las mismas cosas. Los circos. Los parques de diversiones. Los animales. –Y ahí estaban su fama y aislamiento compartidos. –Eso hace que la gente haga cosas extrañas. Muchas de nuestras luminarias se intoxican por eso… no pueden manejarlo. Y tu adrenalina está en el zenit del universo después de un concierto… no puedes dormir. Tal vez son las dos de la mañana y estás totalmente despierto. Después de salir del escenario estás flotando.

¿Cómo lidias con ello?

Veo caricaturas. Me encantan las caricaturas. Juego maquinitas. Algunas veces leo.

¿Quieres decir que lees libros?

Sí. Me encanta leer cuentos y todo.

¿Alguno en particular?

Somerset Maugham –dijo rápidamente, y luego, haciendo pausa en cada nombre–. Whitman. Hemingway. Twain.

¿Y las maquinitas?

Me encantan X-Men, Pinball, Jurassic Park. Los de artes marciales: Mortal Kombat.

En Neverland jugué algunas maquinitas –dije–. Había una asombrosa, el Beast Buster.

Ah, sí, ese es fantástico. Elijo cada juego. Aunque ese es quizá demasiado violento. Por lo general me llevo algunos cuando salgo de gira.

¿Cómo te las arreglas? Son muy grandes, ¿verdad?

Ah, viajamos con dos aviones de carga.

¿Has escrito alguna canción con Elizabeth en mente?

–“Infancia.”

¿Es esa que pregunta “Has visto mi infancia”?

Sí, dice así –y melodiosamente recitó–: “Antes de que me juzgues, trata de…” –y luego cantó el resto.

¿No es la que oí sonar en tu carrusel de Neverland?

Encantado, dijo: ¡Sí! ¡Sí!

Continuó hablando sobre su infancia, sobre cómo, al igual que Elizabeth, estrellas infantiles, él solía apoyar a su familia.

Fui un niño que sostuvo a su familia. Mi padre tomaba el dinero. Dejaba un poco para mí, pero la mayor parte se guardaba para toda la familia. Yo sólo trabajaba todo el tiempo.

Así que no tuviste infancia, entonces; la perdiste. Si tuvieras que hacerlo otra vez, ¿qué cambiarías?

Aunque me perdiera mucho no cambiaría nada.

Puedo oír a tus niños en el fondo –el borboteo se había vuelto insistente, como el desagüe en una inundación–: ¿Si quisieran ser artistas y llevar la vida que tú has llevado, qué les dirías?

Pueden hacer lo que quieran. Si quieren hacer eso, está bien.

¿Cómo los criarías de una manera diferente de la que te criaron?

Con más diversión. Más amor. No tan aislados.

Elizabeth dice que encuentra doloroso mirar hacia atrás en su vida. ¿Tú lo encuentras difícil?

No en lo que toca a una visión general de tu vida en vez de a un momento en particular.

Esta forma oblicua y algo libresca de expresarse fue una sorpresa para mí… otra sorpresa estilo Michael Jackson. Me había hecho detenerme con “intoxicadas” y también con “el zenit del universo”. Dije: No estoy muy seguro de lo que quieres decir con “visión general”.

Como la infancia. No puedo verla. El arco de mi infancia.

Pero hubo algún momento en tu infancia en que te sentiste particularmente vulnerable. ¿Sentiste eso? Elizabeth dijo que ella sentía que era propiedad de los estudios.

A veces, realmente tarde en la noche, teníamos que salir… podría haber sido a las tres de la mañana, para trabajar en un show. Mi padre nos forzaba. Nos despertaba. Yo tenía siete u ocho años. Algunos de estos lugares eran clubes o fiestas privadas en casas. Teníamos que trabajar. Esto fue en Chicago, Nueva York, Indiana, Filadelfia… –añadió–, por todo el país. Podía estar dormido y escuchaba a mi padre: “¡Levántense! ¡Hay un show!”

Pero ¿no te emocionaba estar en el escenario?

Sí. Me encantaba estar en el escenario. Me encantaba hacer los shows.

¿Y la otra cara del negocio? Si alguien llegaba después del show, ¿te sentías incómodo?

No me gustaba. Nunca me gustó el contacto con la gente. Incluso hasta hoy, después de una presentación, odio conocer gente. Me vuelve tímido. No sé qué decir.

Pero hiciste esa entrevista con Oprah, ¿verdad?

Con Oprah fue duro. Porque era por tv… La tv está fuera de mi ámbito. Sé que todo mundo está mirando y juzgando. Es tan difícil.

¿Este sentimiento es reciente… que estés bajo la lupa?

No –respondió con firmeza–, siempre me he sentido así.

¿Incluso cuando tenías siete u ocho años?

No soy feliz haciéndolo.

Lo que me hace suponer por qué el hablar con Elizabeth durante un periodo de dos o tres meses por teléfono haya sido el modo perfecto de conocerse. O haciendo lo que hacemos ahora mismo.

Sí.

En algún punto, el uso que hizo Michael de la frase “infancia perdida” me impulsó a citar un pasaje de Germinal de A.E. (George William Russell): “En la niñez perdida de Judas/ Cristo fue traicionado”, y, del otro lado de la línea, escuché: “Wow.” Me pidió que le explicara el significado, y cuando lo hice insistió en que lo describiera detalladamente. “¿Qué clase de infancia tuvo Judas? ¿Qué le sucedió? ¿Dónde vivió? ¿A quién conocía?” Le dije que Judas era pelirrojo, tesorero de los Apóstoles, y que pudo haber sido un miembro de un grupo radical judío que pudo no haber muerto ahorcado sino que de algún modo se habría hecho explotar, todas las tripas de fuera. Veinte minutos más de textos bíblicos apócrifos con Michael Jackson, sobre la infancia perdida de Judas, y luego otra vez el susurro: “Wow.” ~

 

Traducción de María Lebedev

© Paul Theroux / The Sunday Telegraph

Derechos de reproducción exclusivos

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