Los niños de junio

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La plaza Emiliana de Zubeldía está rodeada de naranjos. De tantos frutos, las ramas de los árboles están a punto de vencerse. A principios de julio, aún están verdes. Cuando llegué el viernes 3, el aroma a cítrico de finales de la tarde era perceptible, liberado por el calor. Porque en Hermosillo el sol pega desde muy temprano y no cede sino hasta caer la noche. Así viven los sonorenses, con ese ímpetu heroico que tiene el norte de México, durante un siglo desconectado del centro del país; peleando por la supervivencia misma. Pero, a mediados de 2009, en la plaza Zubeldía la pelea es otra. Es aquí, justo en el corazón de la ciudad, en los límites de la Universidad de Sonora y a menos de un kilómetro del Palacio de Gobierno donde durante seis años despachó el priista Eduardo Bours, que los padres de los 48 niños muertos en un bodegón oscuro mal acondicionado como guardería han decidido montar una vigilia constante, todas las noches alrededor de las siete, para charlar un poco, verse las caras y compartir un luto tan abrumador que desafía cualquier descripción. Algunos querían, también, hablar de la justicia, que tarda tanto en asomar la cabeza. ¿Cómo presionar al gobierno local? ¿Cómo pedirle explicaciones al Seguro Social? ¿Sería conveniente acudir a la Suprema Corte para pedir una atracción que no por ser jurídicamente fútil dejaría de tener peso simbólico? Pero más allá del consuelo mutuo y la batalla jurídica contra el abrumador sistema de compadrazgos locales y federales, la mayoría de los padres se reunían en la Zubeldía para atender con esmero su altar.

 

Viernes 3 de julio, 6 de la tarde

Treinta pares de zapatos pequeñitos descansan, adheridos con pegamento industrial, en el centro de la plaza. Minúsculos botines ortopédicos, tenis juguetones con la imagen del Hombre Araña, coquetas sandalias blancas para lidiar con el calor hermosillense. Todos pegados en un círculo perfecto, como trazado con compás. Los tacones alineados y las puntas ligeramente levantadas. Es el calzado de algunos de los niños que, al mediodía del 5 de junio, perdieron la vida en una de las guarderías subrogadas por el IMSS en el estado de Sonora. Esta, la ABC, había operado desde 2001 en una bodega industrial de gruesas paredes y sin suficientes salidas de emergencia. A un costado de la guardería, donde los dueños de los zapatos habían aprendido a cantar, a atarse las agujetas, a dejar finalmente los pañales, había un almacén de la Secretaría de Finanzas estatal. En algún momento de la mañana del día de la tragedia, una chispa alcanzó los documentos hacendarios e inició el fuego. Sin alarmas contra incendio, nadie pudo darse cuenta del peligro, inminente e implacable. Cuando las llamas y el humo se extendieron al local de junto, donde dormían decenas de bebés y niños, alineados como ahora están sus zapatos, ya era demasiado tarde. El colapso del poliuretano pegado al techo convirtió aquello en un infierno. Y los niños dejaron para siempre de gastar estas suelas, hoy pegadas al piso de su ciudad natal como quien se ha obligado a echar raíces en el concreto.

Los zapatos de los niños enmarcan un grupo de tubos de cartón pintados de blanco, abrazados unos a otros con elástico. Ahí los padres han escrito leyendas para sus pequeños. Todas, de una manera u otra, hacen referencia a Dios. “Dios es bueno”, dice un rayón en verde. “Él sabe por qué hace las cosas”, dice otro. Algunos testimonios prefieren concentrarse en el dolor de perder a un niño de dos o tres años de edad, la orfandad a la inversa que debe provocar enterrar a un hijo. A los tres años, un niño platica, se queja, coquetea; muestra la promesa de lo que puede llegar a ser. No es, en suma, un bebé. Y eso se nota en las leyendas que los padres han puesto ahí, en los cartones de la Zubeldía. “Te extrañaremos. ¡Tú no dejes de jugar!”, dice uno. Otro más le pregunta a su hijo por qué, de entre todo lo que un hijo le enseña a su padre, olvidó decirle cómo se vive sin él. Y ahí, en medio de todo, hay un poema que alguien ha pegado con cinta adhesiva a los tubos. Este no es de uno de los deudos sino de un ciudadano común y corriente, un sonorense más que, como miles otros, fueron a la Zubeldía en los días posteriores a la tragedia para mostrar su solidaridad. Habla de amor y de resignación, de compañía y de “ángeles en espera”, como les llaman los padres a los pequeños fallecidos, ángeles en espera de justicia y, queda claro, del reencuentro familiar, algún día, en el más allá. El autor del poema lo firma “con mucho respeto”. Junto al texto cuelga, como una uva, el bulbo intocado de un chupón azul.

Después de unos minutos me siento en una banca bajo un naranjo. Frente a mí pasan en silencio varias personas; todas se detienen a leer algunos de los mensajes escritos sobre el altar o alguno de los artículos de la prensa local y nacional que los padres, haciendo un notable esfuerzo económico, han ampliado en mantas de vinil. Textos de El Imparcial y El Expreso, los dos diarios hermosillenses. Una pieza de Monsiváis. Todas claman justicia. De pronto, junto a mí se sienta una mujer muy joven.

 
 

Lleva un libro y un pequeño bolso. Viste una camisa roja con un logotipo a la altura del pecho. Apenas ha salido de trabajar, supongo, y ha venido a respirar antes de tomar un camión rumbo al descanso. Le pregunto por el altar, por los zapatos. “Sí”, me dice, “lo pusieron los padres. De hecho, una de ellas era mía.” Adriana es la madre de Yoselín Valentina, una niña de dos años y ojos grandes fallecida pocas horas después del incendio. Adriana es madre soltera. “El padre de la niña la conoció hasta que fue a verla ahí”, dice Adriana. Le pregunto por el libro que lleva consigo mientras espera a que lleguen el resto de los padres para la reunión diaria en la plaza. Se llama Una luz que se apaga, de Elisabeth Kübler-Ross, un best seller en cuya portada se lee: “una obra que nos ayuda a encontrar la paz que viene de enfrentar, comprender y aceptar la muerte de un niño”; una especie de abecé para los padres de la Guardería ABC. Adriana confiesa que al principio no quería leerlo pero ahora lo hace cuando puede. Quiero saber dónde lo consiguió. “Nos lo mandó de regalo la esposa del gobernador”, responde mirando las sombras minúsculas que, al atardecer, caen desde la punta de los zapatos sobre la plaza.

 

 

Sábado 4 de julio, mediodía

El mediodía sonorense es inclemente. Con el sol en su apogeo, el calor rebasa, por mucho, los cuarenta grados. Pero eso no da pausa a la gente que, aprovechando el día de descanso, se prepara para acompañar, por la tarde, a los padres de los niños a la última marcha antes de la elección del domingo. Varias personas se han dado a la tarea de arreglar las 48 cruces blancas de madera que, con los nombres de los niños adheridos, forman una especie de cementerio sobre la plaza. Las de los varones llevan un filo azul; las de las niñas, rosa. Para la mañana del sábado, los desconocidos arreglan y revisan las cruces. Las tocan como si fueran reliquias. Ninguno de los presentes es padre o familiar de los niños fallecidos. Son ciudadanos comunes y corrientes, de esos que, por miles, saldrán a las calles horas después. María Elena Salas va con sus hijos y acepta que “la vida en Hermosillo ha cambiado totalmente” desde la tragedia: “se siente la impunidad que hay porque no ha habido justicia”. Junto a ella camina una mujer que, ante la grabadora, prefiere omitir su nombre. Dice haber venido varias veces a la plaza Zubeldía: pasa en el camión todos los días y decide bajar para “ver todo esto” a pesar de que la escena –los zapatos, las cruces, los nombres– invariablemente la hacen llorar. Más allá de mis interrupciones, nadie dice nada.

Es entonces cuando irrumpe, en el duelo, la realidad política. Sonora es un bastión priista; completamente “controlado”, como me diría el periodista local Juan Carlos Zúñiga, por Eduardo Bours. Hasta antes de la tragedia, de la muerte de los 48 niños, el PRI tenía en la bolsa el proceso electoral: el candidato de Bours, un ganadero callado y hasta tímido llamado Alfonso Elías Serrano, parecía seguro ganador. Pero las cosas han cambiado desde entonces. Guillermo Padrés, el candidato panista, está arriba en las encuestas por un par de puntos. Y la alternancia, para el PRI sonorense, sería una catástrofe. Desesperado, Bours ha intentado culpar al Seguro Social de lo ocurrido. Sabe que sólo si logra que la sociedad sonorense responsabilice por entero al gobierno federal, conseguirá la victoria de su candidato. En ese contexto, de pronto, un hombre sube a una escalera en la plaza Zubeldía y, frente a todos, comienza a colgar una enorme manta que vuela de poste a poste: “IMSS: tú eres el único culpable!!”, se lee. De inmediato, una pareja cercana a Abraham Fraijo, uno de los padres más activos, se acerca al hombre que arrea la manta. Ella, una mujer robusta y de voz firme; él, un estudiante de historia también cercano a la familia Fraijo. “Es muy ofensivo; no hay respeto ni por el duelo de los padres ni por el movimiento tampoco”, me dice él, haciendo referencia al Movimiento Ciudadano por la Justicia 5 de Junio, creado ex profeso tras la tragedia. El hombre que cuelga la manta dice que Germán León, uno de los padres, es quien la ha mandado colocar. Pero los presentes no le creen: “esto parece del gobierno del estado”, me dicen. Ambos creen imposible que alguno de los padres haya ordenado hacer una manta de ese tamaño y con semejante leyenda. “El movimiento sí es político porque vivimos en sociedad, pero el movimiento es apartidista”, me explican. “El asunto de la elección y los partidos no se toca. El tema que se desarrolla en todas las reuniones es el apoyo a los padres y la justicia.”

 

Sábado, 6 de la tarde

Se acerca la noche. Treinta mil personas vestidas de blanco caminan por las calles de Hermosillo, una demostración de solidaridad ciudadana nunca antes vista en la capital de Sonora. Hay estudiantes, abuelos, gente de todas las edades. Y niños, muchos niños: andando mano a mano con sus familiares, alertas a lo que ocurre subidos en sus carriolas. Todos acompañan a los padres de los niños fallecidos, casi un mes antes, en la guardería ABC. Al frente de la manifestación silenciosa avanzan, con aplomo y solemnidad, los familiares.

 
 

Todos cargan pancartas y fotografías de sus hijos. Julio César, papá de Yeyé. Abraham, padre de Emilia. El único sonido que guía la marcha es el retumbar de los tambores que, cada veinte segundos, anima al contingente a seguir adelante. “Qué harás allá arriba, siendo tan pequeña”, dice una de las mantas. “Ángeles en espera de justicia”, dice otra. La familia de Pauleth Daniela Coronado ha hecho una pancarta con el rostro de la pequeña y un “te extrañamos” en color azul. Todos llevan playeras con el rostro de su niño en el centro del pecho. De pronto, una mujer enciende su teléfono celular y oprime una tecla. Del minúsculo aparato surge la voz de un pequeño que canta una melodía a todo pulmón, la única manera en que saben cantar los niños. Es el último recuerdo de su hijo, este cantar de “Pin Pon es un muñeco” guardado en un circuito electrónico. La mujer repite la canción una y otra vez. A cada esquina se suma un nuevo grupo de dolientes. Es la primera vez, me dicen, que la sociedad civil de Hermosillo sale a las calles así. El único precedente, una marcha hace años de un grupo de madres de familia que salieron a dar cacerolazos. Eran, cuando mucho, quinientos. Hoy, en las calles de Hermosillo, hay treinta mil personas. El equivalente de una manifestación de medio millón de capitalinos en las calles del Distrito Federal. Diego Osorno, colega de Milenio, me hace notar un elemento que sirve de contraste durante todo el trayecto: ahí, de los postes de luz, cuelgan los pendones con los rostros de los políticos. Todos les sonríen a los manifestantes. El dolor contra la sonrisa; el más genuino dolor humano frente a la simulación.

 

 

Sábado, 7 de la noche, Abraham

Abraham Fraijo ha luchado por la justicia desde el primer día. Ha viajado a México exigiendo justicia, dado entrevistas, hablado con lucidez y templanza. No cae en la tentación de la venganza, ni siquiera política. “El día de la elección la gente tiene que votar por el partido de su preferencia”, me dice mientras camina con el rostro de su hija Emilia sobre el corazón: “En lo personal a mí ni me favorece ni me afecta quién queda, siempre y cuando hagan su trabajo, que es para lo que se les paga. Yo mañana voy a ir a votar.” Emilia Fraijo Navarro tenía tres años. Era una niña profundamente alegre, enamorada de la música y el baile, famosa por tener una memoria prodigiosa a la hora de recordar las canciones que aprendía en la guardería que, a final de cuentas, sería su tumba. Tenía, es evidente, las facciones de su padre; la misma mirada decidida. Unos días después de la muerte de su hija, Abraham se tatuó el nombre de la pequeña. “Unos días antes que falleciera estuvimos dibujando sus manos y sus pies y yo tenía la idea de tatuarme sus manitas en los hombros”, dice el joven hermosillense sin dejar de mirar al frente: “pero cuando pasó esto preferí el nombre y sus catarinas”. Le pregunto si ese era su animal favorito. “No”, me explica, “lo que pasa es que le gustó mucho un trajecito que usó en un festival y luego en su cumpleaños. Ella decía que era catarina mariquita. Duró una semana con el traje hasta que rompió las mallas y todo sucio se lo tuvimos que quitar”. Abraham Fraijo se dedica al mantenimiento industrial y aspira a trabajar en “la Ford”.

 

Domingo 5 de julio, 10 de la mañana

Mientras Guillermo Padrés, el candidato panista, vota en su casilla en un pequeño parque en una zona residencial de Hermosillo, un grupo de niños juega con su perro. Lo han pintado de azul para apoyar al PAN, pero el pobre animal parece un desconcertado algodón de azúcar. La madre de los pequeños los mira preocupada. “Tengo un bebé de la edad”, me dice de la nada. “Lo que pasó me afectó mucho. Me pongo en el lugar de los papás y es algo indescriptible.” En el día de la elección esta joven hermosillense, que no debe tener más de treinta años y ya tiene tres hijos, está segura de que la tragedia cambiará el rumbo político de su estado: “He oído comentarios de la gente, parece que todo mundo está votando por un partido.” En la calle, mientras tanto, un vendedor ofrece raspados que se venden como lo que son, un oasis en el calor sonorense. Una de las entusiastas compradoras se identifica como enfermera en el hospital Cima de Hermosillo, una de las clínicas que recibieron a los niños el 5 de junio. Le asusta la grabadora pero accede a contar su historia. Muchos niños, me dice, “llegaron con la piel derretida y boqueando”. Y la clínica no se daba abasto. A una de las maestras tuvieron que acostarla en el suelo, lo mismo que a algunos pequeños. Como costalitos, alineados unos con otros. Le pregunto por qué no ha contado esta historia antes. “Porque nos dijeron que no podíamos hablar”, me responde.

 

Domingo, 7 de la noche

El equipo de campaña de Alfonso Elías Serrano, el candidato priista al gobierno de Sonora, está seguro de haber triunfado en las elecciones. Uno de los asesores de comunicación de Elías me explica que la campaña logró reponerse al “manejo que hicieron los medios de lo de la guardería”.

 
 

Para él, todo ha sido una conspiración: la marcha, las lágrimas, la cobertura de los medios, mi propia presencia en Hermosillo, supongo. Hay, me dice, un periódico en Hermosillo que, enseñando el cobre panista, osó publicar una doble página cubriendo la manifestación de los padres de la ABC. “A todo eso nos repusimos”, asegura. Minutos después, Elías Serrano sube al escenario donde, durante una hora, ha estado cantando una banda sonorense. El maestro de ceremonias trata de animar a la gente. “¡Sube, Sonora, sube!”, grita y grita. El candidato toma el micrófono. Lo rodean sus tres hijos adolescentes y su esposa. Y habla –o trata de hablar, porque no nació para orador– durante no más de diez minutos. Mientras lo escucho, espero la mención de los niños fallecidos. Aunque aún no es segura la victoria de este hombre, pienso, alguna referencia hará a lo ocurrido justo un mes antes. Aunque sólo sea por respeto, supongo. Aunque sólo sea como un mero gesto político, asumo. Pero me equivoco. A Elías Serrano, el candidato del gobernador Eduardo Bours, no le pasa por la cabeza dirigirse a los padres ni recordar a los 48 niños quemados y asfixiados a veinte cuadras del lugar de la celebración electoral. Elías Serrano termina de hablar y los fuegos artificiales revientan a un lado del escenario. Luego los papelitos de color rojo. El candidato baja del templete y desaparece dentro de su casa de campaña. “Ganamos”, me asegura el asesor aquel mientras, sudando, se quita el sombrero.

 

 

Lunes 6 de julio, 8 de la mañana

El Programa de Resultados Preliminares da una ventaja irreversible a Guillermo Padrés, candidato panista a la gubernatura de Sonora.

 

Lunes, 9 de la mañana

Tras la derrota, Eduardo Bours ha convocado a una conferencia de prensa. Después de un desayuno norteño de lujo cortesía del gobierno sonorense, los periodistas entramos a la sala. Cinco minutos después lo hace Bours. Vestido impecablemente, el gobernador lleva los ojos tan rojos como la corbata. Un colega le pregunta la razón del descalabro del PRI. En ese instante, Bours recibe su cita con la historia, la oportunidad de hacer lo que no ha logrado desde la tragedia: dignificar, con humildad, su papel en lo ocurrido; sacar la cabeza del miasma político. Pero toma otro camino. Para el gobernador sonorense, la derrota priista no tiene nada que ver con el dolor de la gente de Hermosillo. Todo se debió, dice, al “manejo que se le dio al caso de la guardería del 5 de junio, que sin duda hizo que alguna gente no saliera a votar”. Ese “manejo”, dice Bours, no ayuda a que “la gente participe”. Cerca del final de la conferencia, alguien le pregunta al gobernador si tiene, aún después de la derrota del día anterior, algún futuro en la política (pretendía, después de todo, luchar por la presidencia en 2012). Bours hace una pausa interminable antes de responder: “Yo sólo pienso hoy en día en terminar mi periodo. Ya después de septiembre veremos qué es lo que sigue. Gracias.” Y, con eso, Eduardo Bours Castelo desaparece. Unos días más tarde asegurará que “duerme como un bebé”.

 

Miércoles 8 de julio, 6 de la tarde

En la ciudad de México Daniel Karam entrega la lista detallada de los dueños y socios de las casi mil seiscientas guarderías subrogadas por el IMSS. Del total, sólo el 2% ha sido entregado por licitación; el 98%, por asignación directa. Sólo 2%.

 

Lunes 13 de julio, 2:30 de la tarde

Un grupo de padres de familia ha llegado desde Hermosillo a la ciudad de México, ansiosos por conocer la decisión de la Suprema Corte: ¿atraerá o no el caso de los niños fallecidos? Ahí, en la Corte, está Catalina Soto, la maestra titular de la Comisión de Derechos Humanos y Universitarios en la Universidad de Sonora. Una mujer generosa que, sin deberla ni temerla, se ha echado al hombro la responsabilidad de ser vocera del movimiento por la justicia. Su tarjeta de presentación dice “Profesor de tiempo completo”. Y ahí está Abraham, con su mochila al hombro y con una pequeña foto de Emilia asegurada con un broche a la playera. Unas horas antes Fraijo había publicado en internet un video de su hija. Durante los últimos segundos, en una leyenda en rojo, los padres de Emilia le piden que siga siendo quien era: “¡Baila, Emilia, baila!” En la capital Abraham espera el primer triunfo, la primera respuesta alentadora de la justicia de su país. Pero tendrá que ser otro día: la Corte ha decidido irse de vacaciones antes que estudiar el caso. Que el expediente no está listo, les dicen. “Estoy muy decepcionado, la verdad”, me asegura Abraham. “Confío en que los ministros van a tomar una decisión unánime para aceptar el caso. Pero me indigna la tardanza. Los culpables han tenido mucho tiempo para esconderse. En vez de postergar la decisión yo, como humano, hubiera postergado mis vacaciones.” Gracias, Abraham, le digo. “Por aquí estamos en la ciudad, ya sabes… tienes mi teléfono.” Un par de horas después Abraham –y Emilia– suben al avión, de vuelta a los naranjos de Hermosillo. A mediados de julio, me dicen, la fruta está ya madura. ~

 

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(Ciudad de México, 1975) es escritor y periodista.


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