El idiota de la familia. Así tituló Sartre su ensayo sobre Flaubert, Calvino dijo que el escritor era el idiota de la familia, el que no sabía hacer nada práctico, el que no iba a heredar la empresa, digamos. Prefiero esa idea a la solemnizada de la cita de Miłosz, esa de que cuando un escritor nace en una familia, esa familia está acabada. Veronica Raimo (Roma, 1978) desmiente también esa cita en Nada es verdad (Libros del Asteroide, 2023, traducción de Carlos Gumpert): “En realidad la familia saldrá adelante sin mayor problema, como siempre ha ocurrido desde la noche de los tiempos, mientras que quien acabará mal parado será el escritor en su desesperado intento de matar a madres, padres y hermanos, solo para volvérselos a encontrar inexorablemente vivos”. Nada es verdad puede leerse como la respuesta de Raimo a la pregunta de cómo escribir de la familia, de la concreta propia y de la idea de familia, si es que se puede hablar de una sin pensar en la otra.
La casa colmena, la madre geolocalizadora y el abuelo que ayuda a hacer caca. La familia de Raimo no es mucho más peculiar que cualquier otra familia. Como en todas, mirados de cerca, sus miembros son excéntricos –si crees que en tu familia no hay un excéntrico, es que el excéntrico eres tú–. El padre levanta tabiques en el piso hasta convertirlo, según la narradora, en una especie de casa colmena; el padre ahora está muerto y parte importante del libro es la muerte del padre y cómo responde la narradora a eso, también literariamente: “Pero ¿por qué todas las novelas italianas tratan sobre lazos familiares?”; le pregunta una amiga. Y sigue: “Y siempre hay un duelo. Parece como si la muerte la hubieran descubierto ellos.” La narradora dice: “Me reí con la vergüenza de quien ha sido sorprendido in fraganti”. La madre de la narradora tiene varias singularidades: escucha la radio todo el tiempo, es capaz de localizar a sus hijos en casi cualquier lugar y llamar por teléfono allí –estamos hablando de antes de que hubiera teléfonos móviles, claro– y cuando no consigue encontrar a su hijo, el hermano de la narradora, cree que ha sido secuestrado, que está siendo torturado y que su muerte es tan inminente como inevitable. También se empeña en construir una falsa vocación infantil en su hija: le gusta decir que dibujaba de niña. Como vestigio de aquel don, hay dos cuadros en el pasillo; lo que no sabe la madre es que la narradora los robó y fingió que los había hecho ella. En fin, nada es verdad, salvo la caca, ese cable a tierra. La narradora sufría de estreñimiento. “Desde muy pequeña, ir al baño ha sido una experiencia muy angustiosa para mí. […] Quien nunca haya estado estreñido no puede comprender el tormento exasperante de esos larguísimos minutos, el lento deslizamiento hacia la desolación de un tiempo vacío. […] A veces oigo a algunos escritores hablar de su sensación de desaliento cuando se enfrentan a la página en blanco. Como es natural a mí también me pasa, pero por muy mortificante que sea siempre hay algo demasiado heroico en esa imagen. La sensación de desafío, la fe en el acto creativo que nos compensará de todo. Mi desaliento es diferente”. De ese sufrimiento, de la comprensión de ese sufrimiento más bien, se alimenta la complicidad con su abuelo Peppino, de quien dice que “era el único que había intuido mi íntimo sufrimiento”; la confianza con el abuelo era previa: “De niña pasaba un montón de tiempo con mi abuelo Peppino. Mis padres me dejaban allí durante semanas y, cuando volvían a recogerme, yo me agarraba lloriqueando a su pierna mientras él seguía fumando impertérrito, con el cigarrillo completando la mueca de su boca”.
El sexo, los novios, los hijos de las amigas y el hermano escritor. Como el hermano de Raimo también es escritor, a veces se subcontratan encargos. Es el hermano el que hace la reseña elogiosa que firma ella sobre una novela horrenda de una escritora famosa que publica en la editorial donde ella va a sacar un libro. Por supuesto, esa pieza no resulta en una colaboración estable con el periódico, ni hace que la escritora escriba algo elogioso sobre su libro –de hecho ni la reconoce– y tampoco cobra la pieza. A su hermano en cambio Veronica sí le paga: 500 euros. Otro de los temas del libro es el sexo: tabú en casa deriva en situaciones cómicas por ridículas, como cuando le dice a un noviete que quiere perder la virginidad con él y él le dice que ya se han acostado: ¡era eso!, piensa la narradora. Veronica no quiere tener hijos, para desdicha de su madre, que se empeña en comprar bodies de bebé. Ve cómo todas sus amigas, hasta tíos que pudieron ser sus amantes en el pasado han sido padres, tienen hijos y ella desaparece. El libro, de hecho, está dedicado a las tres amigas que aparecen en el texto. Hay un distanciamiento doloroso, casi como una ruptura, con Cecilia, a la que la narradora y protagonista quizá haya traicionado al entrar en el mundo profesional de los libros, una traición a los ideales, digamos.
La verdad. Raimo habla de muchas cosas en este libro, o mejor dicho, utiliza muchos asuntos para tratar de explorar dos cosas: una es el tema de cómo escribir de la propia familia, y la otra es la relación con la verdad, con los hechos. Lo que viene a decir Raimo es que la verdad de su libro no es una verdad fáctica, sino una verdad solo en el libro, que dura lo que dura la lectura y solo existe dentro del libro. Por eso no termina por desvelar el misterio sobre si su padre tuvo una relación con otra mujer o no. El camino de Raimo es el de la imaginación a partir de los recuerdos y los huecos que quedan.