Ante determinadas crisis políticas conviene recordar que no todos los problemas constitucionales son competencia de la justicia constitucional, y que la garantía de la normalidad constitucional, en un sentido amplio, no descansa en exclusiva en el Tribunal Constitucional, sino que, en la mayoría de los casos, resolverlos incumbe a otros actores institucionales. En todo caso, también sabemos que si no existe una conciencia de que la normatividad de la Constitución se cumple en contextos donde se ha producido un conflicto político, el riesgo de quiebra, de desintegración social, es evidente. Así, el juicio sobre la constitucionalidad de una futura ley orgánica de amnistía para la normalización institucional, política y social en Cataluña, cuya competencia radica de forma exclusiva en el Tribunal Constitucional, no será un juicio cualquiera, sino que tendrá una trascendencia singular en nuestro Estado constitucional. Se trata, al fin y al cabo, de una muy excepcional ley de amnistía política en una democracia que nos plantea un problema de interpretación constitucional, en el que, al contrario de lo que transmite su exposición de motivos, escrita en un tono defensivo, casi de contestación a una demanda de inconstitucionalidad, el juez constitucional carece, por las razones que daré, de un marco de referencias claro.
La primera de ellas es que no existe una regla inequívoca en la Constitución que prohíba o permita aprobar una ley de amnistía a las Cortes Generales. Existe, como es sabido, una prohibición de indultos generales, que tiene como destinatario al gobierno, pero no una prohibición al legislador de amnistiar delitos, ni tampoco, como en otros ordenamientos, una competencia explícita a su favor para ello.
En segundo lugar, cabe advertir que en la doctrina constitucional está lejos de existir un consenso respecto a la adecuación constitucional de esta medida de gracia. En el trabajo monográfico más exhaustivo y citado sobre la cuestión, publicado por el profesor César Aguado, se defiende su constitucionalidad de forma argumentada. Otros autores que han profundizado en el estudio del derecho de gracia, como Juan Luis Requejo, también han aceptado, aunque de forma muy excepcional, su viabilidad, pero no son pocas las voces que antes y hoy niegan de forma tajante la cobertura jurídica de una medida de este signo. El servicio de letrados del Congreso y el mismo gobierno asumieron de forma inequívoca esta presunción fuerte de inconstitucionalidad respecto a la amnistía la pasada legislatura. Y el propio legislador del Código Penal de 1995 no incluyó dicha amnistía entre las causas de exención de responsabilidad que este prevé.
En tercer lugar, al contrario de lo que se expresa en la exposición de motivos, no existe en la jurisprudencia del Tribunal Constitucional ningún precedente que nos informe de forma clara sobre la constitucionalidad de una ley de este tipo. La única sentencia que profundiza en el significado de la institución, la 147/1986, lo hace tomando como referencia una ley de amnistía preconstitucional aprobada por las propias cámaras constituyentes que tiene un fundamento específico, e intransferible, como norma de tránsito de una dictadura a la democracia. Inútil y pueril me parece igualmente la alusión que se hace a leyes preconstitucionales y normas reglamentarias que mencionan el término “amnistía”, para cerrar favorablemente la discusión, pues estas normas, en todo caso, serían objeto y no parámetro de la constitucionalidad. Del mismo modo, tampoco creo que el debate pueda cerrarse haciendo una interpretación originalista de nuestra Constitución, de la que se deduzca que, por el hecho de que en el proceso constituyente fuera rechazada una enmienda que otorgaba a las Cortes Generales la potestad de hacer amnistías, esta posibilidad haya quedado excluida. Es cierto que dicha enmienda existió y fue rechazada, pero también que no hay en el debate constituyente una discusión en profundidad sobre la amnistía que nos pueda hacer concluir de forma inequívoca que se descartó dicha opción.
Finalmente, no creo que el derecho comparado al que se acude tenga especial relevancia en esta discusión. Nos puede servir para desdramatizar la disyuntiva entre amnistía o Estado de derecho, pues la institución existe en países sobre los que nadie puede poner en duda esta cualidad, pero en todos ellos hay, a diferencia de nuestro caso, o bien un reconocimiento constitucional expreso de la medida que tiene su fundamento en causas estrictamente relacionadas con su historia nacional, o se trata de amnistías que sirven como ajuste en el ejercicio del ius puniendi del Estado tras modificaciones en el Código Penal. Del mismo modo, el derecho de la Unión o la jurisprudencia del Tribunal Europeo de Derecho tienen para mí una incidencia relativa en este debate. La aceptación supranacional de la amnistía no condiciona a favor el juicio sobre su constitucionalidad en nuestro marco jurídico.
En mi opinión, el juicio de esta ley inevitablemente va a estar determinado, primero, por la compresión que el juez constitucional haga de la competencia de las Cortes Generales, a partir de su posición central en el sistema democrático, para atender a un fin excepcional, como sería la necesidad de superar y encauzar el conflicto político y social vivido en Cataluña. Algo que implica también, como inteligentemente ha visto Josu de Miguel, dar respuesta a la pregunta de si amnistiar es una función parlamentaria específica, distinta de la legislativa, y que requiere, como él defiende, un explícito reconocimiento constitucional del que carece en nuestro ordenamiento. Y, en segundo lugar, será determinante la valoración que, considerando los términos en los que la ley se apruebe, se haga del impacto que pueda tener sobre elementos centrales de nuestro Estado constitucional, tales como el principio de igualdad ante la ley o el principio de exclusividad jurisdiccional, aunque este último considero que, en tanto se proyecta en el marco de la ley y es la propia ley la que detrae unos hechos de cualquier responsabilidad, no se vería afectado de la misma forma que sí lo es la igualdad constitucional.
Ya he sostenido en alguna ocasión que, atendiendo a ese lugar central que las Cortes Generales disfrutan para determinar las necesidades del interés general y en ausencia de una prohibición expresa, la interpretación que más me convence es que, en supuestos de absoluta excepcionalidad y como forma de garantizar la propia normalidad en la vigencia de la Constitución y la convivencia política, la amnistía, en tanto no expresamente prohibida por la Constitución, es una institución que cabe en nuestro ordenamiento. Se trataría de un acto magnánimo del Parlamento, radicalmente excepcional y en aras del interés general. Si bien es tan intensa la afectación a la igualdad constitucional que no podemos hablar aquí de presunción de constitucionalidad, sino al contrario: pesa sobre el legislador la carga de probar la licitud de tal diferenciación. La propuesta de ley de amnistía que conocemos apela en último término a esa normalización política, y delimita para ello su aplicación temporal y materialmente, de forma muy amplia, a los actos susceptibles de responsabilidad penal, contable o administrativa que se hayan llevado a cabo en el marco temporal de las dos consultas inconstitucionales promovidas por el independentismo, desde el 1 de enero de 2012 al 13 de noviembre de 2023. Un marco temporal que, por extenso, genera serias dudas de constitucionalidad al ser difícil de justificar la necesidad y adecuación, la proporcionalidad, en suma, de que la amnistía ampare conductas punibles ya muy lejanas a 2017 o solo remotamente conectadas con la celebración de las consultas inconstitucionales.
A pesar de los esfuerzos técnicos para precisar los hechos que son objeto de gracia, esta amnistía se enfrenta además a diversas objeciones que se sitúan entre la política y el derecho constitucional, y que van más allá de que habría sido de esperar que una medida de este significado contara con el acuerdo parlamentario de los dos grandes partidos nacionales y una inequívoca renuncia a la unilateralidad de los afectados. Una ley de amnistía que hubiera incorporado a los 137 diputados del pp sería de hecho, en términos de legitimidad, expresión de una legislación cuasi constitucional.
Toda amnistía implica un riesgo de descalificación del régimen político en tanto estatuye una excepción radical a la igualdad jurídica y redimensiona la competencia de órganos como el ministerio fiscal o el poder judicial ante determinados hechos. Pero el problema de esta amnistía, tal y como se ha gestado, es que impugna además la credibilidad en ciertas ficciones que son básicas en el normal funcionamiento de nuestro sistema constitucional. Impugna la ficción de que nuestro proceso democrático está basado en la representación política y que las cuestiones que determinan el proyecto de país de quienes concurren a las elecciones son parte del programa que es conocido por los ciudadanos y discutido en campaña. Esta convención se ha quebrado a partir del momento en que el partido que propone hoy la ley de amnistía negó en campaña la oportunidad y constitucionalidad de esta medida que ahora impulsa como trascendental.
En segundo lugar, también impugna la ficción de que son las Cortes Generales las que determinan la voluntad de la ley, a través de procedimientos parlamentarios caracterizados por su publicidad. El que la negociación de este articulado, en el que nada menos se plantea una amnistía política, se haya producido con la opacidad propia de los negocios jurídicos privados, en el contexto de una negociación de investidura, con un gobierno en funciones y un Parlamento sometido a condición disolutoria, no solo quiebra la credibilidad de la función parlamentaria y mella su legitimidad, sino que también plantea la cuestión de hasta qué punto es compatible con la interdicción de la arbitrariedad una amnistía en la que los propios afectados han delimitado los términos de su aplicación. La sombra de la autoamnistía se proyecta así sobre la tramitación parlamentaria de esta ley.
Después de la que será una costosa y dilatada tramitación parlamentaria, esta ley será objeto de recurso de constitucionalidad y, seguro también, de distintas cuestiones por parte de los órganos judiciales competentes. Y aquí creo que es necesario hacer el esfuerzo, digamos, de vernos como somos y asumir la realidad. El fallo del Tribunal Constitucional, que se va a producir, como hemos visto, en un marco sin precedentes judiciales claros y con una doctrina constitucional dividida, tendría que jugar un papel determinante no solo para iluminar jurídicamente a través de la interpretación constitucional este debate, sino también para integrar el conflicto político que la huella de esta ley provoca. Ahora bien, también la propia ficción de la justicia constitucional padece en este caso. Y es así porque la credibilidad de una institución arbitral no puede ser inmune a la férrea segmentación ideológica en que está instalada la aritmética con la que el tribunal decide (7 vs. 4). Pero también porque no puede pedirse a la ciudadanía que asuma acríticamente, en este caso, la participación en este juicio de quienes desempeñaron para el partido que hoy promueve la ley importantes funciones de gobierno la pasada legislatura, y el hecho de que aún no haya sido nombrado por el Senado el magistrado número doce. En este proceso, en el que tan importante sería la credibilidad de la justicia constitucional, tampoco podremos darla por descontado. En definitiva, tendrá que ganársela en un contexto muy adverso, en el que será difícil diferenciar para una ciudadanía ya incrédula la obligada deferencia de la justicia constitucional hacia las Cortes Generales, de la afinidad de la mayoría del Tribunal hacia un gobierno que solo por esta cuestionada ley ha podido formarse. ~
es profesor titular de derecho constitucional en
la Universidad de Sevilla y autor de La libertad del artista. Censuras,
límites y cancelaciones (Athenaica, 2023)