La ficción rugosa

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Hace tiempo, mientras comía en un restaurante con un amigo, pasaron frente a nosotros, en menos de una hora, cuatro mujeres pelirrojas, todas jóvenes y atractivas. No es fácil encontrar pelirrojas en nuestra ciudad, mucho menos atractivas y en el breve espacio de sesenta minutos. Podríamos encontrar una explicación banal: eran hermanas; otra menos obvia: había un casting para un filme, y la peor (por fantástica y onírica): era una simple y llana coincidencia. El tema era propicio para un cuento que nunca escribí, pero sirva como pórtico para comentar una lectura a destiempo:

Hace unos días encontré arrumbada en un montón de libros en barata la edición de Cosmos de Witold Gombrowicz publicada en 1982 en Seix Barral/Biblioteca Breve y editada originalmente en 1969 –año de la muerte del escritor– en la traducción maestra de Sergio Pitol. Por un precio casi ridículo me hice de una novela que me atenazó con su extraña prosa irónica y despojada, rasgos propios del incomparable tono del maestro polaco, que gracias a la generosidad de su traductor veracruzano se trasluce en todo su esplendor.

De Gombrowicz conocía la carnavalesca Ferdydurke y Trasatlántico, además de las obvias referencias de Cortázar, Vila-Matas y Piglia. Sin embargo, siempre permaneció al margen entre mis lecturas. Su extraña biografía –los veinticinco años que pasó varado en Argentina– a menudo nublaba una obra originalísima, muy distante de lo que conocíamos de la literatura polaca del siglo XX, como Madre Juana de los Ángeles, de Jaroslaw Iwaszkiewicz, para poner un ejemplo.

Existe sin embargo un escritor con el que Gombrowicz tiene profundas complicidades: Stanislaw Lem, injustamente encajonado en el rubro de la ciencia ficción. Entre el prolífico autor de Solaris y el concentrado autor de Ferdydurke hay obvias diferencias: la más visible es la estrategia narrativa. Médico, biólogo, físico, Lem es, en algunos momentos, un escritor de la vena de Isaac Asimov o Ray Bradbury, en tanto que Gombrowicz se encuentra, sobre todo en Cosmos, en el registro de Samuel Beckett o Vladimir Nabokov.

Lo que une a Lem y a Gombrowicz es su profunda perspectiva irónica, y es en Cosmos donde las visiones de los dos escritores polacos encuentran el punto de contacto más evidente. “¿Será que la realidad es en esencia obsesiva?”, se pregunta Gombrowicz en uno de sus diarios. Novela policiaca “rugosa”, como la definió su autor, Cosmos intenta explorar las repeticiones, las coincidencias, los juegos de espejos que a menudo la realidad nos pone frente a los ojos.

A partir de la imagen de un gorrión colgado de una rama al inicio de Cosmos, Gombrowicz va desovillando una trama plena de escenas que parecen rimar, como el estribillo de una canción extraña. Escrita en un tono minimalista, lleno de detalles absurdos y frases deslumbrantes, la novela es un intento por descubrir lo que el autor llama el “origen de la realidad”. La imposibilidad de abarcar la totalidad, aun en un relato ubicado en un pueblito provinciano, con pocos personajes y acción casi nula, impregna cada una de las páginas. En cierto modo Cosmos recuerda, en este sentido, algunas de las obras de Lem, sobre todo las dos novelas policiacas que escribió, La investigación y La fiebre del heno. En La investigación, por ejemplo, un grupo de cadáveres se escapa de la morgue y un agente de Scotland Yard investiga el caso. Resulta que los cadáveres resucitaron durante algún tiempo de un modo inexplicable y luego fueron encontrados en diversos lugares de un Londres aureolado de una atmósfera gótica. En La fiebre del heno una serie de hombres calvos, regordetes y solterones, muere misteriosamente en un balneario italiano. Las autoridades contratan a un astronauta divorciado, pelón y obeso, para que siga cada uno de los pasos de las víctimas. En ambas novelas el misterio se queda en el misterio a pesar de que se revela parte del enigma. Lo mismo sucede en Cosmos de un modo más sutil y menos espectacular: al final de la novela el lector encontrará una solución, pero esta sólo planteará mayores problemas. Las coincidencias entre Lem y Gombrowicz no hacen sino resaltar sus profundas diferencias, pero destacan una serie de temas que sólo hasta muy recientemente han sido tratados por la novela. Cosmos, La investigación y La fiebre del heno predispusieron la escena para que Paul Auster, en sus novelas mayores, explorara esos lugares donde la lógica fractal se impone a la lógica lineal, o para las novelas de Michel Houellebecq, cuya moda, para nuestra fortuna, ha comenzado a declinar.

Quizá no sea casual que tanto Lem como Gombrowicz sean contemporáneos y compatriotas de Benoît Mandelbrot, el padre de las matemáticas no lineales, que describen los patrones de las piedras, las nubes o las olas. Pero Cosmos, por fortuna, es mucho más: una elaborada y barroca puesta en escena de un universo pleno de rimas y consonancias: eventos que parecen repetirse, ceremonias eróticas extravagantes, la identidad del individuo como algo opaco que siempre se niega a cooperar. En esto nos recuerda a La verdadera vida de Sebastian Knight, de Nabokov, por cierto una de las novelas predilectas de Sergio Pitol.

Un dato extraño en la prosa de Gombrowicz reside en su propensión al uso indiscriminado y sin tapujos de la onomatopeya: el tarareo, como un balbuceo, se convierte en un Leitmotiv a lo largo de Cosmos para otorgarnos el placer confuso del misterio sin solución. Diversas frases extrañas, como aforismos de algún filósofo de otro planeta, pueden encontrarse en algunas páginas perfectas. Cedo a la tentación de transcribir un par:

 

Sonreí a la luz lunar ante la plácida idea de que la mente es impotente frente a la realidad que la supera, la anula, la burla… No existe una posibilidad irrealizable… Toda trama es posible.

 

Un par de páginas después escribe:

 

Comencé a comprender el ser del asesino. Se mata cuando se vuelve fácil, cuando no se tiene otra cosa que hacer. Sencillamente las otras posibilidades se agotan.

 

Cosmos, como la obra toda de Gombrowicz, se erige como un monumento a la imposibilidad de comprender el todo, aun dentro de una trama novelesca donde se supone que el autor tiene todas las posibilidades narrativas en la mano. Estoy seguro de que la lectura de Cosmos, de Witold Gombrowicz, deparará a sus lectores el asombro de acceder a un ritual donde lo que llamamos realidad sólo puede ser una variante más de la ficción. ~

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