Todos amigos

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“Por lo menos vamos a volver a ser todos amigos”, decía en voz baja un escritor español al enterarse de la muerte de Roberto Bolaño. Debo confesar que en toda su crudeza comprendía de alguna forma la frase. Personalmente me molestaban las listas de Bolaño, sus polémicas de dientes apretados, su talante de comisario político en eterna campaña de depuración ideológica. Pensaba que nada le hacía más daño a la obra de Bolaño que esas pequeñas vendettas donde todo había que leerlo entre líneas, donde algunos juicios justos e inteligentes convivían con alaridos gratuitos.

Con los años me he pillado, sin embargo, preguntándome cien veces: ¿Qué diría Bolaño de esta foto de grupo, de este premio, de este silencio lleno de sonrisitas en que vivimos? Ante el desierto, en el que todos se sienten felices de confesar que escriben para gente que no lee, me hace falta la sardónica voz de Bolaño, que se equivocaba voluntariamente en la forma y los nombres pero nunca en el fondo. Porque en el fondo de su carácter discontinuo y a veces agriado, de sus estrategias trotskistas, estaba la literatura.

Bolaño, como todo el mundo o quizás un poco más que todo el mundo, tenía una cuota de resentimiento injustificado y gratuito, pero he llegado con los años a convencerme que en lo central su dolor era razonable. Ante el ambiente de complacencia mutua, de mutua congratulación en que vivimos hoy, he llegado a pensar que su lucha era justa, su rabia completamente comprensible. Había cometido el error de leer a sus contemporáneos, sabía de lo que hablaba cuando hablaba de la mediocridad de tal o cual.

No podía vivir la literatura de su época y lugar con calma. Para él todo eso era un asunto personal. Otros ganaron las becas y los premios, otros posaron en las fotos de grupo de la literatura latinoamericana cuando el escribía sus mejores libros. Ver los viajes, los premios, las entrevistas de esos fantasiosos vencedores mientras él apenas podía llegar a fin de mes no hizo nada para dulcificar su carácter. Habla de su entereza y coraje el hecho de que, después de esa prueba, encontrara fuerzas para sonreír y ser cordial. Bolaño era demasiado inteligente como para saber que su ausencia de los Mc Ondo, las Líneas Aéreas, los premios Alfaguaras, Biblioteca Breves y Planetas, las becas Guggenheim y las cátedras y residencias en universidades norteamericanas era cualquier cosa menos un accidente. No estaba porque la gente como él, los raros, no podían estar. No estaba porque otros más folclóricos y menos inclasificables, más astutos y menos enredados, sí estuvieron. Otros que hoy, desde facultades de letras y jurados de premios que nunca abrieron sus puertas a Bolaño, siguen disfrutando y perpetrando su poder y autoridad gracias a hablar, escribir y recordar a Bolaño sin que este pueda salir de la tumba para complicarles el festejo.

Bolaño no hacía otra cosa que lo que todo escritor de talento auténtico está llamado a hacer al menos una vez en la vida: construir su canon sobre las ruinas parciales de los cánones anteriores. Buscar su lugar y pelear por él cuando otros lo ocupan no es privilegio de ninguna vanguardia sino el destino de todos en algún momento de nuestras vidas. Parte de los deberes de cada autor es volver a decir en una lengua propia qué es el talento, de qué valentía está hecho. Lo raro aquí no es Bolaño; lo raro es que en el enrarecido mundo de la literatura en español Bolaño y sus desplantes y sus juicios sumarios nos parezcan raros. Lo extraño no es que haya habido entre nosotros un Bolaño sino que haya habido tan pocos, que el escritor chileno y su rabia y sus ganas sea una especie de excepción viviente en una foto de familia en que permanentemente todos sonríen, o si pelean lo hacen por un plagio, un premio o la novia de tal que se acostó con tal otro.

Es de mal tono –en España más que en ninguna otra parte del mundo– tomarse los asuntos literarios en serio. Si los escritores pelean, si tienen diferencias, espantan a los lectores. Los escritores tienen que comportarse como unos náufragos en una isla, compartiendo los víveres y el agua potable que quedan y haciendo fogatas hasta que el barco del cine o la televisión llegue para salvarlos. La idea de un Chesterton o un George Bernard Shaw que se respetan y quieren, pero se destrozan por hondos motivos estéticos e ideológicos, nos es del todo imposible. No hay prueba alguna de que se escriban mejores libros en ambientes calmos donde los críticos acaricien a sus escritores y los quieran. La historia de la literatura nos dice más bien lo contrario. Donde hay crítica acerada, donde hay polémica en carne viva, hay buena literatura. La única paz posible en la literatura –o en cualquier profesión que tenga que ver con el pensamiento– es la paz de los cementerios. Flaubert y Balzac no vivían sobre un lecho de rosas, ni Hemingway, ni Scott Fitzgerald, ni Quevedo, ni Góngora. Las peleas entre escritores, o entre críticos y escritores, no son desagradables anécdotas que revelan el lado mezquino de grandes hombres sino que son el terreno fértil del que surge su grandeza.

Quizá debería hacernos desconfiar la amabilidad, la simpatía que abunda entre los jóvenes escritores hispanoamericanos actuales. De distintos países y mezclas raciales, pero casi todos de la misma clase social, del mismo tipo de colegio, posgrados, padres, amigos. A primera vista parece faltar entre ellos la cuota de monstruos que toda literatura necesita para crecer. La lista que Bolaño elaboró de autores vivos imprescindibles (Rey Rosa, Villoro, Pauls, Aira, Fogwill, Vila-Matas, Marías, entre otros) tenía la ventaja de ser imposible de reunir, ni en Bogotá ni en Madrid, sin llegar a pugilatos, gritos y deserciones varias. La foto de familia de la literatura está destinada a salir siempre corrida. La diversidad no puede ser simplemente geográfica, tiene que empezar a ser también de clase, de ideas, de estética.

Los escritores que se respetan buscan ampliar el rango de lo decible, intentando incorporar a la literatura un mundo de experiencia aún no codificada. Las alianzas y guerras literarias tienen que ver con esa lucha esencial, la de hablar por los que todavía no tienen un idioma conocido, la de incorporar más y más minorías, minorías de una sola persona, al flujo mayoritario de las letras. El objetivo del joven escritor debería ser el de ampliar la torta, no repartirla lo más rápido que pueda; inventar su propio lugar, no simplemente llenar las vacantes que dejan universidades, ministerios, embajadas o medios de comunicación. Se trata de no estar donde te esperan. Se trata de hacer mafia, si es necesario, pero mafias que funcionan como familias, con tíos, abuelos, matones, abogados que se quieran, se odian, se necesitan y se traicionan, pero siempre por razones de vida y muerte, y no como un club de excursionistas boy scout que van cantando mientras suben las colinas.

Todas las mafias literarias pueden ser legítimas mientras los lectores no sean las víctimas. En la literatura en español generalmente son los lectores los que sufren bajo la omertà y las vendettas a las que los someten escritores, editores y periodistas culturales. Best sellers vendidos como obras de alta cultura, vacas sagradas del boom a las que se les perdona cualquier leche agria, literatura que pretende ser cosmopolita pero que acaba siendo kitsch, novelas tan pulcras como el vacío que cuentan, autores que en Madrid se ufanan de su hidalguía y limpieza de sangre pero que al llegar a Duke y Stanford descubren su lado marginal y mestizo. Literatura escrita en español neutro para no incordiar a los correctores de prueba catalanes. Prosa de moda, intertextual ayer, multiétnica hoy, posmoderna por si acaso. Novelas escritas para ser parte de algo que apenas existe y menos se lee. Tristes semillas, como las del desierto chileno, que sólo florecen de lluvia en lluvia.

No era siempre simpático Bolaño, no siempre era sutil, no siempre era justo, pienso ahora que empieza realmente a hacerme falta. Pero no tiene por qué ser sonriente, ni amable, el que se aboca en cuerpo y alma a evitar el avance del desierto. ~

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