El gran amor judío de Mussolini

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El pasado 18 de julio se cumplieron setenta años de que Margherita Sarfatti, la poderosa y bellísima amante de Mussolini, partió de su ostracismo en Buenos Aires para regresar a la Roma de postguerra en un vuelo de Aerolíneas Argentinas. Había permanecido exiliada durante siete difíciles años entre Uruguay y la Argentina, tras abandonar su patria por las leyes raciales que impuso el fascismo para satisfacer las órdenes de Berlín. La vida y acciones de esta mujer excepcional brindan enseñanzas de alto voltaje.

Margherita fue hermosa, culta y apasionada, dominaba cuatro idiomas y conoció a Benito Mussolini durante sus juveniles luchas marxistas. Lo siguió en su rápido ascenso al poder, hasta convertirse en una de sus propagandistas más convincentes dentro y fuera de Italia, incluso en los Estados Unidos, donde fue recibida con honores por el presidente Roosevelt y su esposa Eleanor. Alternó con periodistas de la talla de William Randolph Hearst, quien la invitó a su residencia en San Simeón. Discutió en el fermentativo mundo intelectual de su época y forjó una amistad irrompible con el presidente de la Universidad de Columbia, en cuyos archivos se guardan como un tesoro la mayoría de las cartas y documentos intercambiados por ellos. Se decía entonces que Roma volvía a ser la capital del mundo y que Roosevelt aplicaba las políticas económicas de Mussolini.

Millones de oyentes escucharon las exposiciones de Margherita en fluido inglés por la cadena NBC: Italia había superado la anarquía de la guerra, conseguía un rápido crecimiento económico, eliminaba la lucha de clases y evitó el genocidio que hubieran perpetrado los bolcheviques. Las artes y ciencias recibían un gran impulso del Estado. La “mano fuerte” del líder convenía a la tradicional indisciplina de los italianos y rendía beneficios. “¿Qué era el fascismo? –insistía–. ¡Es socialismo!” El socialismo bueno, inclusivo, esperanzador. Había dejado atrás la imperfecta democracia con sus elecciones caprichosas y las exclusiones comunistas plagadas de injusticias y delirios que llevaban a un incremento de la pobreza.

Margherita y Benito habían mantenido un prolongado romance que fue roto cuando el Duce aceptó someterse a las leyes raciales que exigía Hitler con férrea obsesión. Ella fue entonces autorizada para partir hacia el exilio. Era una brutal ironía para quien había sido resonante difusora de las ideas cautivantes del fascismo y ahora se convertía en su víctima. Quedó entre dos fuegos: el odio de los antifascistas y el odio de los fascistas que no le perdonaban su origen judío.

Luego de pasar por París y no conseguir ingresar en los Estados Unidos, fue a establecerse durante siete años a Uruguay y la Argentina. Ya era amiga del gran pintor vanguardista Emilio Petorutti. Su agitada y zigzagueante historia es narrada con precisión y suspenso por Daniel Gutman en su libro El amor judío de Mussolini, del fascismo al exilio, editado por Lumiere.

Mussolini tuvo decenas de amantes. Pero Margherita no fue una más del harén: su relación duró décadas y estuvo mechada por polémicas. Aunque el Duce solía decir que “los judíos son mis peores enemigos” y se opuso a que su hija Edda se casara con uno de ellos, no los persiguió y mantuvo como ministro de Finanzas al economista judío Guido Jung hasta 1935. Finalmente casó a Edda con el conde Galeazzo Ciano, a quien designó canciller cuando tenía 33 años, el más joven de Europa. Ciano más adelante lo traicionó y fue fusilado por los mismos fascistas en presencia de oficiales nazis.

A medida que crecía su poder, menos toleraba Mussolini los disensos, en particular los de origen femenino. Esto marcó crecientes diferencias con Margherita. Además, el Duce empezó a elegir amantes cada vez más jóvenes. La última, Clareta Petacci, tenía 32 años menos que él.

Margherita publicó varios libros, muchos dedicados al arte. Fue la autora de la primera biografía oficial del Duce –Dux– que se tradujo a dieciocho idiomas, agotó inumerables ediciones y le dio fama universal. Lo exaltó como el hombre que se hizo a sí mismo y enderezó la historia de Italia. A Margherita la calificaron “zarina del arte”. Ante su presencia se inclinaban, reverentes, funcionarios y diplomáticos. En su hogar, no obstante la propaganda, coleccionaba obras novedosas de autores que luego el nazi-fascismo condenó.

Como dijimos, había conocido a Mussolini en la juventud, cuando éste editaba en Milán el periódico socialista Avanti! Ella era una deslumbrante pelirroja, miembro de una aristocrática familia judía radicada en Venecia desde hacía centurias, dato que impresionó al hijo de herrero, muy histriónico, pero poco esclarecido. Escuchó con embeleso relatos, descripciones y teorías acumuladas en la mente de esta mujer refinada y excepcional.

Más adelante, en su doloroso ostracismo que empezó por Suiza y Francia, Margherita volvió a encontrarse con una vieja conocida, Alma Mahler, quien huía con su nuevo esposo, el poeta judío Franz Werfel. Alma escribió entonces: “Cuando la vi por primera vez, era la reina sin corona de Italia; ahora es una mendiga real en el exilio; viene a visitarnos con frecuencia y su vitalidad anima a todos los emigrados”. La frecuentaban Jean Cocteau y otros personajes ilustres; dio numerosas conferencias en el Louvre en perfecto francés; su erudición y su encanto asombraban.

Margherita escribió que, desde que había llegado a su transitorio exilio parisiense, se sintió rodeada por gente buena, lejos del veneno, la presión, la falsedad y la crueldad. Pero “mis libros en Italia ahora no son leídos. Creo que serán quemados con todos los libros escritos por judíos en una ceremonia solemne”. Muchos de ellos habían sido prologados por el mismo Duce y ese absurdo sonaba a humor negro. “Las medidas tomadas por Italia en tres semanas van más lejos que las de Alemania en cinco años de sistemática persecusión”. Esto se contradecía con la promesa que Mussolini había trasmitido a millones de ítalo-americanos y a toda América, de que jamás tomaría medidas antisemitas. Margherita advirtió un perfil que antes se había resistido a ver: el cínico oportunismo del hombre que había amado.

En el primer encuentro que habían tenido ambos dictadores en 1934, Mussolini dijo a Hitler que defendería la independencia de Austria. Luego, mareado por delirios imperiales, lo apoyó en todo lo que exigía el teutón, incluidas las leyes raciales y, más adelante, la guerra.

Antes de expulsarla, el Duce había vuelto a pedir la ayuda de Margherita para mejorar su posición internacional, deteriorada por su brutal invasión a Etiopía. Pero en mayo de 1936, frente a una multitud extasiada, anunció el triunfal nacimiento del Imperio Fascista. La Sociedad de Naciones le aplicó sanciones. No obstante, Estados Unidos se negó a cumplirlas en su totalidad por ruegos de Margherita al presidente Roosevelt. Ella todavía conservaba la esperanza de impedir que Mussolini siguiera a Hitler. De haberlo logrado, Italia no habría participado en la Segunda Guerra Mundial, esquivándola como pudo hacerlo el astuto Franco. Entonces, ¿qué habría pasado con el fascismo y su fundador?

Al estallar la guerra, el cónsul italiano en Barcelona, que había sido amigo de Margherita, le aconsejó huir enseguida de Europa y le consiguió un pasaje en el trasatlántico Augustus rumbo al Río de la Plata. Durante la escala en Río de Janeiro fue abordada por los periodistas y ella se limitó a decir “de política no hablo”. En Montevideo la esperaba su hijo Amedeo, también expulsado de Italia. El periódico Marcha quiso extraerle secretos, pero Margherita Sarfatti replicó que venía a estudiar el arte precolombino. El periodista describió su rostro marcado por los embates del tiempo: de su pasada belleza triunfante e irresistible aún quedaba la mirada femenina y alegre de sus grandes ojos verdosos. Sólo atinó a balbucear “Europa… la pobre Europa, ya no sabe buscar su felicidad”. Otro diario tituló que “Margherita Sarfatti, el gran amor del Duce, vive desterrada en Montevideo”. La revista Atlántida de Buenos Aires pudo extraerle confesiones de sus primeros años de lucha, llenos de sueños e intenciones revolucionarias limpias, fraternas.

Escribió al pintor Emilio Pettoruti, quien había sido celebrado en el salón de Margherita en Milán, y que en ese momento dirigía el Museo de Bellas Artes de La Plata. La invitó enseguida, enterado de su tragedia, pero chocó con la intelectualidad antifascista que no olvidaba los servicios que ella había prestado al odiado movimiento. Tampoco pudo conseguir el apoyo del importante periodista Natalio Botana ni de los grandes diarios La Prensa ni La Nación. Trató de conectarse con Victoria Ocampo, una personalidad poderosa y respetada, que había visitado al Duce en 1934, antes de su agresión en África, para exponerle sus ideas feministas. Mussolini la atendió cortésmente, pero al despedirla en la puerta, la espantó con esta frase: “¡Le donne, per parire!” (¡Las mujeres, para parir!). Victoria no lo olvidó. Su revista Sur tomó partido en favor de Gran Bretaña y Francia, no sólo por eso, sino por sus ideas incorruptiblemente democráticas: “Permanecer neutrales ante su suerte es permanecer neutrales ante nuestra propia suerte”. Victoria Ocampo, junto con Natalio Botana, fundó en 1940 la dinámica Acción Antifascista.

La presencia de Margherita Sarfatti en el exilio desconcertaba. Los judíos italianos la esquivaron. Pero Victoria Ocampo, fiel a su estilo rebelde, tuvo el coraje de extenderle un consuelo. Le escribió a su amigo Roger Caillois: “Ya ves, perdono muchas cosas” y agregó que lo hacía con quienes no son personas insustanciales. La acompañó a la primera conferencia que dio Margherita en Buenos Aires, titulada “De la novela histórica a la historia novelada”, dedicada a la literatura francesa. Victoria, al presentarla, evocó que Margherita Sarfatti escribía artículos anónimos desde los 14 años en diarios socialistas y recordó su campaña en favor de las libertades en 1914. Evocó su primer libro, La milicia femenina en Francia, sus cursos en italiano, francés, inglés y alemán, sus actuaciones en las universidades de Berlín, Colonia, Amsterdam, Grenoble, Columbia, y su devoción por el arte italiano. Respecto a sus vínculos con Mussolini, piadosamente, no pronunció una palabra.

Luego le empezaron a publicar artículos en diarios y revistas junto a las firmas más destacadas del momento, todas ellas antifascistas. Deslumbraban sus cononcimientos sobre la literatura de diversos países europeos y era una experta insuperable en la Divina Comedia. Pasaba los veranos en Montevideo y los inviernos en Buenos Aires. Por fin consiguió la simpatía de Natalio Botana, quien se fascinó ante el acopio de cultura, gracia y belleza que reunía esta mujer.

Margherita siguió el dramático curso de la guerra y celebró la victoria aliada. También se mantuvo alerta frente a los acontecimientos que agitaron la Argentina desde comienzos de los cuarenta. El naciente fenómeno peronista le generó un incómodo dejá vu. Perón había sido agregado militar en la Italia de preguerra y no ocultaba su admiración por Mussolini; también había realizado una escapada a la Alemania nazi. No se manifestaba racista, pero le parecía sabia la Carta del Lavoro y otros instrumentos usados por el fascismo.

Margherita Sarfatti prefirió concentrarse en sus caudalosos conocimientos artísticos y marginarse de la política hasta su muerte en Italia, en 1961. A setenta años de su partida del continente americano, sigue irradiando un fascinante atractivo cargado de complejidad. ~

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